12/17/2007

Un regalo en Navidad

Pensar que diciembre es tiempo de obsequios, de sonrisas, pero también, claro, de melancolías, de volver la vista atrás y darse cuenta de que el tiempo ha pasado, de que otros, tan entrañables como inolvidables, ya no nos dan la mano, ya no están entre nosotros.
Soy un hombre afortunado. Camila, que hace tres años vino a alumbrarme la vida, espera con asombro a su hermano quien, vaya usted a saber por cuáles enigmáticas razones, es el culpable de que la panza de su madre luzca hinchada, gigantesca, tan grande como el regalo de estos días: una pelota que golpea sin ningún remordimiento, todas las veces de este mundo, contra la pared aguamarina de su cuarto.
Diciembre, que es un mes para pensar en otras cosas, guarda hoy la fuerza de la emoción hecha espera, convertida en espacio justo para reflexionar a ritmo de taquicardia o de tromba marina, es decir, diciembre se me ha convertido, como quien no quiere el asunto, en época de filigrana, torneada a mano, sin rebuscamientos, sin costuras visibles, sólo dada a deglutir la certeza de que otra vez habrá un alumbramiento.
Mientras escribo imagino a Daniel leyendo estas líneas. No son nada del otro mundo, desde luego, ni mi idea es tomar rutas moralizadoras. Nada de eso. Cuando pienso en alguien de ocho meses con sus días, que luego cumplirá años, y después otros tantos, y así, y entonces tecleo para contar ciertas historias, menudas impresiones que deseo expresar a alguien -esas que me atraviesan cuerpo y alma-, pienso con el corazón, exactamente con la adrenalina de por medio: un chorro de latidos que, cosa de lo más extraña, produce una paz muy pocas veces vislumbrable.
Resulta curioso, pero me doy cuenta de que la paternidad es una experiencia con mucho de identidad única y nada de repetitivo. Se es padre una vez, y a la segunda vale decir que lo anterior, el hecho de que ya has sido papá, permanece en un ámbito particular, en el justo lugar de la memoria pero sin mayores conexiones con lo que tienes que vivir ahora. Ser padre es ser padre y punto, lo cual implica que una, dos, tres o más veces juegan cada una a robarse el universo para sí, es decir, exprimes los momentos, o ellos te exprimen a ti, como si no hubiera habido otros. Bendita sea esa realidad.
En Navidad se dan otros sabores, entre otras razones gracias o a pesar de la publicidad, de los televisores, del día a día lleno de vértigo, de un cuento como el de Charles Dickens, y en ésta, la espera rebasó ya los ocho meses. Un hijo en Navidad es un regalo extraordinario, razón que hace infinitamente más dulce, más inconmensurable, más cargada de lo bueno a unas fechas que en las remembranzas conservan hondos gestos familiares, algunas lágrimas furtivas y olorosos recuerdos de la infancia.
Decía arriba que imagino a Daniel leyendo estas palabras, y al hacerlo veo a un niño, y también a un hombre, que a su vez en una Navidad cualquiera espera un hijo. Es que uno se repite en ellos, uno tiende a ver el propio rostro en el océano de vida que conforman los retoños. Hasta que en un instante, en un fogonazo misterioso se encuentran las miradas y entonces te percatas de que él es él y tú eres tú. Ahí descubres el milagro de cuanto ha ocurrido.
Diciembre es tiempo de regalos, y también de perdones. Tiempo para el sosiego, si se puede, y tiempo para la familia. Cuando menos eso me quedó en la piel, más allá de los días en que caminaba de la mano de mi padre o de mi madre. La Navidad huele a pan, huele a vino, es una caja de colores, hay mucho de humano en este mes. Un hijo en Navidad resume todo esto, y aparte de una bendición, es la mejor muestra de que la vida está ahí, hermosa y triunfante, como racimo de flores.