6/24/2016

Las piernas de una dama

    La anatomía humana se luce en las piernas de una mujer. Salir a la calle supone en ocasiones sentarse a contemplar, y hacerlo es en mi caso darme de frente con la estética femenina traducida en carne y huesos. Que unas piernas, cruzadas o no, erguidas  o no, bronceadas  o no, lleven el enigma a cuestas, existan con la música de fondo que más se parece a una nota de violoncello, a un solo de trompeta, a una descarga de piano, hace que el hecho simple de observarlas, de verlas pasar, cobre ribetes casi místicos a la espera del verde en el semáforo.
    Basta salir a la calle y morir arrollado por las piernas de Sheila o de Laura en el mercado, a un paso del parque al que te diriges con tus hijos, a dos metros de tu turno para usar el cajero de Banesco, y entonces te das cuenta, la seguridad de que existe el Paraíso te agarra por el cuello mientras Laura ríe a sus anchas y Sheila continúa su andar como si nada. La otra vez me senté en un banco de la plaza y columnas troncocónicas embutidas en sandalias y a veces en zapatos altos me llevaron a la Atenas de Pericles. Las piernas de una mujer tienen mucho de grecolatinas, la verdad sea dicha, y quien lo ponga en duda nada más échele un vistazo a las esculturas de Fidias para comprobarlo. Hay que ver, él pone su firma a diestra y a siniestra.
En esos monumentos griegos que son las piernas de una mujer en su vaivén está la piel al aire libre, o el nylon de unas medias que terminan allá arriba, en plenos muslos, o el jean mágico que todo lo acomoda, cómplice mayor, celestino irremplazable entre quienes juegan a la tentación en tierras de Afrodita. Sales a la calle, subes por la avenida tal, doblas a la izquierda, y ya en ese trayecto la pasarela que es esta ciudad alborotó hormonas y latidos, prescribió colirios, inventó imágenes devastadoras como un tsunami desde el pulgar hasta la ingle. Entras al primer café que se atraviesa en tu camino, vas directo a tu atalaya, pides el marrón, pides agua mineral, pides el periódico del día, entonces lees con inocencia lo que puedes y al apartar los ojos del papel la película es Fellini, la escena es Sophia Loren con las piernas al acecho. Sales a la calle y caminas en un campo minado, sales a la calle y te cubres por completo de peligro. No hay escapatoria.
    Lleno un cuestionario y me preguntan si tengo interés por cuestiones de avanzada, si comparto ideas o simpatías con movimientos literarios, ecológicos, políticos o culinarios. Blablablá. Respondo en una ráfaga que mientras siga en esta calle y vagabundee por la calzada, el único movimiento que me atrapa es el de las caderas de una dama. Basta la película que se desarrolla enfrente, disfruto un mundo metido de cabeza en ella. Suficiente con el erotismo desbocado en una esquina cualquiera.

6/12/2016

Todos los días

    Hay verdades ni tan ciertas y mentiras que parecen reales. Un amigo, que va a caballo entre la mitomanía absoluta y la sinceridad atroz, da cuenta de lo que digo. Es el vivo ejemplo de que para hacer de este mundo un lugar más habitable todos prefiguramos nuestras vidas en función de lo que llevamos en el saco. Y lo que llevamos en el saco, claro, se origina en el abismo de cuanto vamos siendo. No es concha de ajo: lo fantástico besuqueándose con la realidad monda y lironda, esa que inventó Descartes hace ya un caudal de años, y sacarle punta y además hacerlo con provecho.
    Pues nada, hay verdades que cobran su fisonomía porque nacieron de un embuste que para qué te cuento. Por ejemplo, mi amigo el mitómano cree ser escritor y nadie lo saca de sus trece. Se cree escritor con pruebas físicas al canto: un manojo de papeles rasguñados en la adolescencia. De escritores que no escriben y bailarines que no bailan está lleno el patio pero eso es lo de menos. Lo de más es el manejo de los hilos, edificar cierta atmósfera y no otra, inventarse un diente roto al más puro estilo Coll, que sabe muy bien de lo que hablo (¿o soy yo quien sabe al pelo lo que él dice?).
    Uno vislumbra algún futuro, rehace como le plazca el pasado y sumerge el presente en un caldo fantasioso tan necesario para la cordura como un par de aspirinas para la jaqueca. Si te pones a ver, el cuerdo es Don Quijote, el humano es Mr. Hyde, Teseo, y no el pobre Minotauro, es el malandrín de la comarca. Lo cierto aquí trasciende conceptos de diccionario, encerronas epistémicas, definiciones totalizadoras, es decir, lo real es así o lo irreal es asao y todos felices y a brindar, que se calientan las cervezas. Estás pelao, Wenceslao. Si este mundo fuese una caja de compartimentos estancos, júralo que tres segundos ahí equivaldrían a  la eternidad en los infiernos.
    Lo que soy yo, asumo que lo cotidiano tiene mucho que ver con mi caja craneana, o sea, le pongo desde adentro un toque de sal al estofado desabrido que se desparrama de lunes a lunes, al punto de que dos más dos a veces da cuatro pero en ocasiones cinco. ¿Quién se atreve a decir no? En el comercio diario de sonrisas, garrotes, vilezas, amores o mentiras, construimos significados, elevamos a alturas de vértigo lo cierto y lo falso, lo imaginario y lo que no lo es, única trocha para sumergirse hasta el cuello en la aventura de atravesar los días  con la ñapa de sobrevivir en el intento. Lo anterior es sencillo, pero no trivial, y por ahí se arma el lío que ahora mismo espanto de un puntapié en plena espinilla. Ya lo dijo Savater: “trivialidad es lo que se le queda en la cabeza a un imbécil cuando oye algo dicho con sencillez”. Eso es, no faltaba más.