7/24/2013

Visión retrospectiva

    Mi hijo Daniel, que tiene seis años, pregunta a quemarropa: ¿cómo vemos lo que imaginamos? ¿Por qué, si los ojos nos permiten observar sólo hacia afuera, también vemos adentro de nuestras cabezas? ¿Cómo ocurre eso, papá? Respondo que la imaginación es una señora poderosa, que dispone de visión particular, que se ríe a mandíbula batiente de estos pobres ojos, en nada comparables con los de ella.
    Me observa con el ceño fruncido, luego hace una mueca con los labios y termina sentenciando: “tú no sabes nada de nada”. La verdad es que no le falta razón. Entonces pienso en las imágenes, en la ilustración mental que nos fabricamos acerca de mil cosas. Si los años sirven para madurar, para ennoblecernos o para hacernos peores hombres, por ejemplo, también el tiempo va fraguando en nosotros  -o nosotros en él, qué voy a saber yo-  cierto perfil en función de algunos hechos, de ciertos elementos que siempre han estado ahí, acompañándonos, presentes en el despliegue vital sin el que jamás nos convertiríamos en lo que somos.
   Para no ir muy lejos, vea usted, yo mismo tengo una imagen entrañable de los días de la semana. El lunes, no me pregunte por qué, es de una tonalidad verdosa y con cara de pocos amigos. El martes es oscuro, enmarañado, casi un sonámbulo con los párpados semicaídos, el sábado tiene forma de cubo azulado, el domingo es por completo amarillo, pálido y un poco calvo, y así. ¿Que de dónde saco tales referencias?, pues no tengo la menor idea.
    Un amigo llegó a confesarme que para él los números cambian de semblante a medida que ascienden o descienden a partir del cero y que los meses del año cobran fisonomía según los estados de ánimo que atraviesa al momento de nombrarlos, lo cual me pareció ya más plausible por aquello del inconsciente, de Freud y Jung y toda la parafernalia, aunque no dejó de sorprenderme. Le contesté que para mí la palabra ghetto evoca un paisaje de lo más especial, así como banana o cópula. La primera es colorida y también sórdida, lo cual va muy bien con lagos y sauces borroneados por una neblina espesa mientras que las otras dos traen enganchadas mucha saliva y cantidad de espuma a borbotones. Las cosas de la mente, qué ocurrencias. Pero el colmo de los colmos, exclamé, sucede cuando en el camino aparecen términos sofisticados: peróxido de hidrógeno, Linum Usitatissimum, adenosín trifosfato y demás palabrejas por el estilo. Entonces nacen formas danzarinas, muy claras, icónicas diría yo, que se abrazan con el alma, con la identidad profunda del término en cuestión. Fue así como me percaté la otra vez del porte risueño de un corpúsculo. Quién lo hubiera imaginado.
    Fíjese, haga el esfuerzo y fíjese bien cómo vislumbra usted a un ácido graso poliinsaturado. Es más, hagamos un ejercicio a cuatro manos, pongamos por caso la vesícula. Pensemos en su vesícula, o en la mía, ¿no es acaso atractiva por su colorido?, ¿ve esas líneas negro mate que la surcan de arriba a abajo y se ramifican hacia los costados?, ¿nota cómo resplandece en medio de otras partículas vecinas, amorfas, repelentes, nada llamativas? Es un caleidoscopio fascinante. Y no hablemos de la pleura o del humor acuoso.
    En fin, que Daniel tiene toda la razón: no pude responder a su pregunta, no sé nada de nada. Cuánta verdad en una frase.

7/18/2013

Tiempo

    De niño pensaba que los relojes eran un juguete más. Algunos de pilas y otros de cuerda, lo cierto es que a los cuatro o cinco años ese artefacto me parecía el colmo de lo misterioso, extraño hasta la saciedad, al punto  de que cogí el de pared, colgado en el comedor de una tía, lo desarmé como pude, hurgué todo lo hurgable que pueda imaginarse en semejante objeto salido quién sabía de dónde, hasta que alguien se acercó a la mesa para descubrir  -lamentos, regaños y promesas de castigos infernales proferidos de inmediato-  cómo manipulaba el cadáver de lo que momentos antes había sido “una reliquia traída de las Islas Feroe”, según palabras de la buena hermana de mi padre.
    Después de lo anterior ya no destartalé relojes ni los consideré juguetes, o cuando menos no los tradicionales, pero supuse que en ellos deambulaba, muy adentro, el tiempo dividido en horas, minutos y segundos. Veía el reloj de pulsera de mamá, me topaba con el despertador sobre la mesa de noche, observaba con curiosidad infinita las agujas, allá en las alturas del campanario de la iglesia, y juraba que en algún sitio secreto, en compartimentos llenos de telarañas, perdidos en el fondo de cualquier reloj estarían tantos minutos o segundos como fuesen necesarios. ¿Cómo serían? ¿Qué forma tendría las cuatro y media? ¿A qué olería las tres en punto? ¿Eran las horas unas señoronas gordas tal como las imaginaba?
    El tiempo llegó a adquirir ribetes de obsesión. Empecé a figurarme historias de miedo vinculadas con ciertos espectros de la relojería universal. Al caer la tarde y a medida en que se aproximaran las doce de la medianoche crecía en mí un desasosiego imposible de frenar. El reloj también era cosa de brujas o fantasmas. Drácula metido en mi cuarto gracias a la literatura y gracias, cómo no decirlo, al Casio que estrené ese año luego de las fiestas navideñas.
    Los segundos, los minutos y las horas guindaban de las muñecas de la gente, se hallaban sin duda en aquellos aparatos saturados de muñones ínfimos, tornillos diminutos y engranajes fantasiosos, es decir, habitaban una geografía particular. Pero los años, lustros, décadas y siglos implicaban ya otro asunto: exigían nuevas palabras, nombres diferentes como calendario, almanaque y demás cuestiones por el estilo. Una hora no cabía en el mes de agosto pero el mes de agosto, sumado a septiembre, entonces sí calzaba sin problemas en la agenda del setenta y seis que mi viejo usaba para anotar qué sé yo qué. En una agenda, fíjese, existía un año completo, entero de cabo a rabo, en un lustro cinco, en un siglo cien, y en todos esos almanaques perdidos que me tropezaba a veces en los desvanes o en las gavetas del cuarto de la abuela, ¿cuánto, cuánto tiempo cabalgaba en ellos? ¿Cómo lo ocultaba el calendario o de qué mágica manera se hallaba apretujado en el almanaque de la Mueblería Troya?
    Una vez le pregunté a mi padre y me miró sonriendo. Contestó que a él también le llamaba la atención todo ese lío pero que lamentaba no poder ayudarme: tuvo la mala fortuna de crecer sin develar el enigma. “Y ya sabes, hijo, los adultos andan luego pendientes de otras cosas”. La maestra también fue objeto de mis interrogantes, y como si mis inquietudes no existieran, se limitó a decir que me estuviera quieto. La odié un montón pero al tiempo la olvidé. Suelo perdonar, vivo sin rencores.
    Juro que hice lo posible. Traté por todos los medios de dar en el blanco, de descubrir la verdad, de encontrar una hora o cuatro décadas o medio siglo agazapados, escondidos en algún lugar del reloj colgado sobre el pizarrón verde, en el salón de tercer grado. Crecí y ya ven, no lo logré. Me hice adulto pero no lo oculto: aún se arrastra en mí el gusanillo de la duda. Todavía sigo buscando, quién sabe, a lo mejor un día de éstos el sol sale para mí.

7/10/2013

Dedos



    Créame, hay extensiones de uno mismo con identidad particular. Me explico: existen partes de lo que somos que, llegado el tiempo, adquieren personalidad, cobran vida aparte, cuentan más de ellas que de nosotros, lo cual me llama mucho la atención.
    Por ejemplo los dedos. Llevo días observándolos. Andan por todas partes colgados de las manos y cada uno de ellos, junto a los otros nueve, se expresa a propósito del mundo en que vivimos. Y no es para menos, ¿quién en su sano juicio podría atravesar como si nada la polvareda que nos cubre?
    La otra vez, sentado en una mesa del café al que acudo con frecuencia, vi a una señora abriendo su cartera. Una señora abriendo su cartera es la imagen más cotidiana de este mundo, pero si te detienes un segundo, si pones el foco sobre el coro al que dan vida sus falanges, verás que hablan de lo lindo. Hay dedos nerviosos, hay otros serenos, casi monjes contemplando. Los he notado alegres, pensativos, ojerosos, lascivos, eufóricos, deprimidos. Hay de todo.
    No, no necesariamente lo que cuentan (en ocasiones cuentan de verdad: uno, dos, tres, suman o restan) es reflejo o copia fiel de Rodrigo, Juan o María. Ya lo he dicho, en conjunto adquieren autonomía y presencia, suficiente para obviar al organismo del que al fin y al cabo se desprenden como vitales excrecencias. Entonces me divierto siguiéndolos con la mirada y tengo la impresión, sin exagerar un ápice, de que se dan cuenta, de que me siguen la corriente, de que entrañan figuras, ritos, perfomances cuyo lenguaje es posible descifrar sin pongo el empeño necesario.
    Los dedos que acarician, esos que ascienden por las piernas de una dama, se detienen, navegan en círculos y continúan la cuesta hasta llegar al Paraíso, o los que abrazan un tabaco, sostienen una taza, golpean con insistencia la superficie de una mesa, los dedos, sí, recorren este mundo llevando en las espaldas a Luciano o a Martita mientras abren puertas y neveras, aprietan el gatillo o mueven el whisky con el hielo. Estamos equivocadísimos: ellos, ellos nos llevan, nos aguantan, vamos pegados como sanguijuelas, en absoluto lo contrario. Y no es lo mismo, desde luego, observarlos manipular el labial de una mujer, girar la rosca y lograr que suba el tubo de carmín, que verlos hurgar ciertas narices o percatarse de sus uñas, negras, sucias de tanto hacer innombrable. Cada meñique, pulgar o índice en lo suyo y se acabó.
    Lo cierto es que los noto ir y venir y justo entonces fijo la mirada en los míos. Se llevan bien con el bolígrafo que ahora mismo sirve para escribir lo que escribo, saben encender un Partagás, suelen ocuparse de otros menesteres que no pienso revelar aquí. Estoy seguro de que me ven llenos de intriga, de sorpresa y de espanto, y se burlan a veces, y se ríen a mandíbula batiente y bueno, quizás tengan ya una idea de cómo soy y cómo pienso y en qué ando, así como yo me he hecho con los años cierta imagen de qué les gusta y qué pretenden los muy cabrones con sus vidas.
    En fin, que sigo en mis trece sin mirar atrás. Un día de éstos voy a dar en el clavo, sabré a qué atenerme, el diálogo por fin florecerá. Mientras tanto continúo ojeándolos y nada, ellos con sus cosas, por supuesto, y yo con las mías, no faltaba más.

7/07/2013

Un cuento de Camila

Camila escribe un cuento para la escuela. Regresa a mediodía a casa, lo saca de su bolso, me lo regala. Transcribo aquí exactamente lo que hallé en la hoja ilustrada.

    Había una vez un padre muy cariñoso, amoroso, lector, amigable y con un look de cebrita.
    Él tenía una hija que lo quería mucho. Él tenía un secreto, tenía el poder de la diversión, sacaba su pipa mágica, apuntaba y tiraba una poción burbujeante de risas y carcajadas.
    Un  día leía el periódico y encontró una noticia terrible. Un meteoro cayó en Francia, hizo que todos se volvieran aburridos.
    El padre y Camila (su hija) se hicieron unas capas que decían: la del papá= Diverman, y la de Camila= Cosquillitas. Se fueron volando con el poder de las cosquillas y llegaron en diez segundos a Francia, pero se preguntaron: ¿en qué lugar era?
    Viajaron a Toulouse pero no encontraron ningún meteoro. Se sentaron a pensar y a pensar pero después de un momento se les ocurrió: ¡París! Claro, fueron tan rápido como pudieron, buscaron Notre Dame, pero no había nada. Luego, caminando, vieron a una persona toda de color gris así que la siguieron hasta que llegaron a la torre Eiffel y hallaron el meteoro en la cúspide. Diverman fumó sus burbujas y Cosquillitas se puso sus guantes cosquilludos y bueno, salvaron París.

7/05/2013

El otro lado del sueño

    Hay gente rara. El señor X pasa el día dispuesto a soñar, con lo que las horas de vigilia se convierten en un limbo bastante incómodo para su gusto. Antes de meterse a la cama el señor X se pone su mejor camisa, escoge un pantalón muy fino, le saca brillo a sus zapatos y anuda a la perfección una corbata azul con John Lennon estampado dándole un chance a la paz.
    Al amanecer X despierta de la vida misma. Mientras duerme, vive, y mientras pulula por las calles o pone al día sus quehaceres en la oficina parece sufrir la pesadilla total, la angustia onírica transformada en día a día. El verdadero sueño se despliega en las mañanas luego del dentífrico y la huida al trabajo, pero cuando está dormido, en la vida de las noches, con los grillos afuera y Orión brillando a toda marcha, se entrega a  la experiencia más enriquecedora que ha descubierto después de surfear en los cayos de Florida y arrojarse en parapente desde las montañas merideñas. El señor X apaga la luz y penetra en ese espacio, vedado para la mayoría, en que vive de verdad verdad, en que deambula a sus anchas convirtiendo en realidad, vaya paradoja, cuanto ha soñado mientras hace la cola del banco o lleva a sus hijos al colegio.
    La otra vez lo hallé en el centro comercial y me pidió ayuda para trasladar algunas bolsas hasta el carro. Era un traje de buzo, con careta y reloj water resist incluidos. Su esposa comentó feliz que lucía de lo mejor con ese atuendo, que sin dudas iba a resultar incómodo entrar a la cama sin desprenderse de las chapaletas, que los tanques de oxígeno pesaban más de la cuenta pero en fin, bucear, nadar junto a mantarrayas y ciertos peces de un rojo o un amarillo jamás vistos bien valía hasta el más alto sacrificio.
    La verdad es que X halló el modo de filtrar el arcoiris al gris mortecino de su medianía. En una ocasión llegó a contarme que alguna vez, cuando la adrenalina le bañaba el pecho mientras colgaba de unas cuerdas a cinco mil metros en el Aconcagua, soñó con planillas, escritorios, voces que iban y venían, soñó con un jefe y unos horarios que eran para morirse, soñó que regresaba a casa cargado con carpetas, balances, documentos por firmar, soñó con una novia que era su novia y tres perros que eran los suyos y unas deudas y un amigo que era yo.
    El señor X sueña en plena vigilia, a ese punto llega su costumbre a estas alturas, y sólo en las noches, luego de cenar, escuchar el noticiero y apagar la lamparita empieza su verídica historia, la vida real que para el común de los mortales supone roncar a pierna suelta hasta el chirrido del despertador.
    Yo he aprendido a entender lo que le ocurre. A veces lo envidio como a nadie: me invaden unas ganas enormes de atarme un paracaídas en la espalda o comprarme un vestido de pirata, irme entonces a la cama y vivir el vértigo a tope hasta el amanecer. Y al despertar soñar que imparto seminarios, que trabajo en una universidad, que debo culminar por fin el artículo especializado antes de que acabe el mes y demás experiencias oníricas por el estilo. Qué va, aún no me decido.
    Ayer lo vi en el supermercado. Llevaba encima un pijama verde y pantuflas de cuero negras. Soñaba, entre verduras y desinfectantes, que se daba de bruces conmigo y charlábamos de lo lindo.