5/18/2015

Eyaculación precoz



    Entre la anatomía humana y el lenguaje hay un mundo de cosas que los unen. La mecánica de la una se refleja en el otro como  si un espejo hiciera de las suyas. Es raro, pero a veces te pones a sumar peras con mangos y el resultado es satisfactorio, contradiciendo sin piedad a Robert Malavé, profesor verdugo de las matemáticas en la Upata de mi bachillerato. Total, que lenguaje y biología se guiñan los ojos como adolescentes en eso de codificar discursos el primero, pongo por caso, y el hecho de labrar sinapsis justamente para que ello ocurra, en cuanto a la segunda.
    Tengo la impresión de que  andamos flojos de palabras. En la calle, en los cafés, en la perorata amorosa que sostiene una pareja mientras se come a besos a un palmo de esta mesa en la que escribo. Claro que sobran las ideas, cómo no, desfiguradas, destripadas, aunque ideas al fin. Pero palabras, lo que se dice el herraje para levantar lo que pensamos, eso sí que tiene todas las carnes fofas. Faltan palabras y de qué manera, de modo que el asunto trasciende el mero rollo de una visita fugaz al diccionario. Qué va. El lenguaje, nada menos que el lenguaje en una cabeza como la suya o la mía es manual de uso elevado al plano de lo cotidiano, de la sindéresis lingüística  -Dios, qué oración tan rimbombante-, del sentido común trocado en universo de palabras y conceptos bien trenzados. O es así o nos vamos todos al infierno.
    Albahaca, comején, lujuria, por donde las mires son términos proteicos, llevan oxígeno al sentido, regalan vida a cuanto nos rodea. Dices rosa y ahí mismo captas el perfume. Dices orgasmo y levantas una carga de explosivos. Pronuncias cada letra de una sentencia como libertad y de inmediato se te pierde el horizonte. Caderas, nenúfar, gineceo, pruébalo con las que quieras, la fisiología del lenguaje corre por debajo de eso que llamamos comprensión. Andamos cortos de palabras porque somos náufragos en un raro aquelarre: en vez de coger al toro del idioma por los cuernos resulta que éste nos doblega, nos arrastra y nos aplasta. Mala educación, indigencia intelectual, flojera al por mayor o simple mala leche, elige la que quieras, pero es una verdad que te agarró por el pescuezo y no te suelta.
    En quinto de secundaria me dio por suponer que las palabras se parecían mucho a una molécula de oxígeno y que su expansión correlativa, la sintaxis, era una maraña de arterias, un delta azuloso de venas repartido en cualquier acto comunicativo. El cerebro bien oxigenado del lenguaje daría luz verde a mil claridades de orden neuronal, de modo que charlar, contar hasta cien, resolver un polinomio o aprenderse la lección de historia bailaban abrazaditos el son de pegar sujeto y  predicado para elaborar una oración con pie y cabeza. En fin, todo párrafo bien trabajado terminaba por ser chorro de adrenalina sobre la sedación cotidiana. Qué le vamos a hacer, razón tenía quien inventó el lenguaje para luego desentrañar el universo. Lo primero es lo primero y después que llegue lo demás.
    Viéndolo bien un verbo en su punto, una coma en su exacto lugar o el adjetivo o sustantivo irremplazable son una erección a tope. Por eso el pecado mortal de la gramática vive luminoso  en los eyaculadores precoces: antes de seducir vaya uno a saber a quién e irse a la alcoba, arrojan el texto baboso de cuanto sólo quisieron  -pero no pudieron-  decir. Lo expresado es otro cuento, ajeno por supuesto a precocidades de cualquier pelaje. Moraleja y conclusión: hablamos al revés y entendemos al contrario. Quién lo hubiera imaginado.

Día a día