Es curioso, pero mientras más grande menos
aprende la gente. O eso parece. Tienen razón los escritores: a veces la
realidad se aleja de lo real para darse de frente con lo ficticio. Vaya certeza
la de estos señores.
La otra vez andaba cabizbajo y opté por lo
de siempre, es decir, darle pataditas a lo que me aplasta como quien en plena
calle regala puntapiés a una lata vacía de Coca-Cola, sólo para olvidarme un
rato del puto día más sus espinas, y pensar, y marear la perdiz a mi manera.
Pero en fin, decía arriba que ciertos
aprendizajes son inversamente proporcionales a la edad y no creo que me equivoque.
Después de tantos cabezazos contra la pared he visto la luz, o sea que por fin
doy en el blanco si se trata de mover el foco, de tensar el arco para intentar
poner la flecha donde pongo el ojo. No sé si me explico pero el asunto viene
por ahí. Somos víctimas de la realidad, no cabe duda, por lo que más vale jugar
las cartas al respecto.
Jugar las cartas al respecto implica
aprender algo sencillo: si la realidad no es como la pintan es mejor colorearla
de modos diferentes, cosa que me llevó una punta de años vislumbrar pero
eureka, heme aquí, sentado ante una mesa de café, tabaco en mano frente al
lienzo inmaculado de la tarde que me saca la lengua, me mira con extrañeza,
mientras rebusco ángulos mezclando azules con aguamarinas en esto de vivir la
vida. Y así.
No me lo vas a creer, pero te juro que es
verdad. La otra vez pateaba con desdén la lata de los días y apareció ahí, de
cuerpo entero, con sombrero negro, con bastón, con bigotito corto, con las
piernas arqueadas. El cine mudo del día a día hacía otra de las suyas: Chaplin
en pleno bulevar, a las cuatro de la tarde. Charles Chaplin, el mismo que vistió
y calzó. O su doble, o algún fanático dado a deambular por estos lares. Ve
tú a saber. Nadie, excepto yo, se dio
cuenta de semejante escena, de modo que el perfomance,
o como diablos se diga, resultó un platillo que devoré a mi manera, que terminó
siendo plena y absolutamente para mí. Chaplin
a tres metros, como recién salido de El
gran dictador, como asomado desde sus Tiempos
modernos. Tienen razón los escritores, esos tipos extraños y caraduras que
ven un cinco cuando tienes enfrente un cuatro. Lo vi desaparecer entre la gente
mientras se alejaba poco a poco, lentísimo, adentrándose en la calle Foch.
En esta mesa leo o escribo, pienso, miro
pasar la vida entre bocanada y bocanada. Hay que ver, me digo, somos víctimas
de la realidad más veces de las que deberíamos, y para cuando reaccionamos ya
es tiempo de coger los peroles y palmarla, estirar la pata, plop, adiós luz que
te apagaste. Tengo un amigo que vive sus ratos como le da la gana, y no te rías
porque el caso no es naranja que se desconche facilona.
Vivir-la-vida-como-le-da-la-gana es un arte complicado y arriesgado que exige
talento, disposición y cojones. Nada menos.
En eso ando, con subidas y
bajadas. Muerdo el polvo y sigo, que algo termina quedando como sostuvo el
filósofo. Somos víctimas de la realidad, claro, y lo que soy yo le alzo el
vestido aunque sea por dármelas de qué sé yo, aunque sea por joder. A ver cómo
me sale el óleo. A ver.