6/28/2018

Tiempo


    Aunque no tengas conciencia del asunto vivimos subordinados a los instrumentos. El mundo feliz o trastocado que imaginaron inventores, pensadores de pelajes variopintos o locos entregados a soñar un universo controlado por las máquinas, no anda demasiado lejos. Qué se le va a hacer.
    El otro día me dio por desprenderme de la civilización. Con todas las ganas me eché de cabeza en brazos de un experimento fabuloso. Primero lo planeé en mis ratos libres, intenté darle forma en ese espacio mágico que llevamos dentro  -la imaginación, claro está-  gracias al preciso mecanismo que pintan millones de neuronas. Luego trascendí caja craneana y fui a parar al plano de las concreciones, con el único propósito de respirar más y mejor (respirar más y mejor es una frase que  uso a falta de otra capaz de sustituirla con acierto). En fin.
    Un día, sólo un día sin reloj, sin teléfono, sin leer los periódicos, sin tv, sin  computadora y otros artefactos parecidos. Un día como todos los días: levantarse para ir al trabajo, ducharse, peinarse, vestirse, despedirse de todos con un beso pero eso sí, de espaldas a manecillas, piñones, engranajes, enchufes, tornillos o chips capaces de marcarnos como nada el día o la tarde, capaces de urticarnos con cuanto ocurre o debería ocurrir aquí y al otro lado del planeta. Veinticuatro horas en las que el tiempo se trocó en fisonomías indescriptibles. Las horas, piénsalo un instante, transcurriendo arrastradas por el mero azar. Esa brújula que nos orienta echándose una siestecita de lo más extraña y entonces ahí nos vemos, en el fondo de lo que vamos siendo, a la escucha del rumor de otras estancias, al son de pulsiones no menos inquietantes.
    Quién iba a decir que cronos es una masa pegajosa. Créelo con todas sus letras, una especie de crema batida que se expande sobre el pan de cada segundo impulsado por algo diferente de los minuteros.
    Cuando un reloj vuela en mil pedazos queda en su lugar el hueco de posibles formas nada más prefiguradas por lo que te empeñas en crear. Supongo que algo como esto va de la mano con la libertad. ¿Tiempo libre? No, no, no, el tiempo libre importa aquí un pepino. Por mucho que hagas o no hagas, la médula de la cuestión radica en patearle los huevos al Casio, al Citizen, al Seiko o al Blancpain, orgullosos, felices y sonrientes  desde la pared, o desde tu muñeca. El sitio es lo de menos.
    Juro por todos los dioses que el experimento ha sido cualquier cosa menos fuera de lugar o sin sentido. Al día siguiente, al despertar, cuando me colgué el Tissot encima y di el último sorbo de café mientras escuchaba el noticiero de las siete, cuando terminé de anudarme la corbata  y salí en estampida para la oficina, el reloj de la avenida 12 me sacaba la lengua entre divertido y malintencionado. Comprobé otra vez que el tiempo es un bicho maloliente, sadicón e interminable. Entonces proseguí como si nada. 

6/08/2018

Esos cafés de siempre


    Hay ciertos lugares que suelo frecuentar sólo por respirar sus atmósferas. Algunos cafés, por ejemplo. O uno que otro restaurante. Pasa que cuando me siento en una mesa y digo hola qué tal, un americano, agua mineral, lo de costumbre, también estoy solicitando otras cuestiones, intangibles para más señas, que te juro crucifijo en mano son inexistentes ya en la mayoría de estos espacios, por muy bien decorados que aparezcan o mejor situados que se precien.
    Por mi trayectoria de lector en cuanto lugarejo con anuncio de macciatos y con leches se atraviese, sé al dedillo a qué me refiero: los gatos por liebres hace tiempo los echo a zapatazos y en su lugar he cultivado vista, oído y gusto frente a sitios por lo común menos vistosos, pero llenos de ese clima que no tiene precio, capaz de ofrecer buen trato, soledad, conversación si la buscas, respeto por lo que haces  -en mi caso leer o escribir en las terrazas-, complicidad y sobre todo tacto. Sí, tacto. Y un buen maitre, un buen barman, un excelente mesero curtidos en el oficio son el mejor sabueso a la hora de olfatear qué pretende cada quien. Eso, damas y caballeros, no se encuentra a la vuelta de la esquina.
    El Café de Jerry, pongo por caso. Pequeño, sereno, cuyo dueño, el buen Jerry, es chef, camarero, confidente, alcahuete y otros menesteres, siempre con palabras o silencios a la mano en función de tus pulsiones y de tu huella digital como cliente. O el Sweet & coffee de la plaza Foch, sobrio y discreto a pesar de la zona en que se erige, o el Tres gatos, nuevo hallazgo que hasta el sol de hoy cumple a cabalidad con el rasero inamovible que mantengo aunque los tiempos siempre cambien. En fin, lo que une a cualquiera de estos lugares es la gente. El incordio de alguien disfrazado de mesero me incomoda, pero la sutileza, la inteligencia, el buen tino del ya mencionado Jerry, vuelvo y digo, transforma un café en lugar de peregrinación donde instalar campamento y trabajar, si es el caso, o ver pasar la vida cuando toca. De la pompa vacía y salones frufrú huyo por lo general como Drácula ante un racimo de ajos. Pero la verdad es que me siento como gato ronroneando en su cojín en recovecos que tienden la alfombra al placer de permitirte estar contigo, con el autor y con los personajes del libro que llevas entre manos y, por fin, con quien elijas según te salga de los cojones.  Así de simple y complicado van resultando estos asuntos.
    Un café con personalidad es un dinosaurio en pleno siglo XXI. Existen sin embargo, luchan con puños y dientes en el intento de recrear el carbonífero, y si tienes la paciencia y el ojo entrenado te apuesto diez a uno que terminarás encontrándolo. Lo que soy yo, en cada ciudad he dado en el clavo y ahora mismo disfruto de mi particular trinchera en éste de la Avenida General de Veintemilla, a dos cuadras de la universidad donde trabajo.
    Todo café que se respete vuela en mil pedazos ese cliché tan apreciado en estos días: sólo considerar ambientes que duplican lo prescrito por revistillas de moda o sugerencias de mercadeo efectivo. Quiebro lanzas por los de toda la vida, donde he navegado a mis anchas sin la intromisión de esa baba pegajosa capaz de inundar los sentidos, urticar la piel, anular el pulso que requiero para poner en orden ciertas cosas importantes. Lo demás es historia pasajera, hendiduras sin calado, y va siendo por supuesto nada.