3/21/2019

Allá en el fondo las miradas


    Amanece y pienso en que de niño escuché decir muchas veces a mi madre que los ojos son el espejo del alma. Preparo el café, doy su perrarina a Percy y continúo pensando. Para la mayoría esta frase es buena a la hora de lanzar rocas contra la galería: sirve para perturbar un rato, como frase comodín, como retahíla interesante. A mí me perturbó, claro, y me hizo cosquillas en pleno centro de la curiosidad. Entonces tuve la ocurrencia de averiguar qué diablos había detrás -o encima o qué sé yo- de una mirada. Quise descifrar el entramado que seguramente habita en el misterio de unos ojos.
    ¿Cómo mira la gente y cómo miran las cosas? En mi habitación, en la sala de casa, en la calle o en la escuela terminé por aceptar que de cierta manera todo cuanto nos rodea lleva un poco de nosotros que penetra por los ojos. Mi madre entonces tendría razón y era necesario hacer el esfuerzo, es decir, llegar al alma a  través del sentido de la vista. Menuda tarea concebí entre ceja y ceja.
    Si la palabra obsesión cabe como marco definitorio ante semejante empresa, pues sí, fui un obseso al intentar pararme frente al fondo invisible de las cosas. Vaya palabreja hermosa: invisible. Lo invisible como evidencia práctica en función de la mirada que provee. Recuerdo la emoción que me embargó a los trece años  cuando tuve un ejemplar de El Principito entre las manos. Que lo esencial fuese precisamente eso, invisible, invisible ante los ojos, resultó un mazazo de alegría, de corroboración y de reto que le dio unas palmaditas a la certeza que hacía tiempo había abrazado. Fue uno de los días más felices que recuerdo.
    Dormía poco, comía menos, pensaba, soñaba, suponía un sin fin de asuntos que quizás albergaban las personas, los objetos, la vida en su explosión alrededor. Busqué la forma de saberme en los demás y por supuesto en lo demás. ¿Qué te dicen los ojos de esa chica antes de robarle un beso?, ¿qué te dicen después? Leí todo lo que hallé sobre  Saint-Exupéry: reseñas de sus libros, interpretaciones de algunos exégetas que apenas comprendí, biografías, notas de viajes, pero nada, niet, ni la más mínima respuesta a lo que me arrancaba el sueño.
    Mil veces me pregunté: el gato que deambula entre mis piernas por esta heladería, que va de mesa en mesa como el aviador, como el escritor francés en su aeroplano, ¿lleva algo en la mirada?, ¿cómo será el diálogo de pupilas que plantea? Mis amigos, los amigos de mis amigos, ¿qué cuentan desde sus ojos?, ¿qué historias guardan y quizás comparten si abres bien los tuyos? ¿Qué saben de ti, qué se dicen entre ellos, noche a noche, la lámpara, la mesa de luz, el libro de aventuras que descansa sobre ella y las cortinas de los ventanales? ¿Cómo te observan tus dedos luego de llevar a cuestas aquel bolígrafo azul? ¿Cuántas historias, aparte de las que escribes en su piel, guarda esa hoja en blanco frente a ti? ¿Cómo te reconoce con la vista el lápiz que está allá, echado sobre un libro abierto en tu escritorio? ¿Con qué óptica pasea por lo que eres tu mochila? ¿Qué impresión de lo que has sido tuvieron hace tanto esa cartera, ese taco de lego, aquella taza vacía?, ¿de qué modo invadiste sus retinas? ¿Llevará la Olivetti, regalo de tus padres, nostalgias tuyas a la vista? Y así como en ocasiones no pudiste conciliar el sueño viendo al techo, ¿hasta qué punto lo concilia él?, ¿qué dice de ti y de lo que implicas?
    Mientras escribo vuelvo los ojos al pasado y encuentro los del muchacho que fui en aquellos días. Jamás acerté, nunca encontré, el tiempo pasó y me hice mayor. Ya sabes, hacerse mayor es una cosa seria, casi una pena diría yo, justificada por la impronta de otros horizontes, otros cielos, caminos y demás. Pero sé que tantas miradas siguen ahí, como si nada, y me digo a veces vuelve a ellas, insiste, porque bien valen la pena. Y así, y nada más. En todo esto pensaba esta mañana.

3/15/2019

Lo que pasa cuando no pasa nada


    Junto con otros pilluelos el fútbol entró en mí a cortísima edad. Y las películas de Tarzán, La Pandillita o los animados del lagarto Juancho. En aquellos días la escuela  era el equivalente a atravesar una dimensión desconocida, aburrida e inquietante las más de las veces, hasta que la diversión y la aventura me tragaban de un bocado al terminar el día de clases. Entonces me transformaba en Maradona, luchaba contra leones o panteras y terminaba hipnotizado por las comiquitas de Hanna-Barbera.
    Los libros, elementos que casi todo adulto afirma que son buenos para la infancia -como si la infancia fuese la etapa que más los necesita y hasta ahí, después si te he visto no me acuerdo- tenían conmigo una relación más o menos tangencial. Estaban ahí, los miraba de reojo, a veces los olisqueaba, frunciendo el ceño cada vez que la maestra de Lenguaje abría la boca para recomendarlos.
    Fue a través de los suplementos que cada lunes llegaban a los quioscos -Kalimán, Arandú, Martín Valiente, Águila Solitaria- que mi amistad con ellos se afianzó al cabo del tiempo. El placer, el puro placer de hallar historias que literalmente me echaban fuera de este mundo sirvió de anzuelo, de trampa mortal, de aproximación a un universo que dejó de ser paralelo y terminó por convertirse en parte viva de mi cotidianidad. Desde esos primeros momentos y hasta hoy mi estímulo, mi fuente de atracción y mi devoción por meterme hasta el pescuezo en las aguas de la literatura ha sido el hedonismo mondo y lirondo, la búsqueda inacabable del éxtasis, de una forma de diversión que no hallé jamás en ámbitos distintos.
    Todo esto ocurría en la lejana primaria. Después, recuerdo con alegría otros descubrimientos. Ya en el bachillerato tuve enfrente a contados profesores capaces de reflejar su pasión por el hecho literario. Dillys Perdomo, por ejemplo, una guapa profesora de Castellano que en el caluroso salón de primer año “A” leía a viva voz para nosotros. No tengo la menor idea de qué sucedía en las mentes de mis compañeros, pero en esos momentos, cuando la voz de la hermosa Dillys fluía entre lo erótico y lo celestial, yo volaba, salía de mi cuerpo e invadía Troya en pos de Helena, navegaba con Odiseo, reventaba de risa escuchando a Aquiles Nazoa, temblaba con Poe, y así. Y algún tiempo después, en el entrañable Instituto San Antonio, Carmelo Degrazia enseñaba Psicología y alguna otra materia. Fue entonces cuando lo conocí.
    Jamás tuve la fortuna de que fuese mi profesor, pero aún puedo sentir la pared fría del inmenso ventanal sobre el que me apoyaba para escuchar parte de sus disertaciones a los muchachos de cuarto, mientras  mis cinco minutos de receso entre una clase  y otra se esfumaban con la rapidez del trueno. La psicología me importaba un rábano, pero Carmelo hablaba de libros, de muchos libros que recomendaba como si fuesen las cosas más sabrosas de este mundo. Yo creí lo que decía y, como pude comprobar después, resultaron siéndolo.
    Carmelo Degrazia, desde esos días amigo hasta el presente, para rematar como rematan los buenos toreros llevaba siempre un libro encima: uno entre las manos, en el maletín, en el asiento del carro, en la calle, en el liceo o en la panadería de sus padres. Yo lo observaba, me llamaba la atención que cada vez que lo encontraba aquí o allá un libraco y él formaran una dupla -o mejor, una unidad- indestructible. Observaba con curiosidad de gato cómo leía y, algo que resultó impactante, cómo subrayaba las páginas y apuntaba qué sé yo qué diablos en las márgenes, dejando entrever que resaltar de esa manera equivalía a atrapar lo mejor de las ideas para que no escaparan, para que estuvieran siempre al alcance de la mano. A partir de esos instantes por imitación aprendí a hacerlo y muchas veces hoy, cuando me descubro rasguñando mis propios textos, recuerdo al profesor  haciendo de las suyas frente a la hoja impresa.
    Una vez decidí acercarme y hablé, es decir, le comenté con timidez de ese tal Freud, nombre que le había escuchado mencionar varias veces mientras me asomaba a los retazos de sus clases. Y le conté además de alguna historia, de algún título, de ciertas obras que habían pasado por mis manos. Entonces se abrió una puerta, pude entrar y fui bien recibido por aquel señor que me trataba como adulto, permitiéndome decir disparates, ocurrencias, opiniones que yo creía interesantes y que para un imberbe de trece años suponen el non plus ultra de la galaxia y sus alrededores. Pude preguntar, pude expresarme y pude pensar con libertad. Me sentí incluido, claro, y además retado.
    Enseguida me hice asiduo de la panadería Central, allá en la Upata de los ochenta, y cuando mi madre casi al anochecer me encargaba la compra de charcutería y otras cuestiones, aprovechaba para colarme en la lectura de mi amigo y plantear conversa a propósito de temas o personajes literarios, lo cual consumía los diez minutos arrancados al tiempo preciso para llegar  a casa con la mercancía. Carmelo llegó a prestarme, en un alarde de confianza en mí que me elevaba a las nubes, textos con la condición de devolverlos sanos, salvos y leídos, y me atendió luego cuando por fin me atreví a emitir juicio sobre lo que había encontrado en ellos. Llegué a sentir que opinar, que emitir ideas, que leer y traducir en función de tu mundo el fondo de lo leído valía algo y era de veras importante. Con él y con su hermano Américo, junto con otros amigos de la época, llegamos a realizar tertulias encendidas, auténticas veladas en torno a la literatura, la política o el cine que ahora, tantos años después, recuerdo con idéntica emoción a la que llegué a sentir sólo por pertenecer a semejante cofradía.
    Lo que pasa cuando no pasa nada es de lo más sencillo. Esta semana he visto un debate televisado acerca de la muerte del libro, la muerte del autor y otras zarandajas parecidas y alguien asomó, sin que le temblara un pelo del cuero cabelludo, que enseñar a leer e insuflar amor por la literatura es difícil, es requetedifícil y para ello recomendó aplicar la teoría lingüística de fulano y los postulados psicosomáticos  -o como demonios se diga- de mengano. Fulano y mengano pueden ser muy respetables y qué maravilla de teorías, pero me dije hay que ver, los años que han pasado y  tengo la certeza de que para muchos los libros y los niños continúan siendo compartimentos estancos, agua y aceite, refracción mutua hasta los huesos, cuando la clave pasa por la risa, cuando el gancho exige divertirse para torcerle el cuello al tedio e incitar al más sublime de los encuentros amorosos.
    Lo que pasa cuando no pasa nada es el desierto, el embuste de asociar los buenos libros y el placer de abrirlos con un erial, con algo parecido a un interminable bostezo. Y así vamos. Leer como una actividad muerta cuyos cadáveres apestan ahí, en esos anaqueles fúnebres llamados bibliotecas.  

3/08/2019

La mujer del cine


    Me siento a escribir y viene a mi memoria una época en la que llegué a ser, con todas sus letras, un cinéfilo empedernido. Hablo de la adolescencia, entre los quince, dieciséis o diecisiete años.
    Alguna vez fui a ver una película con Catherine Deneuve. La chica que recibía al público para acompañarlo a los asientos era idéntica a la actriz. Quedé pasmado. Después, a la semana siguiente, opté por una con Charlon Heston. No me lo creerás pero el señor de las cotufas, en plena antesala al patio de butacas, era el vivo retrato de Judá Ben-Hur, personificado por Heston, en la cinta de William Wyler. Y te juro que es verdad, quince días después vi por enésima vez Cinema Paradiso, de Giussepe Tornatore. Claro, adivinaste: el tipo que me vendió el boleto y Philippe Noiret, en el papel de Alfredo, eran dos gotas de agua.
    Fue una época feliz donde cine y vida cotidiana se entremezclaban, se confundían de tal manera que a veces me costaba un mundo encontrar la línea divisoria entre uno y otra. Sentía que la calle, los bares, mi casa, la universidad, todo conformaba  una telaraña de secuencias y de escenas, un plató de filmación al aire libre en el que a nuestro modo actuábamos, dirigíamos, besábamos a Marlene Dietrich, a Ava Gardner, a Rita Hayworth o a Judy Garland y hacíamos también de extras, de dobles, de tramoyistas, en fin.
    En cierta ocasión caminaba por la acera y en el kiosko de la esquina Playboy, mítica revista de mis años juveniles, regalaba en su portada la figura alucinante de una mujer como salida de los más profundos sueños húmedos. Me acerqué, miré la foto con lascivia, se llamaba Uschie. Uschie Digart, para más señas, y recuerdo que presté atención a los pocos datos que sobre mi nueva musa se ofrecía en esa portada de infarto. Uschie era modelo -informaba-, era modelo y era actriz.
    Jamás había oído hablar de ella. Yo, un asiduo del cine, un fanático mondo y lirondo, un espectador taladrado hasta más no poder por las historias de la sala oscura primero en la Upata de mi infancia y luego en la Mérida de mis años universitarios, nunca, nunca entre los nuncas me enteré de aquella diosa con piernazas para morirse y tetas reflejo de la más absoluta perfección. Entonces indagué, empecé a buscarla, hurgué por ahí con la clara intención de conocerla. Si había dado con Deneuve, con el mismo Heston así sin querer, por pura coincidencia para bien o para mal, imagínate lo que supondría hallar a semejante diva como objetivo clave, como punto de fuga de mi curiosidad cargada de lujuria.
    Puse manos a la obra y se produjo una pesquisa digna de Sherlock Holmes en Vestida para matar, con el extraordinario Basil Rathbone. Como puñales clavé los ojos sobre la muchacha que recibía los tickets en la entrada de la sala, escruté con mirada de águila a señoras que esperaban turno en la cola frente a las vitrinas de los dulces, no aparté la vista de cuanta chica se levantó, en plena proyección, para ir al baño pero nada, Uschie se había transformado en un fantasma. Uschie encarnaba a esas alturas el erotismo oculto entre las páginas de una revista y la mujer que, si haces el esfuerzo necesario, aparece ante ti, literal y metafóricamente hablando, sin nada que esconder y bastante que mostrar. La actriz jugaba al gato y al ratón, huía a placer, hacía muecas desde el séptimo arte, era mi humillación hecha personaje cinematográfico.
    Hasta que una tarde Shelock hizo de las suyas mientras, sentado en la mesa del café esperando a que sonara el timbre para ver a Joan Crawford en El mundo que baila, le pareció encontrarla. Dos mesas más allá fumaba un cigarrillo al más puro estilo Sharon Stone seduciendo a Michael Douglas -¡ah, Bajos instintos!- mientras apuraba un trago de gin tonic con suma lentitud. Llevaba un vestido diminuto y el escote le pareció la sucursal del Paraíso. Era ella, Uschie Digart a un palmo de sus deseos.
    Apuró el café en medio de una avalancha de latidos y en cierto instante sus ojos coincidieron con los suyos. Sintió un golpe de electricidad recorriéndole la espalda. Se armó de valor y volvió a mirarla: ahí estaban otra vez sus ojazos oscuros, como si nada, como encarándolo desde un pedestal, como diciéndole mira tú, ¿qué diablos te ocurre?, ¿qué demonios pasa contigo? Sonó el timbre indicando el inicio de la función y entonces ella recogió su bolso y él la vio andar a paso de pantera, cual Venus moderna surgiendo de las masas en ese cine atestado. Se fue, se perdió en la oscuridad.  Él se levantó, quiso seguirla para no perderla. Ya adentro buscó en medio de la gente, entre los asientos, en cada espacio semiiluminado de la sala y no, por ninguna parte dio con ella. Hasta hoy no ha vuelto a saber de su existencia.

3/01/2019

Letras


    Un amigo sostiene que estamos hechos de palabras. Me  pongo a pensar y termino por darle la razón. Estamos hechos de palabras y bueno, si es así, el universo pasa de cabeza por el abecedario.
    Viéndolo bien, noten el menudo lío que mi amigo y yo nos echamos encima: el mundo es un pastel de letras y entonces bebes lenguaje, orinas fonemas, metabolizas símiles y elaboras tejido adiposo a base de grafías, pongo por caso. Con razón las vitaminas nos llegan rotuladas por el mismo que inventó aquellas cartillas -a, e, i, o, u, ma, me, mi, mo, mu, ¿recuerdas?- que en el jardín de infantes nos obsequiaban con el propósito de enseñarnos a leer. Vitamina A, vitamina C, vitamina E, mira por dónde van los tiros.
    Uno anda por la vida haciendo de las suyas, hurgando en las calles, oteando horizontes, pidiendo un café gracias a esa cosa que llamamos lenguaje y fíjate, mientras disparas con pólvora lingüística te llenas los bolsillos de imágenes, respuestas, dudas, certezas o intuiciones, todo a partir de metáforas, adverbios, subjuntivos, oraciones activas y pasivas, etcétera etcétera. Lo que soy yo créeme que nunca lo hubiera imaginado, más aún con lo poco atractivo que de entrada suena aquello de vivir en una jungla idéntica al diccionario.
    El otro día caminaba por la plaza pensando en el asunto, dándole una vez más la razón a mi amigo, y ocurrió algo que todavía me sorprende. No me preguntes cómo pero en vez de gente, en lugar de individuos parlantes y sonantes vi letras, minúsculas, mayúsculas, góticas, ariales, en fin. Fue como adentrarse por caminos donde lo único seguro, la evidencia del mundo en el que estabas eran esas formas entre ridículas y cómicas, entre apesadumbradas y asombrosas. Haches, efes, jotas que sin ton ni son deambulan por ahí con una mochila a las espaldas, un portafolios en las manos, un rojo carmesí sobre los labios. Imagínate a una eme espigada, circunspecta, con aretes dorados y tacones de aguja y minifalda. Intenta vislumbrar una erre con boina calada y cigarrillo Gauloise aprisionado entre los labios, como si de pronto anduviera por cierta calle parisina. Mira a una O rechoncha con mejillas rosadas y con pecas,  apurada mientras mastica un trozo de galleta.
    Después de lo anterior comprenderás que no tengo lugar a dudas. Me alimento de palabras, sueño eróticas escenas cuya sintaxis es una inflamable cadencia de rimas, versos libres, pura lengua que recorre noches y días como si nada. El bueno de mi amigo lleva toda la razón y lo he llamado hace muy poco para corroborarlo. Descolgó el teléfono de su oficina, saludó, me identifiqué, fui directo al grano: Javier -dije-,  es cierto, somos un tejido de comas, puntos, puntos y comas, puntos suspensivos, sílabas y letras y se acabó. Eso somos.
    Hubo silencio. Ese paréntesis también estuvo cargado de lenguaje. Entonces callé. Nunca estuvimos más de acuerdo.