9/27/2013

El hombre que meó en la esquina

    A lo mejor me estoy poniendo viejo, pero últimamente he visto a muchos con la bragueta abierta arrojando orín como si nada en las esquinas. Y la verdad es que me toca los cojones el asunto.
    Voy en el carro, mi hija ocupa el asiento de atrás. En plena calle un tipo se pone de frente a la pared y descarga la vejiga, se deleita contemplando el chorro, para él no hay diferencias entre la poceta y la avenida. La niña pregunta a quemarropa: papá, ¿qué hace ese señor ahí? Entonces, porque deseo darle la espalda a la cuestión, invento una de Disney mientras el retrovisor recoge a un perfecto hijo de puta guardándose el miembro, feliz después de mearse en el alma suya, mía, de todos.
    Tengo la impresión de que los años van haciendo su trabajo conmigo. Tiempito atrás me hubiese limitado a observar la escena, a mascullar entre dientes ojalá que se te pudra el pito, so cabrón, y pues nada, a seguir mi camino con Michael Bublé desde el estéreo y su You and I, que vale la pena escuchar sin mayores perturbaciones. Pero ahora me revienta a la ene, me quema la sangre el atrevimiento de un vago y un inútil hecho un cerdo borracho de cerveza, meando en la vía pública porque aquí estoy yo si no me han visto.
    Antes había un poco de respeto, cuando menos. En los tiempos de mi abuela o de mis padres valían más tu nombre y tus acciones que todo el oro de este mundo y eso fue lo que bebí en la casa, desde que era un tripón creyéndose inmortal y joven para siempre, y eso fue lo que aprendí en la escuela, porque de nada sirve que te llamen doctor o lo que sea si terminas siendo un patán y un sirvengüenza. Pero como les venía diciendo, me invento una de Disney, continúo la marcha observando en el espejo la imagen que se repite dos o tres veces por semana y hay que ver, todo bien gracias, es que somos tan modernos y tan siglo XXI que un tipo rociando úrea pantalón abajo en los jardines de la acera es cool y es cosa de los nuevos tiempos, no me aprietes los cojones.
    Imagino, mientras el retrovisor pone al alcance de la mano a este señor que sigue su camino vacío de orín y eructando cervezas, que se detiene un carro de la policía, que le dicen al oído oye, capullo, ¿dónde aprendiste a satisfacer públicamente tus necesidades?, y entonces lo agarran por los huevos alzándolo en peso para echarlo al fondo de la jaula. E imagino también que en las mazmorras el caballero en cuestión aprende, vía sus colegas de pernocta, a utilizar un urinario, a mear en privado, en el baño pues, como Dios manda, y hasta a bajar la palanquita.
    Pero dejo de pensar. Enfrente un semáforo cambia de amarillo a rojo. Me detengo. Los vendedores de espejitos saltan a la vía, los saltimbanquis reanudan su función y el hombre que meó en la esquina dos cuadras atrás se pierde contento, silbando a lo lejos.

9/21/2013

Un clásico

Don't throw it all away our love. Un cásico del grupo Bee Gees. Dejo el enlace:

http://www.youtube.com/watch?v=MvYdJky2DbI&list=PLEDA912AF83F9DF15

9/20/2013

Plagas y cafés

    Me gusta escribir y leer en los cafés. Aprecio mucho más a las ciudades por ese regalo invalorable que extienden desde bulevares, plazas o locales mínimos abriéndose paso en las aceras.
    Tengo amigos que llaman pan al pan y vino al vino,  es decir, van a los cafés con ánimo de chismorreo, se dan de bruces con la gente, con el día a día empaquetado en un guayoyo o un marrón, y de ahí al trabajo, al hecho cotidiano que se repetirá sin falta durante toda la semana y listo, se acabó, mañana será otro día. Yo, que le busco la quinta pata al gato, resulta que los considero espacios para la contemplación, sitios donde la vida va y viene en plena ebullición, en completo estado de entrecruzamientos permanentes, por lo que llegar a ellos, tomar asiento, observar en silencio, abrir un libro o escribir este artículo mientras enciendo un tabaco se parece mucho a un ritual sin el que la tarde no muere, no se completa del todo. Un café es ese Aleph donde todo existe y confluye: la azarosa trashumancia de nuestra cotidianidad que es posible acariciar con las manos.
    Es impresionante lo dispuestas que andan las personas a hablar de cualquier cosa mientras el con leche se termina. Para ellas la mesa de un café no se distingue de una de billar o de ping-pong, no presenta mayores diferencias con la de un bar o con la de un tahúr. Un café, lo que se dice la mesa de un café, es para mí templo sagrado en el que busco reflexionar en paz cada pendejada que me atraviesa las sienes, y en consecuencia llego a ella con la actitud del peregrino subido al altar de sus dioses para desde ahí trajinar mejor sus dudas, sus enigmas, sus interrogantes. En los cafés leo, y leo mucho, y también escribo y miro atardeceres y pienso y luego existo, claro, y hasta mando para el mismísimo carajo a media humanidad y a la madre que la parió (políticos e intelectuales en primer lugar, no faltaba más). En fin, sentarse en un café tiene para este servidor connotaciones distintas a las de la mayoría, qué le voy a hacer, lo cual genera situaciones lamentables de las que acabo por huir espantado tan pronto comienzan a manifestarse.
    Leo a placer, sobre la mesa dejo dos o tres libros que suelo hurgar como un roedor, mi libreta para anotar vainas también ocupa su lugar, el marrón humeante está donde debe estar, el fajo de hojas blancas, el vaso de agua helada, el tabaco entre el índice y el medio, y entonces Julio o Pedro o Luis José que interrumpen como les da la gana, y después Ramón y Bernardo, y luego Manuel, Francisco, Leandro, Antonio o Mario hacen lo suyo, aunque sólo falte sobre mi trinchera un letrerito que diga: “Se agradece no joder, coño, estoy leyendo”. Hay que ver cómo cualquiera te saca de lo que estás haciendo, hace de tu concentración una papilla que luego debes tirar por el desagüe. Es increíble la manera en que te encuentran absorto y qué diablos, se sientan sin mediar palabra, te dan una palmadita y preguntan por tu suegra, llegan para saber qué lees, que escribes, qué piensas sobre la última bolsería de Nicolás Maduro o sobre la goleada que le propinaron a la Vinotinto.
    Mi abuela hablaba de respeto, de consideraciones, solía decir que era bueno practicar el arte de ponerse en los zapatos de los otros. Eso intento cada minuto de mi vida.  Lo último que deseo es terminar siendo un moscardón zumbante en orejas de terceros. Pero cómo abundan, santo Dios. Cómo se multiplican estos bichos.

9/15/2013

Chavez's Legacy, de Ari Chaplin

Excelente reseña del Dr. Fernando Mires a propósito del libro Chavez's Legacy The Transformation from Democracy to a Mafia State (University Press of America, 2013), de Ari Chaplin. Vale la pena leerlo. Dejo aquí el link de la reseña en cuestión: 


9/13/2013

Sueños a mediodía

    Hay quienes piensan la vida como algoritmo, o ecuación, es decir, fórmula  prefigurada que transitamos partiendo de A con ánimo de llegar a B. Y se acabó. Menuda forma de atravesar este valle de lágrimas, o de alegrías, o de las dos según se vea.
    En lo personal me gusta andar caminos que sin duda complican las cosas pero terminan obsequiando trozos de felicidad que para qué te cuento. El asunto exige una dieta a contrapelo de cuanto aparece en el diccionario, en las escuelas, en los libros de Coelho y demás recetarios por el estilo. Para medio mundo hurgamos, registramos, intentamos aprehender esto que llamamos existencia porque somos bichos capaces de pensar. La razón, entonces, como faro, Descartes  transformado en sumo sacerdote y punto: el saber llegando por añadidura. Me parece que la savia de lo que nos rodea, de la vida hasta su último filón llega además en función de otros modos de escudriñarle la nariz. Otros mucho más asombrosos, eficaces, enriquecedores.
    Para demasiada gente existir es respirar tranquila en la chatura de sus días. Piensan, claro, luego existen. Yo incluyo en el asunto a la fantasía monda y lironda. Los sueños, la imaginación, lo que tantas veces se esconde debajo de la alfombra es también una manera de buscar, es otra ruta de aproximación a lo que vamos siendo, ojo fabuloso que despliega mil y un horizontes imposibles de contemplar si lo desechamos sólo porque las actividades cotidianas hacen de la razón deidad única y totalizadora.
    Creo que la imaginación es una cantera de pensamiento extraordinario, los sueños una callejuela con mucho que decir a propósito del conocer, la fantasía un mecanismo de relojería sin parangón a la hora de vislumbrar facetas, perfiles, rostros nuevos del vivir incapaces de dibujarse a plenitud cuando nada más utilizamos para ello el herraje de un puñado de neuronas haciendo sinapsis cartesianamente. Qué va, no somos bípedos razonadores: en verdad somos animales que sueñan, lo cual es bastante más ambicioso y divertido que andarse por ahí como si con lo primero obtuviéramos de golpe las llaves del Paraíso.
    Desde que nacemos la mayoría se empeña en acabar con el iluso que llevamos dentro, estupidez que procura seres de lo más formalitos, adultos planchados y almidonados buenos para despellejar los días y las semanas a fuerza de cruda razón pero castrados para dar un paso más: correr a sus anchas por otros recovecos, justamente los que exigen usar el lado oscuro del cerebro, tomarse unos tragos con Dionisos, levantarle la falda a ciertas damas circunspectas. La verdad es que poco aprendemos a soñar. Poco hacemos por darle una palmadita en el hombro al niño que en el fondo puede hallar nido en nosotros, al punto de que la realidad termina cuadriculándose en función de un arcoiris blanco y negro. Triste, muy triste, pero cierto.
    Prefiero el mundo como ovillo. Me gusta verme como gato zaranjeando ahí, maraña de estambre y pelos y descubrimientos. El mundo, desde luego, sin corbata y sin paltó. En eso creo de cabo a rabo. Cada quien con sus vainas.

9/07/2013

El otro mago

I
    Ya sé que la magia no existe. No como la he entendido desde niño: algo, un no sé qué que te permite sacar conejos de un sombrero, transformar piedras en palomas o lograr que un vaso de agua se convierta en papelillo.
    A mi edad créeme que no estoy para cuentos. Uno vive su vida, estudia ingeniería, plomería o se mete a taxista, y lo otro es alimento para demagogos. Los magos quedan para historias fantásticas o novelitas rosa de las que andamos hasta los dientes.
    No, es que no estoy para cuentos. De muchacho sí, es decir, a los once o doce años iba a casa de Tomás o Jeremías y en un santiamén todo adquiría tonos pastel. Pero la magia, lo que se dice la magia, dicen que hay que buscarla dentro de uno, en el fondo, y creer en ciertas posibilidades. Para eso están los sesudos que chorrean pavadas a diestra y a siniestra. Pero lo otro, esa urdimbre de malabarismos típicos de feria surge prácticamente de la nada. La felicidad al alcance de la mano. El asunto consiste en pasarla bien.
    A veces, al salir tomado de la mano de mi madre y tropezarme en las aceras con gente apurada que iba de aquí para allá sin fijarse en los demás, como incrustada en un tubo que alguien después arrojaba a la vida y a las calles, jugaba a imaginar que una de ellas terminaba con el pie metido en algún hueco que se la tragaba por completo. Jamás pude acertar, en ningún momento se cumplió lo que pudo haber sido mi truco favorito, resultó imposible hacer que las circunstancias obedecieran eso que ordenaba gracias a una varita imaginaria.
    Crear mundos, alzarse con todo el poder y coger al toro por los cuernos  -el toro de la realidad embrujada desde tus hechizos, quiero decir-, repito,  nunca se me dio así como así. Yo soy un descreído sin remedio, asunto que agrava  todo el lío de modo que aún en la primera infancia rechacé lo que otros niños aceptan sin mirar atrás. Transformar la realidad, aparecer y desaparecer objetos con un chasquido de los dedos, convertir mi almohada en oso y, en fin, dominar el arte de transformar el plomo en oro, todo, absolutamente todo esto no ha tenido un ápice que ver conmigo.
    Mientras Raúl o José Luis volaban como Supermán o hacían de las suyas al más puro estilo de Merlín, mi yo interior andaba seguro de sus limitaciones. No me luciría con poderes extraordinarios y demás hierbas parecidas. La magia era para los magos, y los magos, caballero, vaya a buscarlos en los circos, no en un miércoles cualquiera mientras tomas el taxi para llegar por ejemplo al aeropuerto.

II
    Estudiar literatura, mi viejo dice que estudiar literatura es una vaina para ricos. Ven acá, muchacho pendejo, coge el teléfono, llama, toma, ya mismo  pídele trabajo a cuanta empresa se te enrede entre los ojos y el dedo índice. Coge el teléfono y repasa las páginas amarillas, paséate por ellas, insiste, insiste, dices que estudiaste eso, literatura o como se llame, ajá, dices eso y pides un trabajito, anda. Entonces me cuentas.
    Mi viejo jura que me moriré de hambre. Tu primo Ernesto, tu primo Carlos, tu primo Antonio, esos son tipos serios: odontólogo, contador, abogado. Tú eres tan inteligente, qué carricito tan inteligente, puedes estudiar lo que te dé la gana y mírate, feliz porque pasarás hambre de por vida.

III
    Cierro los ojos y me veo sentado. Percibo la dureza de las tablas. Estoy en un circo, uno de esos miserables y tristes que recaló en el pueblo como barcaza de segunda que toca puerto en medio de trasatlánticos o yates. En el escenario un personaje conocido realiza trucos mientras la mayoría aplaude. Una gallina sale de un saco vacío, un palo de escoba pasa a ser ramo de flores. Me encuentro en lo alto de las gradas, hechas con tablones  superpuestos encajados a otros mediante piezas de metal unidas con tornillos a diversos aparejos. El mago, vaya sorpresa que me llevo, es también el carnicero del mercado. Las veces que acompaño a mi madre para ayudarla con las bolsas de chuletas o bistecs, ese señor es el que atiende. Quién lo hubiera imaginado, ahora es mago en este circo. Es que ya lo sé, no existe la magia como no existe Santa Claus o el Hada de los Dientes o toda esa palabrería con que pretenden adornar la infancia. Sé muy bien que Supermán tampoco vuela, que Hulk ni es verde ni vive en parte alguna y sé también que los milagros, los de antes, los de ahora y los que llegarán en el futuro son ensoñación monda y lironda.

IV
    Como la magia hace plaf al estrellarse contra el suelo, prefiero ir sobre seguro. La gente se persigna, las señoras ponen el Ave María Purísima en sus bocas y el asunto fluye, dicen ellas. Para hallar cosas perdidas o para rogar un favorcito en pleno vendaval la magia sirve para el sosiego o para la resignación. También para que no se acabe la esperanza. Yo no. O estudio o me liquidan en el primer examen. O me gano el pan o nadie me va a multiplicar los peces. O hecho afuera todo el sudor de este mundo o al diablo, jamás llegaré a esa línea del horizonte que busco trasegar. Entonces nada, clavos, martillo, cincel, neuronas, braga de trabajo y adiós padrenuestroqueestasenloscielos. Chao suerte, hola romperme el lomo en la faena. Adiós señor improvisado, salud diez horas diarias con el culo aplastado en una silla pegándole a las teclas.

V
    A las teclas, sí. El viejo estaba equivocado. Ni cogí el teléfono ni patiné sobre páginas amarillas. Soy un escritor, así como lo lee: es-cri-tor. Peor que estudiar literatura, ya lo sé. Aún escucho sus palabras, el grito al cielo, la condena eterna, el desengaño final, definitivo, porque tu primo Ernesto, odontólogo, y tú un bueno para nada que terminará arrasado por quién sabe qué cosa, vencido por la vida, hecho polvo por la estupidez.
    Un caso perdido, eso es. Y aunque la magia pertenece a  Disney fíjate que desde hace mucho me la paso hurgando en algo que se le parece. Es decir, no hay varitas mágicas, no soporto a Harry Potter, tampoco trago a un Copperfield lleno de embustes, de glamour rosé y toda la parafernalia, de chicas guapas y un talento discutible, pero meto las narices en ese espacio extraño que es la fantasía. En semejante plano he aprendido a navegar. Un escritor crea fantasías, un escritor engaña a su manera y ese engaño debe estar lleno de verdades o estarás jodido compañero, o nadie creerá el embuste que cuentes en doscientas treinta páginas.
    En fin, que soy escritor, a mis veintitrés años soy un escritor que no estudió literatura y que a estas alturas seguiría siendo la vergüenza de su padre, que Dios lo tenga en la gloria. Un poemario, ni medio en el bolsillo, una novela negra, dos libros de cuentos, otro de ensayos, todos más o menos aceptados por esa señora extraña que dieron en llamar “la crítica”. 

VI
    Por lo general voy a un café y me entrego. Desde hace tiempo llego a mi mesa favorita, como el circo a mi pueblo y como el barco de segunda al puerto, para cumplir la tarea que tarde a tarde realizo como un quehacer sagrado: escribir. A las cinco y media El Diente Roto me espera con las sillas dispuestas. Entro, el rincón acostumbrado, café, agua mineral, tabaco, hojas blancas, bolígrafo barato. “El demonio que me habita” salió en este lugar, así como “La ventana de la casa azul” y “El reino del unicornio”.
    Mi mesa preferida está ubicada justo bajo el bombillo que ilumina parte del salón principal  cuya luz se cuela a través del pasillo que termina en otra sala, más amplia que la primera pero también más bulliciosa. La historia es simple, una línea recta que culmina en gancho al hígado: alguien escribe un cuento sórdido, erótico, oscuro. Un personaje cuenta lo que ocurre, siempre en primera persona, entre una mujer joven, dedicada a la pintura, y un hombre algo menor cuya aspiración es darle forma a su primera novela. Él escribe y mientras escribe la observa y mientras la observa día a día, a cada instante y con pasión obsesiva, crea la obra maestra que luego llegará, por fin, a los anaqueles de las librerías. Un reality literario, no cabe la menor duda.
    Ella también está ahí, la chica de la barra. La chica de la barra pide un Johnnie Walker en las rocas y luego del primer sorbo pasa la vista alrededor. Me ve pero no me ve, es decir, yo escribo y fumo pero todo indica que soy un pobre bicho que no vale la pena contemplar. No se percata de que estoy. Me mira pero no me mira. “Me observan, luego existo”, variante cartesiana que viene muy a cuento a propósito de las circunstancias. Moraleja y conclusión: soy poco menos que un insecto.
    Cruza la pierna y desde su asiento la chica de la barra es Venus emergiendo de su vaso, la Venus del whisky que ya va por la mitad. La falda es corta y el hecho de estar sentada la hace más diminuta aún. Piernas de infarto, cintura de infarto, subo la vista: tetas de paro cardíaco. La Venus de la barra bebe sola, bebe a placer mientras el insecto no le quita los ojos de encima y escribe y sueña, y escribe y recuerda la varita mágica de aquellos magos de pueblo y ojalá funcione, ojalá, ojalá, ella dispuesta para mí al calor de un hechizo, de Merlín, de Copperfield, maldita sea, pero ya sabes, ya lo requetesabes, la magia es pasto de individuos tan distintos, tan poco yo, tan imposibles para mí, qué se le va a hacer.
    Voy a dibujarla con palabras. No, voy a filmarla, escenas a base de escritura. Uno, dos, tres, acción. Sílabas, letras que la encierran y la entregan. Una mujer sabe lo que tiene, una mujer de verdad, caballero, conoce al pelo lo que lleva entre las piernas y lo que guarda en medio de esa maraña de neuronas. Voy a filmar a esa mujer con mis palabras y la película final cobrará vida sobre estas cuartillas aún en blanco. Ella sabe lo que tiene y yo también soy capaz de adivinarla. Ambos lo sabemos, estamos aquí para encontrarnos. Otro Johnnie Walker, me mira, claro, sin mirarme otra vez pasa los ojos por mí y de esta no presencia en que me he transformado me atrevo, la atrapo, toco sus piernas, abrazo con morbo su cintura, la traigo hacia mí, hurgo en su piel, recorro sus hombros, bajo, continúo bajando hasta las nalgas, hasta llegar a la falda cortísima y meter las manos en el fuego que ya nadie va a apagar. Me mira, esta vez sí me mira y me percato de cómo sus ojos se sostienen en los míos.  Escribo, no hay apuros, no hay presiones. Va a ocurrir lo que tiene que ocurrir y nadie apuesta a lo contrario. No hay magia, no hay trucos, no hay espectáculo para la galería. El conejo hace juego con el estofado. Nada de chisteras.
    Escribo: “Pasa las manos por sus piernas, de a poco recorre la cara interna de sus muslos”, y al desprender la vista del papel noto que finaliza el movimiento, que cumple su parte con la devoción que pongo en el libreto. Continúo, insisto, escribo ahora: “bebe un sorbo, apenas se moja los labios lleva a su lugar un mechón de cabello despeinado. Suelta dos botones de su camisa semitransparente”. De inmediato la acción se superpone al guión en pleno desarrollo. Sincronía, total complicidad. “Me levanto, nos besamos, abandonamos el lugar porque el mundo, el sexo, la vida, nos guiñan un ojo desde afuera”. En efecto, me levanté y al acercarme nos besamos como si sólo importara arrojarse a unos labios que esperan, a ese juego de lenguas y saliva y jadeos para salir después al mundo que desde hace tanto nos reclama.  

9/03/2013

Fumo, observo, pienso

    La magia de la lectura tiene que ver con darle todo el crédito a cada cuartilla que nos pasa por enfrente, asunto que supone un acto de fe con clima religioso: es preciso creer lo que nos cuentan. De tal premisa la conclusión será una o ninguna, es decir, caeremos atrapados por la historia que el prestidigitador de palabras lanza como hechizo o simplemente el libro no habrá cumplido su tarea más importante: coger al lector por el pescuezo y llevarlo así hasta la página final.
    Seis de la tarde. Camila y yo vamos a nuestro café de costumbre. Leemos. Desde esta terraza las luces del crepúsculo cubren hasta la última molécula de todo y con ellas me gusta desmigajar cuentos, saborear un marrón, fumar el tabaco poco a poco. Créeme que la experiencia resulta extraordinaria. El silencio termina imponiéndose a pesar del tránsito, de la gente, de la calle en plena ebullición. Ella devora la Historia de Judy  y yo despacho Filosofía feroz, de Michel Onfray, que al fin y al cabo fue decepcionante.
    Onfray pretende una condición que no cualquiera alcanza: la de enfant terrible. Y no termina siéndolo porque su pretensión es evidente. En vez de arrojar verdades a contracorriente de lo políticamente correcto y se acabó, su puesta en escena no convence. Demasiadas luces de bengala. Mucho ruido y pocas nueces. Leo estos ensayos y pienso que el autor devino en un Eduardo Galeano francés, otro irredento que ya crecidito supone al universo binario desde las entrañas hasta la epidermis. La izquierda y la derecha, o sea, los buenos y los malos, permítanme reír a mandíbula batiente. El mundo en perfecto blanco y negro, el libro como puñado de señalamientos: contra los ricos, contra el imperio, contra las grandes religiones monoteístas, contra las elecciones, contra los gringos, contra el capitalismo, contra el liberalismo. Y hasta ahí. Un catecismo manoseado hasta el hartazgo por la izquierda dinosáurica latinoamericana. No hay propuestas, ni aporte intelectual, ni alternativas que trasciendan el lloriqueo simplón. Si el capital es el lobo feroz, el culpable de la miseria universal, de los piojos en las cabelleras del mundo o de la putería en París y en San Fernando de Atabapo, si las elecciones en las democracias occidentales son el golpe concebido para la dominación  de los pueblos, si un liberal es el vivo retrato de un apestado pululando tranquilamente por ahí,  ¿qué pone usted sobre la mesa, señor Onfray? ¿Dónde están los sustitutos para el acabóse? ¿Qué hacer para paliarlo? Silencio sepulcral.
    Enciendo mi tabaco, dejo los lentes sobre el libro aún abierto, observo a Camila en lo suyo, transfigurándose en hada, en pirata, en dragón. Sigo sus ojos, fijos en cada cuartilla que es el mundo para ella en este instante. Imagino la aventura que vive ya mismo, las imágenes que pasarán por su cabeza, la curiosidad, la disposición para el ensueño que la caracteriza, la creatividad en plena faena, regalándole voces, movimientos, vida a cuanto ofrece el autor embutido en cada línea.
    Es curioso, desde luego, pero leer resulta justamente eso, construir otra vez lo que de algún modo viene empaquetado a manera de propuesta por un demiurgo que llaman escritor. Sí, un libro es una compilación de sugerencias, un streep tease a propósito de las ideas y lo más interesante es que tienes participación directa, ayudas a desvestir, formas parte del elenco. No dejo de observarla, me encanta hallar gestos casi imperceptibles en su rostro, alguna sonrisa diminuta, el entrecejo fruncido apenas un instante después. Tal es la geografía del goce literario expresado en quien se acerca a una novela o a un fajo de poemas nada más que por placer. Camila navega los siete mares y está absorta. Eso es leer, resucitar lo que tienes entre manos, recrear la obra que se desata ante ti y hacerla tuya. Me alegra saber que a su edad ya lo disfruta.