1/02/2010

Para fumadores

Fumar, afirma alguien sumergido hasta la coronilla en el gran vicio, “ése sí que es un placer”. En tales honduras me ha dado por meterme, ante lo cual añado lo innegable: un tabaco luego del café llega de perlas, justo a la hora en que asoma sus colmillos la modorra postalmuerzo, especie de aura catatónica que se presenta así, como una liviandad inocua, para de a poco arremeter con el peso de una roca en cada párpado. Viéndolo bien, fumar tiene sus uñas calando de lo más hondo. Después de la cópula amorosa muchos sostienen que el cigarrillo es un auténtico broche dorado. No faltaba más, pasar del jolgorio y del jadeo, de la carne hecha explosión a la quietud más absoluta entre bocanada y bocanada, tiene su cuota de sentido, aun cuando semejante escena a estas alturas sea cliché, rutina cinematográfica, marca hollywoodense usada y registrada hasta que se diga lo contrario. Fumar, si a ver vamos, goza de salud envidiable gracias a la resistencia heroica de los fumadores, asunto que a mí, para nada dado a escuchar razones que otros más desocupados y un tanto entrometidos lanzan a los cuatro vientos (siempre con la linda intención de convencer al prójimo, digo, convencerlo de que llevarse un pitillo a los labios es cosa mala, mala, mala) me encanta y me llena de renovadas esperanzas en el ser humano, pues nada peor que andarse por ahí anhelando que otro cambie mientras que quien ardorosamente lo desea resulta la inmutabilidad en pasta. Qué va. Yo vislumbro la cuestión desde otros ángulos. Y es que la nobleza del fumar trasciende al vago que se echa día y noche en brazos de la Polar y de la Belmont. Fíjese que no muy lejos (de la nobleza, aclaro) anda la pipa de la paz, especie bastante alentadora sobre todo por lo que representa en el preciso instante de firmar cualquier fin de cualquier guerra. Fumarla, más temprano que tarde, es el horizonte que pretende definirse, la salvación que todos ansían, el humo pacificador que nadie osaría no respirar. “Fumar es un placer, sensual...” dice la letra de un tango. Nada más y nada menos: de los arrabales al Olimpo, de los mismísimos antros a la garganta de un Gardel. Bogart, el mítico Bogart, sabía de estas cosillas, y ahí queda para siempre su imagen a fuerza de talento, pero también de cigarrillos ladeados que serán lo que usted quiera menos un accesorio como otro. Por supuesto que fumar no es cualquier cosa, y por tamaña verdad, en vez de la muy desabrida “se ha determinado que el fumar es nocivo para la salud. Ley de impuestos sobre cigarrillos”, debería ocupar su lugar un verdadero anuncio, nada restrictivo y por completo alentador, algo así como el subrepticio mensaje que traería aparejados trozos de felicidad, de cielo en las entrañas de la Tierra: “se ha determinado que fumar tiene su lado bueno, mire usted cuánto de humano recogido en una cajetilla”. Porque, la verdad sea dicha, entre lo humano y lo divino se pasea este noble vicio. No en balde un personaje novelesco, de cuyo nombre no me acuerdo ahora por más que le exija a la memoria, sentenció con meridiana lógica lo que era digno de esperarse, es decir, “al cabo de unos días culminó Dios la creación. Vio que lo creado era bueno. Entonces encendió un cigarro”. ¿Quién podría dudarlo?. En el Don Juan de Moliere, la escena número uno del acto primero inicia con el parlamento de Sganarelle, quien lleva una tabaquera en la mano y suelta como si nada lo siguiente: “Digan lo que quieran Aristóteles y toda la filosofía, no hay cosa alguna que iguale al tabaco; en él cifran su pasión las personas bien nacidas, y quien sin tabaco vive no merecería siquiera vivir”. Menudo golpe sobre la mesa. Suscribo esa idea, claro está, porque me quedo con el humo a mediodía, con Moliere y con Sganarelle, con el personaje novelesco de lógica sabia y cortante, y con el señor Bogart. Me quedo, por supuesto, con la pipa de la paz y con las bocanadas que suceden a todo encuentro amoroso que se respete. Y me quedo, también, con “Un cigarrito y un café”, clásico gaitero que sonó a millón alguna vez por estos lares. Con todos ellos me quedo.