7/04/2018

Venezuela adentro


    Acabo de leer un texto de mi amigo Juan Guerrero, venezolano como yo y también colega profesor universitario. Por años compartimos trabajo en nuestra entrañable Universidad Nacional Experimental de Guayana, en Puerto Ordaz, hasta que él, jubilado, se fue con su pareja a otras tierras mientras yo salí del país gracias a una plaza que obtuve en algún  lugar remoto de la Mancha.
    El artículo del buen Juan   -"Humillar la academia"-  es claro y conmovedor. Allí expresa, con toda la crudeza de una realidad que asombra e indigna, el patético escenario que una panda de gansters terminó instalando en la academia venezolana. Juan Guerrero cuenta cómo la inmensa mayoría de colegas sobrevive con ingresos que apenas alcanzan el dólar y medio en un mes. Cuenta además con pelos y señales la labor hercúlea de quienes llevados a la miseria por la ignominiosa perversión de un gobierno criminal, se entregan en cuerpo y alma al norte que nunca han perdido de vista: enseñar, crear conocimiento, hacer del país un lugar que a pesar de los pesares se resiste a caer de rodillas, vencido, ofendido, mancillado. La universidad venezolana, hay que decirlo con todas sus letras, es de las pocas instituciones que permanece en pie, en plena lucha por continuar respirando. La dignidad, a flor de piel, le chorrea por cada poro.
    Es natural, desde luego, que el tenebroso panorama que voy describiendo se haya transformado en realidad monda y lironda y trascienda los muros de lo increíble para transformarse en hecho normal de una nación potencialmente riquísima. Quienes aplastaron disidencias y usurparon el poder han perpetrado semejante ruindad con la certeza de tener a Dios cogido por las barbas, craso error que  -es importante aseverarlo-  un poco más acá o algo más allá pagarán rendidos ante la justicia. Ya hace bastante que Karl Popper vislumbró con genio cuanto puede ocurrir si desde el gobierno se asesina la libertad en nombre de la igualdad o la ideología: el caos, la tiranía, la incapacidad para vislumbrar en el otro el espejo del quehacer individual propio y ajeno. La cultura democrática, sostenía el pensador austríaco, debe ser atravesada por un espíritu libre en cuyas entrañas anide la posibilidad del error. Las verdades absolutas, aquí, tienen patas cortas. Chávez primero, luego Maduro y sus esbirros, son la encarnación venezolana de la locura colectivista a propósito de lo que el mismo Popper llamó “miseria del historicismo”, es decir, creer con fe de carbonero que el futuro está marcado a fuego, prefigurado por la lucha de clases y las relaciones de producción, ante lo que sólo cabe dar el empujón final desde la planificación llevada a cabo por un puñado de burócratas. Entonces, según estas mentes afiebradas, se traerá el Paraíso a la Tierra.
    La verdad es que semejante guion ha sembrado de hambre, de cadáveres y de dictaduras a las desdichadas regiones donde se ha pretendido imponer. Nicolás Maduro, hoy, es otra vez el espantoso y vivo ejemplo de que decapitar las libertades consiste en camino expedito para desgraciar a los pueblos. Venezuela sufre en carne propia las consecuencias lapidarias  de un hacer desquiciado que ojalá nunca vuelva a suceder en el futuro. Luego de que la pesadilla acabe, después de que Maduro y sus cómplices paguen por sus crímenes, la lección debe ser aprendida: el futuro es un producto de la creatividad humana, no preelaborado, y la verdad  -así, con minúsculas-  es un constructo al que se llega poco a poco, gracias al ensayo y error, tal como Karl Popper mostró  en sus demoledores trabajos. La verdad que creen tener aprisionada en el puño un Chávez, un Maduro y tantos otros fieles al dogma marxista, no es tal.  Nuestro futuro como pueblo, como género humano, de ningún modo  es ese derivado que propician funcionarios encerrados en despachos, rumiando utopías mientras matan de dolor y hambre a los ciudadanos.
    En su artículo Juan Guerrero escribe con sentido de la realidad, con tino, con valentía, y denuncia una vez más cuanto debe ser mostrado con inteligencia, con pedagogía, sin pérdida de tiempo, para que voces críticas  -las de siempre y otras nuevas-  continúen mostrando la conducta imperdonable de un atajo de bandidos. En contra de lo que Guerrero simboliza, resulta de un patetismo sin nombre el que ciertos escritores, artistas, gente de pensamiento y de ideas, callen, miren para otro lado, den la espalda a la tarea más noble e imprescindible de todo intelectual: pensar con cabeza propia, mostrar el pus donde se encuentre, alzar la voz frente a crímenes de lesa humanidad. Son muchos los que por conveniencia, comodidad o cobardía hacen silencio. Pienso en Luis Brito García, en Ignacio Ramonet, en Laura Antillano, en Gustavo Pereira, en Néstor Francia, avestruces que sin una gota de vergüenza erigen el vivo corolario de aquella “ceguera voluntaria”, descrita por Jean Francoise Revel.
    Hoy por hoy no cabe la más mínima duda de que la desgracia del chavismo instalada en Venezuela tiene pies de cartulina, asunto que, más temprano que tarde, acabará en desplome, como sucede con regímenes que encarnan espíritus de destrucción, de miseria, de muerte. Entonces brillará otra vez el sol.