5/28/2013

El oficinista

    Tengo un colega cuya imaginación envidio. Mientras yo trabajo un mundo para rasguñar media línea, él me restriega a cada rato cuantas maravillas paren sus neuronas. Lo observo en la oficina, en el bar, en los pasillos, miro lo que lleva a cabo en función de sus ensoñaciones, y la verdad es que no sé por qué no se metió a escritor, a guionista de cine o cosa parecida. La gente se equivoca en sus oficios.
    Lo primero que noté me pareció de lo más raro. Mi colega devora revistas, historietas de amor o de vaqueros que compra semanalmente en los quioscos. Entonces las abre justo a la mitad y como si de un moderno Jack El Destripador se tratara, las mutila en ese punto. Luego se divierte a placer: lee la mitad de cada una para continuar, a su manera, creando él mismo tramas, situaciones, desenlaces como le viene en gana. Le sale de maravillas. Si usted llega a ir a su casa, verá el revistero de la sala a tope, lleno nada más que de ejemplares despanzurrados. En los cafés, en la oficina, cuando el aburrimiento se hace insoportable, pido a mi colega su versión de tal o cual historia. El resultado siempre es fabuloso.
    La otra vez, luego del trabajo, fuimos todos al cine. Mi colega escogió una de acción, yo voté por la última de Nicole Kidman (su rostro justifica todo) y alguien sugirió un melodrama de esos típicos de Hollywood. Optamos por la telenovela. Avanzada la proyección, mi colega se puso en pie, dio una excusa de poca monta y se largó. Al otro día me echó a la cara el resto de la película y juro por Dios que mejoraba por completo el bodrio que yo acababa de ver de cabo a rabo. Me quedé pasmado.
    Pasa también con las conversaciones en la calle o con los discursos del jefe cuando está malhumorado. Mi colega escucha únicamente la primera parte y en medio, digamos, de una charla muy amena sobre el papel de los espías en la Segunda Guerra Mundial, abandona el sitio como si tuviera algo urgente que atender. Entonces se da lo acostumbrado: termina relatándome, mientras se sirve un café en la oficina, cómo finalizó el diálogo según lo reconstruye a fuerza de invención monda y lironda. Quedo con la boca abierta.
    Triste es decirlo pero el pasatiempo de semejante personaje humilla cada gota de sudor que arrojo en el esfuerzo de crear algo digno de leerse. Tengo metida entre ceja y ceja la idea de transformarme en escritor, de inventar cuentos que subyuguen, que atrapen al lector como si cada página fuese un monstruo capaz de coger por el pescuezo a quien ose posar su vista en ella. Yo lo observo, lo escudriño, estudio con atención el modo de alumbrar ficciones que tiene mi colega, pero la verdad sea dicha, jamás podré igualarlo en esto de fraguar historias imaginadas.  Mientras tanto, no me desanimo, sigo dándole a las teclas. A lo mejor un día de éstos sale mi gran obra. A lo mejor.

5/24/2013

Sapos en la vía


    De ser cierto lo que dice, el audioventilador de Mario Silva voló en pedazos un secreto a toda voz: la injerencia extranjera es tolerada y auspiciada por quienes gobiernan, el Consejo Nacional Electoral es una caja negra, la corrupción engordó como jamás antes, haciendo metástasis a placer, y las pugnas entre facciones convirtieron al oficialismo en archipiélago donde el poder se pretende a fuerza de incisivos, caninos, molares y otros dientecitos por el estilo. A modo de colofón, el miedo, confesado por Silva en sus develados cánticos, reina triunfante en las trincheras gobierneras luego de haber hecho lo que les dio la gana por casi tres lustros.
    No es casualidad que estemos donde estamos. De una conducción inepta, de una pésima gerencia de la cosa pública sólo puede resultar el desastre del presente. Hugo Chávez fue el padre de la criatura, especie de Rey Midas al revés que a su antojo y sin controles de ningún tipo manejó entre disparates un país que debería estar ahora mismo, cuando menos, entre los más cultos, eficientes y desarrollados de América Latina. De los gallineros verticales, de la ruta de la empanada, del trueque, de cada invento producto de cuanto seso calenturiento ha pasado por la revolución, cosechamos la realidad que hoy nos aplasta. Nicolás Maduro ha sostenido que es hijo del señor Chávez, y yo le creo de pe a  pa. Demostró heredar, como el mejor, esa carga de incapacidad y torpeza para dirigir nada menos que los destinos de un país.
    Da escalofríos ver a un hombre, vicario de Chávez en Miraflores, superar al padre Atila cabalgando y arrasando. Su gobierno va a seguir combatiendo a los imperios, va a salvar a la América toda, al planeta y la galaxia si da tiempo, pero no puede con los malandros en las calles, con las escuelas que se caen, con la falta de harina, mantequilla, pollo o papel tualé. No puede con la inflación, con el desastre económico que produjo en las universidades, con el desempleo, con la espeluznante dependencia petrolera, con la improductividad generalizada, con los hospitales que dan lástima, con el cementerio de empresas que a la fecha son la mitad de las que había al comienzo de este incendio. Sabe amenazar, expropiar, asfixiar cuanto huela a emprendimiento, hablar hasta por los codos, abusar del poder y poco más. Menuda clase gobernante ésta, llena de medallas sin haber ganado una batalla.
    El audioventilador del señor Silva implica un golpe seco a propósito de lo que cierta izquierda, local y continental, vendió como historia magna, gesta imaginaria que quiso parecerse a  la Cuba de los hermanitos Castro. Hasta el chavismo más recalcitrante tendrá que revisar las bisagras de su tarima, los soportes de sus creencias, los clavos que la sostienen. No es poca cosa eso que croa Mario Silva desde el pantano revolucionario.
    Mientras tanto el país continúa a la expectativa. La entrega por capítulos de esta novela negra, prometida por Ismael garcía, seguramente arrojará más gasolina al fuego  del escándalo actual. Mucha gente advenediza, numerosos defensores del negociado oficialista aportaron su sainete al explicar con malabarismos lo ocurrido: se trata, claro, de un vulgar montaje. Intelectuales gobierneros, por ejemplo, no han abierto la boca, pobrecitos, o lo han hecho sólo para lanzar chasquidos insufribles de la lengua. Bla, bla, bla, bla. En fin, que ante expresiones hilarantes o insultos como los de Maduro al mensajero, lo cierto es que el mensaje es lo menos considerado por quienes gozan del poder. Más de lo mismo.
    Tengo la impresión de que el piso cruje de lo lindo. Mario Silva prendió una antorcha entre vapores inflamables. Aún no terminan las explosiones.

5/16/2013

Literatura por knock out


    Hace poco me invitaron a un programa para hablar de libros, de autores, de cuentos y poemas. En fin, de escribir y de leer. En algún momento sostuve que seguirá habiendo problemas de comprensión lectora mientras nuestra escuela continúe rebosante de salud a la hora de espantar de cuanta cosa suene a texto, a hoja impresa, a literatura. De inmediato se encendieron las alarmas. Llamó gente para rebatir, para defender, para decir no, no toda la culpa es del colegio, y supongo que tienen algo de razón. Pero si la escuela cumpliera su labor de cabo a rabo o cuando menos mantuviera intacto el interés de los jóvenes por el misterio y por lo novedoso, la cuestión pintaría menos negra a estas alturas.
    Tengo la impresión de que la primaria, el bachillerato y la universidad pretenden enseñar literatura. Si esto es así, partimos ya con la renquera a cuestas. No es posible enseñar literatura: en cualquier caso, lo que ésta ofrece es la aventura de leerla, de llevarla al papel a modo de obra de arte, de sentirla entonces, con el peligro inminente de que llegue a  doblarnos el pescuezo y nos transforme en lectores incurables, furibundos, al punto de, quién sabe, acercarnos a Alonso Quijano, alias Don Quijote, descocado gracias al cóctel de novelas molotov que literalmente engulló sin volver la vista atrás.
    Insisto en que no. En vez de perder tiempo creyendo enseñar literatura, un punto clave es mostrar cómo vivirla, subiendo a los muchachos a un vagón cargado de experiencias placenteras, puente hacia regiones mágicas, lugar donde es posible imaginar e inventar como nos dé la gana. Y la literatura se vive acercándose a los libros, abriéndolos, mordiéndolos, permitiendo que sus jugos nos bañen de pie a cabeza, nos mojen la lengua, inunden nuestro paladar y chorreen como la miel por dientes, cuello y labios. La literatura o es una enfermedad que no tiene remedio o no dejará huella en nosotros.
    La sensibilidad literaria es parte ineludible del asunto, por supuesto. Huelga despertar interés, curiosidad por las buenas historias, esas señoras enigmáticas que vienen empaquetadas en juguetes denominados libros. ¿En qué momento la escuela muestra el rostro divertido de leer? ¿Cuándo un imberbe de quinto grado o de bachillerato disfruta en el salón un rato de lecturas diarias? Me temo que muy pocas veces, por no decir jamás.
    ¿Pero acaso lee el maestro? ¿Son los maestros venezolanos unos enamorados, locos de atar, entregados en cuerpo y alma al romance con lo literario? Permítanme otra vez dudar. Si no hay cultivo de la sensibilidad, si no existe pasión evidente por la cultura, por los libros, por leer y leer y leer, entonces va a resultar más que cuesta arriba esperar que un adolescente coja Los hermanos Karamazov o El falso cuaderno de Narciso Espejo y los abra por la delicia de desmigajarse entre sus páginas, por hundirse en sus tramas o sencillamente por gozar, nada más que por gozar, permitiendo que las letras, los puntos y las comas se le cuelen por las venas. La sensibilidad literaria aparece con mayor facilidad cuando un maestro la lleva en sus entrañas, cuando no puede ocultarla, cuando insufla emoción, alegría, placer y ganas de leer en plena clase.
    En las escuelas de este país la literatura es un objeto, poco más que un bicho expuesto para hincarle el ojo y aprender luego ciertos nombres o características. Pero ocurre que una obra de arte no es contabilidad, física o biología. Los libros y esa cuestión que llamamos literatura es cadáver insepulto, paja elevada al cubo, líneas huecas que poco dicen, poco invitan a soñar y a vivir mil y una aventuras felices o terribles. Cuando la literatura es sinónimo de bostezo encender llamas genuinas por disfrutar leyendo pierde por knock out. Recto al mentón. Entonces leer ya no interesa.
    Esta mañana mi hija, que estudia tercer grado, comentaba la tarea que debe adelantar: un análisis morfológico de algunas oraciones, “y qué largas están, papá, qué laaaaaaaargas”. Llegó el coco con su espada académica castrante, me dije. ¿Hacen falta tales contenidos, más que áridos, poco estimulantes, inservibles a chiquillos tan pequeños? ¿No sería mejor, como sostenía Ángel Rosenblat, dedicarse a enseñarles pocas cosas, leer, escribir, calcular, pero hacerlo bien, realizarlo de la mejor manera? Completamos la tarea, ofrecí mi ayuda a propósito de la aburridísima disección morfológica que abría sus grandes fauces  y mostraba todos los colmillos, y luego nos fuimos a leer, sólo a leer cuentos al café que mis hijos tienen por costumbre visitar conmigo.
    Pero hay casos de casos. He generalizado por razones obvias pero sí, existen maestros que son oro en polvo y justo es decirlo ahora. Los ha habido, los hay y los habrá, gracias a todos los dioses. Recuerdo como si fuera ayer mi primer año de bachillerato. Recuerdo las clases de Castellano y Literatura en las tardes sofocantes del Liceo “La Creación” allá en Upata. Dillys Perdomo leía, leía para nosotros, llegaba, saludaba, sonreía, sacaba un libro, nos leía cuentos, nos leía poemas, hablaba de un tipo que terminó llamándose Gabriel García Márquez, mencionaba a un tal Quiroga, metía de vez en cuando otros nombres que me causaban gracia nada más que al escucharlos: Aquiles, Rufino, Ludovico.  Sí, Aquiles, ése era sin dudas un nombre cómico por donde lo vieras, y para colmo el hombre escribía páginas que me partían de risa. Todos, absolutamente todos nos destornillábamos a mandíbula batiente cada vez que Dillys Perdomo, mi profesora predilecta, ponía sobre el mesón aquél libraco gordo, Humor y amor de Aquiles Nazoa, y nos obsequiaba historias hilarantes sobre el cochino, los gatos, algún perro famélico, un loro, un chichero o unos chivos. Esa mujer nos regalaba las mejores tardes de la vida. ¿Eso era literatura? ¿Toda esa vaina tan sabrosa era la consecuencia de leer? Me interesé desde el primer minuto, me caló de golpe hasta los huesos.
    A aquella dama, mi profesora de primero de bachillerato, le estoy eternamente agradecido. No recuerdo un ápice de qué iba lo demás, es decir,  me importaba un pepino la existencia o no de oraciones yuxtapuestas copulativas, o por dónde había que agarrar al complemento circunstancial de lugar para sacar veinte en el examen. ¿Qué coño era un pluscuamperfecto? Al diablo con eso y con más. Lo que vino después fue la búsqueda desesperada de más libros, más Cortázar y más Poe y Neruda y gente capaz de encaramarme en las nubes desde un trampolín hecho a fuerza de palabras.
    Eso es fundamental, despertar el gusanillo, alimentarlo, dejar que la curiosidad anide, permitir el sarampión de la literatura. Por ahí habría que empezar en nuestra escuela, y no lo hacemos. Por ahí, creo, se anda el camino, pero no arrancamos.

5/09/2013

Gente rara


    Uno cree que ha visto mucho y se equivoca. La verdad es que los días traen dinamita entre los brazos y si te descuidas verás cómo explotan frente a tus narices.
    Hay gente normalita que se despierta en las mañanas, se calza el ánimo con buenas intenciones y sale a la calle a despachar las horas que tiene por delante. Bien. Persiguen un ideal, construyen su futuro, esperan los frutos de una siembra que iniciaron desde mucho antes. Y hay quienes trajinan los lunes, los martes o los jueves con la misma expectativa pero con ciertos cables enredados, con algunos desajustes a propósito de lo que uno se acostumbró a encontrar en líneas generales.
    A ver si me explico: tengo un amigo de lo más simpático, el alma de las fiestas, un compadrito inigualable si la cosa es salir de tragos y de farra, pero el pobre carga encima una condición poco envidiable: las buenas noticias le caen de la patada, son un coñazo en la nariz. Mi amigo es un cristiano como pocos, jamás arrojaría la bilis por esas cosas buenas que le sucede a la gente, por esos felices acontecimientos mil veces perseguidos, soñados, esperados por tantos en cada momento de sus vidas. No. Mi amigo es decente y lo aparenta. Yo doy fe de que es así.
    Pero si llegas con el cuento de que se ganó la lotería, cierra los ojos blasfemando y te manda al carajo antes de que espabiles. Si obtiene un aumento en el trabajo sufre taquicardias, lo rechaza de inmediato y escribe al jefe haciéndole saber que aumentos como ése son lo último que espera. La otra vez lo propusieron para un ascenso porque es un empleado excelente por donde lo mires. Los perpetradores del asunto ya no se cuentan entre sus amigos. Hay gente rara, la verdad, por eso a mi amigo sólo le doy malas noticias. Me pidió el otro día que lo acompañara al médico debido a unas dolencias estomacales (cuando su mujer le dijo que seguramente era una simple indigestión, armó una bronca de mil diablos) y se puso muy feliz al leer en el informe que era imperativo meterle el bisturí.  Qué coño.
    Lo cierto es que sonríe al escuchar que no, que no llegará a tiempo para entregar los documentos porque el tránsito está más que insufrible, y siente una especie de serenidad, de éxtasis místico ante el extravío de su cartera, cosa que descubre al momento de tocarse los bolsillos cuando intenta pagar la leche en el supermercado. En fin, la amistad es algo que valoro desde niño y no estoy dispuesto a acabarla por la estupidez de levantar el teléfono para desearle feliz cumpleaños cada ocho de diciembre. No y no.
    Existen quienes caen de bruces mañana, tarde y noche cazando golpes de suerte, esperando lo mejor de lo mejor, imaginando la noticia de sus vidas y nada, se contentan al final con las dosis de hechos cotidianos que van de malos, regulares a buenos, lo cual me luce fantástico pero en el fondo envidio al bueno de mi amigo, capaz de hallar felicidad en la orilla opuesta de este lago, en la cara oculta de la Luna y demás lugarejos por el estilo.
    Es que hay gente rara, claro, pero no menos dada a escarbar por alegría donde se encuentre. De no toparse con un aguafiestas cargado de magníficas noticias, mi amigo vive sonriendo, diría yo que inmerso en el nirvana a su manera, que al fin y al cabo es el mejor modo (quizás el único) de sentirla, de acariciar su lomo de felino arisco tan insuficiente casi siempre.
    Ayer lo telefoneé para desearle lo peor por la lumbalgia que padece, acrecentada como nunca la última semana según me ha contado su mujer. Me dio las gracias, se quejó muy contento de esos dolores musculares recurrentes y saltó de gozo al escucharme confirmar que su dolencia le sienta cada día mejor. Hay gente rara, estoy de acuerdo, ¿pero quién podría sentirse a salvo?

5/03/2013

H2O


    En tercer grado empecé a notar que ciertas cosas no son lo que aparentan. La escuela, que hasta ese momento era un templo digno de credibilidad a ciegas, mostró sus pies de barro, dejó salir el humo de algunos enclenques argumentos.
    Decía la maestra que el agua, fuente de vida, incolora, inodora e insípida, se vestía de líquida, sólida o gaseosa según las circunstancias. A los siete años no se anda uno con rebuscamientos, lo cual fue pura verdad hasta que una tarde se hizo la luz, se encendieron todos los bombillos, se me iluminó el entendimiento gracias a un suceso de lo más curioso, tan vivo en la memoria que lo recuerdo aún con plena nitidez.
    Tuve la certeza de que el agua era lo que pregonaba la maestra, pero vislumbré además fantasmas en medio de la idea cuadriculada que a propósito de ella traía el libro de ciencias. Comencé por imaginar una gota, luego abrí el chorro del grifo, después la nevera para hurgar botellas de agua mineral. Vi cubos de hielo en el congelador, vi la lluvia a través de la ventana, vi el río Yocoima, miserable, fétido, apenas un hilo en la Upata de esos años, vi los charcos en las calles, vi la piel húmeda sobre tantas hojas al amanecer y vi lo que ocurría al girar el mango de la ducha. Júrelo: el líquido vital, fuente de vida, inodoro, insaboro e incoloro, así, tal cual, era una estafa.
    Tuve para mí que la escuela escamoteaba la virtud más extraordinaria de esa sustancia tan misteriosa. El agua pasó a ser un elemento mágico, quizás materia proveniente quién sabe de dónde en cuyas entrañas nacía, se materializaba, ganaba realidad lo imposible: el hecho de que, como plastilina transparente, adoptara cualquier forma imaginable. Nunca, jamás de los jamases mi maestra de tercero habló de semejante asunto, el más apasionante, el más raro de cuanto guardé en lo más profundo luego de observar y leer y leer y leer sobre el tema que terminó obsesionándome.
    Fue la primera vez que me sentí estafado. Maestra y escuela se pasaron al bando de los malos. Entonces me divertí a placer, creí darme de cabeza con un descubrimiento sin igual, inesperado, fabuloso. Me divertí horrores al observarla empozada, desapareciendo como por  encantamiento en la cuenca de mi mano. Me sorprendió una y otra vez averiguar cómo su fantasmagórico ser era capaz de camuflarse en mil personajes, tan distintos, tan diversos, tan múltiples en apariencia. Mil corporeidades llenas de todas las cosas, en una sola cosa. El agua fue la caja de Pandora, en alguna ocasión  me pareció muñeca rusa, y más adelante, cuando leí aquel cuento de un tal Borges cuyo nombre no me decía mucho, El Aleph, pues nada, de inmediato una gota, de lluvia o de rocío o del lavamanos fue sin dudas el punto donde todas las formas y todos los mundos confluyeron en el mismo instante y lugar.
    Han pasado muchos años y no pienso de modo muy distinto.  Se da un fenomenal aplastamiento de las convenciones en esa molécula tan divertida que es el agua con que chapoteamos, acomodamos el whisky, nos aseamos o regamos las margaritas todas las mañanas. El tiempo se hace polvo, se  desmigajan las décadas y esa chica no deja de sorprenderme todavía. Póngase los ojos de muchacho y dése cuenta. Joder, es que parece cosa de Merlín.

5/01/2013

Yoani Sánchez: Conversación en libertad

No tiene desperdicio. Coloquio con Yoani Sánchez, Mario Vargas Llosa, J.J. Armas Marcelo y Antonio Guedes en Casa de América, Madrid.