1/29/2017

Obra y gracia de los sueños

    Hay gente que se atreve a bailar, a comer platos exóticos o a lanzarse montada en un kayak por las cataratas del Niágara, pero no a pensar. Pensar, lo que se dice vincular A con B para llegar a C, parece que cuesta un ojo de la cara.
    Lo digo por mí, claro. De adolescente, cuando juraba por todos los dioses que tenía salud de roca, que sería por siempre joven y que de ñapa era inmortal, imaginaba también que en el arte de mover las neuronas corría cien metros planos en nueve segundos. Fíjate qué forma tan común de creerse pensante, de  darle y darle a la materia gris, pero en reversa.
    Después, ya en la primera adultez, continué alimentando la seguridad de que día a día dibujaba el perfomance de alguien entregado a los quehaceres del intelecto. René Descartes en pleno siglo XXI, haciendo de las suyas con este graffitti pegado de la frente: pienso, luego existo. Y lo demás huevos de pato.
    Hasta que alguna vez soñé un sueño al mejor estilo Borges, o creí haberlo soñado, qué más da, o pretendí soñarlo pero ya ves, lo imaginé quizás sentado en la nada romántica poceta o en medio del profundísimo relax que a veces nos pesca metidos en la ducha. Lo cierto es que soñé o quise soñar que me soñaban.
    A partir de esa experiencia, que bien pudo haber nacido, como he afirmado arriba, en el nada filosófico baño de mi casa, terminé convencido de que ciertos hilos nos llevan y nos traen, nos incitan a amarnos o a odiarnos, nos meten de cabeza en un mundo que es baba onírica chorreada por otro mientras ronca a pierna suelta, ve tú a saber dónde, cómo, cuándo y por qué.
    Ponte a pensar (o mejor, ponte a creer que piensas) y vislúmbrate abrazado, acurrucado con tu novia. Mírate de cabo a rabo preparándote para ese examen del viernes. Échate el ojo llevando a tu bebé en brazos y cuéntame. ¿Te parece de lo más interesante el sueño de alguien, donde existes por los pelos de un mosquito? ¿Reconoces una puesta en escena que es claro ejemplo de la siesta que supones nada menos que tu propia vida?
    Cuando descubrí que somos consecuencia de la resaca de un tercero, que formamos parte de alguna pesadilla, de cierta indigestión que nos echó afuera mientras el enfermo dormitaba largo a largo en un colchón, sentí casi tocar el misterio de lo humano. Créeme, jamás sospeché que al fin y al cabo todo fuese tan sencillo. Por eso hay gente noble y tierna como una fruta en su momento, o endurecidos al punto de competir con las piedras. Nacieron de un camarón sublime, placentero, luego de que sus soñadores practicaran el amor como bestias saturadas de afecto y de deseo, o son la evidencia tosca de sueños cuyo seguro antecedente fue dormir la mona después de una oscura decepción.
    La verdad es que por donde lo mires eres la obra magna, colorida, sublime de ese que te lleva en un bostezo y, quién se atrevería a lanzar un no, hasta emanación gaseosa de otro que te expulsó como ventosidad en sus rudos forcejeos con Morfeo. Es que todavía no salgo de mi asombro. Es que, dime tú si no, todo esto se cuenta y no se cree.

1/23/2017

El café de la felicidad

    De entre las cosas que suelo hacer con mis dos niños, leer juntos es quizás la que nos gusta más. Desde hace años labramos una secreta complicidad, savia y médula de algo que jamás abandonamos: meternos una tarde completa en los bolsillos y largarnos a nuestro café preferido sólo a aventurar entre la tinta y el papel.
    No ha sido difícil lograr que saboreen con gusto la palabra escrita, como no ha sido de mayor complicación llevarlos a comer helados. Claro, un libro es tan placentero como el sundae de chocolate si tienes el cuidado de presentarlo así, de vivirlo como tal.
    Aunque sus gustos son diferentes, Camila y Daniel piden el menú que mejor sienta al paladar que poco a poco afinan. Ella delira por historias juveniles donde chorrea cierto universo que se parece a sus sueños, esperanzas o elucubraciones, y él engulle comics que ponen patas arriba el mundo cuadriculado que soporta a diario en la escuela, en la casa o en los diálogos con los mayores. Y yo, lo que soy yo y alabado sean todos los dioses, me hago feliz, babeo alegría metido en mis papeles, ahí en la esquina de la mesa del Sweet and Coffee al que me traen para que mil aventuras revoloteen entre nosotros como ranas saltarinas de mano en mano, de silla en silla y de emoción en emoción.
    Si leer fuese una maldición divina los libros equivaldrían a la quinta paila del infierno. No es así. Sabemos que no lo es, pero sin embargo medio mundo se pregunta cómo hacer para que los niños y jóvenes se acerquen con curiosidad de gato hambriento a poemas, cuentos o novelas. Y quizás por ahí ande la clave, entre brincos a lomo de enigmas que despiertan apetito de saber. Un niño es muchas cosas  a la vez, pero sobre todo manojo de inquietudes con la interrogante siempre colgada del pescuezo. No conozco cajas de pandora tan sorprendentes como los buenos textos, como las buenas historias. Ésas pueden ser el gancho.
    La otra vez sonó mi celular y era Camila. Llamaba para hacerme el reclamo más serio que a sus once años había llegado a pronunciar. La hora de irnos al café se pasaba, yo no aparecía aún y ella, según sentenció, no aceptaría excusas. Hice a un lado lo que me ocupó, despaché con rapidez al latoso que pedía algún dato para el informe del jueves y, desanudando la atadura con esa burocracia que termina engulléndote aunque no te lo parezca, acudí a la cita más importante de este mundo.
    De lo demás ni te cuento. Las andanzas desde nuestra mesa transformada en océano para navegar como Simbad, el rostro iluminado de esa niña que tiene la gracia de Alicia en el País de las Maravillas, su sonrisa desbocada porque un trozo de tiempo compartido nos espera con los brazos abiertos, valen toda la riqueza que pueda imaginarse. Un libro, un café de la calle, mis pequeños conmigo y el universo entero rendido a nuestros pies. Nada más que pedir.

1/20/2017

Ver y no ver

    Hace poco di con un escrito que me pareció soberbio. Lo que leí, un texto sobre salud de esos que sirven para todo menos para curar, hizo las veces de relajante en su más genuina significación, es decir, me olvidé de los problemas y me concentré en historias médicas  -horrible pasatiempo, ya lo sé-   que vaya uno a saber por qué diablos terminan por encantarme. Conmigo ha sido siempre así, qué le voy a hacer.
   Lo cierto es que de la revista en cuestión no pude desprenderme hasta devorarla de un tirón. Ciento cuarenta y seis páginas de una pesquisa al más puro estilo Sherlock Holmes, donde una patología de lo más extraña, querido Watson, hace de las suyas con la complicidad del anonimato.
    Me explico: ceguera facial, que es como se llama la asesina en serie, consiste en un mal que pulveriza, que hace añicos la humana particularidad de reconocer rostros. Así como lo lees, te coge por el pescuezo semejante monstruo y hasta ahí llegaste compañero, entras de cabeza en un mundo desconocido, imposible de identificar hasta en sus más íntimos pliegues, ésos que tiempito atrás formaban parte de tu cotidianidad, de tus afectos, casi que de tus entrañas. Tu madre, tu mujer, tus críos, tu abuelita o tu mejor amiga van directo al hueco del inodoro. Apuesto cien a uno a que no tenías puta idea sobre el asunto.
    Total, que se me ocurrió de seguidas practicar un ejercicio de extensión. Son ciegos quienes no ven, por supuesto: Steve Wonder, José Feliciano o el señor que la otra vez cruzaba la calle con sus lentes de sol guiado por un Collie amaestrado. Pero en verdad tú o aquel otro o yo pulseamos la vida entera con tal oscuridad. Cualquiera que viste y calza como el mejor de los videntes es un ciego mondo y lirondo aunque nunca se le haya ocurrido siquiera imaginarlo.
    Así como descubrí la ceguera para los caretos, piensa en la gente que no ama y en esa otra que le pateó el culo a la bondad. Date cuenta  -menuda realidad que a diario nos aplasta la nariz-  de que el mundo se llenó de ciegos para el sentido común o para cuando menos olfatear esa cosa pastosa que llamamos lógica cotidiana. Embusteros compulsivos, mitómanos al por mayor, inventores de una realidad inexistente, hay de todo. Busca por los alrededores y verás cómo saltan los conejos: invidentes para el placer sexual -léase: anorgásmicos de toda ralea-, cegatos para la belleza, es decir, impedidos estéticos, etcétera, etcétera, etcétera. ¿Me comprendes Méndez? Quién lo iba a decir, todos los males habidos y por haber bebiendo de la misma fuente pestilente, esa venda en los ojos que alguien dejó puesta justo en el ganglio adecuado para activar el horror hecho totalidad.
    Todos somos unos ciegos redomados. Apenas medio vemos, apenas vislumbramos a un palmo de nuestras narices gracias a que aún no nos ponen el parche sobre el nervio justo. Ya la puntería del francotirador hará de las suyas y al demonio el mecanismo para percibir cierta alegría, algún sentido de justicia, la sensualidad más arrebatadora y, en fin, agrégale después lo que te venga en gana. La ceguera es nuestro santo y seña, no faltaba más. Jamás lo hubiese sospechado.

1/09/2017

Estúpido y feliz

    Parece que la estupidez produce dependencia. Mientras más estúpido se es, mayor dosis de estupidez hace falta para sentirse a tono. Hay quien jura que se acaba siendo estúpido o no en función del número de conexiones neuronales que dispone haciendo de las suyas por milímetro cuadrado. Qué va. Conozco a gentes que son neuronas andantes, sinapsis personificadas, y para qué te cuento, sus niveles de estupidez rayan en lo alarmante.
    Yo mismo, sin ir muy lejos, soy vivo ejemplo de cuanto he dicho arriba: siempre di por sentado  -¡menudo signo de estupidización!- que disponía de alguna célula nerviosa extra chapoteando en su nicho encefálico con sus compinches, pero fíjate, el otro día casi me asfixio en el océano de naderías al que me lancé de bruces desde que me conozco. ¿Para qué voy a negarlo si no hay alternativa? ¿Por qué decir no, si sí? La verdad sea siempre dicha, duélale a quien le duela.
    Pero lo peor es cuanto afirmaba al comienzo, es decir, la adicción que parece instalarse prácticamente de por vida en quien se transforma en estúpido redomado. No sé tú, pero lo que soy yo jamás he visto un caso de restitución, siquiera a condiciones cuando menos dignas, de individuos mordidos por semejante peste. Eres estúpido y sanseacabó, lo vas a ser hasta el fin de tus días. Ahora bien, lo otro, la estupidización repentina o por etapas, sí que ocurre a diario en este mundo, que por algo te lo digo con la seguridad de quien tiene a Dios agarrado por las barbas. Pero como de adicciones es que hablamos, créeme que no hay estupefaciente más poderoso. Un estúpido por los cuatro costados hará lo inimaginable para incrementar su cota, para no abandonar nunca ese paraíso artificial que lo engulle de pe a pa. No basta la estupidez llana, existe tal gradación que, una vez entrados en ella, sólo conoces el ascenso sin techo ni parangón. Triste pero cierto, realidad monda y lironda que te aplasta a cada rato las narices.
    Todo adicto a la estupidez depende de esa estupidez en forma directamente proporcional al coeficiente de felicidad que lleve metido en las entrañas  -para lo que tratamos aquí, uno y otro término, o sea estupidez y felicidad, valga la redundancia, son sinónimos absolutos-, lo que demuestra una cuestión de Perogrullo: mientras más feliz más estúpido, y mientras más estúpido, pues más feliz.
    En fin,  y sirva otra vez mi humanidad como ejemplo, he llegado a esta edad siendo un hombre no menos que felicísimo, para decirlo con todas sus letras. Mientras, dejo ya de escribir estupideces, que en algún momento hay que parar, aparte de que se acaba la página. Que pases el mejor día.

1/03/2017

Sueños

        La otra vez soñé que desaparecían los adultos y cuando por fin desperté créeme que casi rompo a llorar. El mundo había cobrado el aroma de la infancia, era otra vez un lugar que chorreaba aquella sensibilidad ahogada por la madurez, es decir, lo cubría una pátina pueril, adolescente, de eterna juventud o qué sé yo como llamarla, cuya presencia me lanzaba otra vez al lego, a la fantasía y a los pantalones cortos.
    Desaparecen los adultos como por arte de magia. En ese sueño fascinante resultaba imposible preguntar por qué, indagar la suerte de tanta gente entrada en años. Desaparecían y ya, y punto, y se acabó. Como en un videojuego olvidado  -recuerda el Pacman de los primeros tiempos-, terminaban engullidos, chas chas, por vaya uno a saber qué monstruo virtual haciendo de las suyas.
    Niños, hay nada más que niños. El mundo tiene rostro lúdico, cuerpo de bebé envuelto en pañales. Este planeta huele a chupeta, a chicle bomba, lleva en las entrañas esa inocencia típica del joven para quien únicamente existe el hoy en día. Un carrusel, un triciclo, una patineta, adornan el paisaje que es también el enigma del vacío de arrugas, de la inexperiencia por donde la mires. Soñé que desaparecían todos los adultos, chao pescao, y juro por Dios que me sentí de lo mejor, relajado entre las comiquitas de las cuatro y las historias de la abuela después de ir a cenar.
    Un universo sin adultos, quién lo iba a decir. No me preguntes cómo ni de qué manera, pero de semejante realidad se desprendía cierto sabor gelatinoso, imperecedero, tan dulce como puede ser un buen recuerdo en el trajinado paladar de la memoria. Ese mundo despojado de adultos que soñé el otro día, te lo digo con tristeza y sin que me tiemble un músculo del careto, merecía algo distinto que desfallecer metido en su burbuja, pinchado por el día mondo y lirondo que te baña el rostro con un vaso de agua helada cada amanecer.
    Pero la verdad sea dicha: lo disfruté mientras duró. Una noche, algunos minutos, quizás la misma eternidad. Repito, no preguntes, no indagues, porque carezco de respuestas. Lo único tangible ha sido la bendita ausencia, el no estar de la adultez, ese polo opuesto al imaginario infantil despanzurrado gracias a la pacmanía y su furia desatada. Un hombre maduro, y otro, y otro, caminando con los ojos vendados por la tabla del barco pirata que estuvo siempre ahí, en el parque temático de mis diez o doce años. Hombre al agua y lo demás seguirá igual, como si nada.
    Existen de veras las hadas, Santa Claus ríe a mandíbula batiente desde el Polo Norte, las brujas vuelan encaramadas sobre sus escobas. Desaparecen los adultos y, cosa curiosa, en el sueño permanezco inmune, tan campante, como si una coraza de niñez, parecida al escudo de Batfin o al entramado de superpoderes que siempre envidié a Ultrasiete, me envolviera de cabeza a pies.
    Desaparecían los adultos, sí, y el mundo era un libro de cuentos, de fábulas sin fin.