Entre la anatomía humana y el lenguaje hay
un mundo de cosas que los unen. La mecánica de la una se refleja en el otro
como si un espejo hiciera de las suyas.
Es raro, pero a veces te pones a sumar peras con mangos y el resultado es
satisfactorio, contradiciendo sin piedad a Robert Malavé, profesor verdugo de las
matemáticas en la Upata de mi bachillerato. Total, que lenguaje y biología se
guiñan los ojos como adolescentes en eso de codificar discursos el primero,
pongo por caso, y el hecho de labrar sinapsis justamente para que ello ocurra,
en cuanto a la segunda.
Tengo la impresión de que andamos flojos de palabras. En la calle, en
los cafés, en la perorata amorosa que sostiene una pareja mientras se come a
besos a un palmo de esta mesa en la que escribo. Claro que sobran las ideas, cómo
no, desfiguradas, destripadas, aunque ideas al fin. Pero palabras, lo que se
dice el herraje para levantar lo que pensamos, eso sí que tiene todas las
carnes fofas. Faltan palabras y de qué manera, de modo que el asunto trasciende
el mero rollo de una visita fugaz al diccionario. Qué va. El lenguaje, nada menos que el lenguaje en una cabeza como la suya o la mía es manual de uso
elevado al plano de lo cotidiano, de la sindéresis lingüística -Dios, qué oración tan rimbombante-, del
sentido común trocado en universo de palabras y conceptos bien trenzados. O es
así o nos vamos todos al infierno.
Albahaca, comején, lujuria, por donde las
mires son términos proteicos, llevan oxígeno al sentido, regalan vida a cuanto
nos rodea. Dices rosa y ahí mismo captas el perfume. Dices orgasmo y levantas
una carga de explosivos. Pronuncias cada letra de una sentencia como libertad y
de inmediato se te pierde el horizonte. Caderas, nenúfar, gineceo, pruébalo con
las que quieras, la fisiología del lenguaje corre por debajo de eso que
llamamos comprensión. Andamos cortos de palabras porque somos náufragos en un
raro aquelarre: en vez de coger al toro del idioma por los cuernos resulta que
éste nos doblega, nos arrastra y nos aplasta. Mala educación, indigencia
intelectual, flojera al por mayor o simple mala leche, elige la que quieras,
pero es una verdad que te agarró por el pescuezo y no te suelta.
En quinto de secundaria me dio por suponer
que las palabras se parecían mucho a una molécula de oxígeno y que su expansión
correlativa, la sintaxis, era una maraña de arterias, un delta azuloso de venas
repartido en cualquier acto comunicativo. El cerebro bien oxigenado del
lenguaje daría luz verde a mil claridades de orden neuronal, de modo que
charlar, contar hasta cien, resolver un polinomio o aprenderse la lección de
historia bailaban abrazaditos el son de pegar sujeto y predicado para elaborar una oración con pie y
cabeza. En fin, todo párrafo bien trabajado terminaba por ser chorro de adrenalina
sobre la sedación cotidiana. Qué le vamos a hacer, razón tenía quien inventó el
lenguaje para luego desentrañar el universo. Lo primero es lo primero y después
que llegue lo demás.
Viéndolo bien un verbo en su punto, una
coma en su exacto lugar o el adjetivo o sustantivo irremplazable son una
erección a tope. Por eso el pecado mortal de la gramática vive luminoso en los eyaculadores precoces: antes de
seducir vaya uno a saber a quién e irse a la alcoba, arrojan el texto baboso de
cuanto sólo quisieron -pero no pudieron- decir. Lo expresado es otro cuento, ajeno por
supuesto a precocidades de cualquier pelaje. Moraleja y conclusión: hablamos al
revés y entendemos al contrario. Quién lo hubiera imaginado.