1/28/2015

Humo



    Así como escuchar a Mozart incrementa la facultad de razonar sostengo que el humo del tabaco te rejuvenece. No me refiero sólo al cutis, que de por sí es mucho lo que al respecto también hay de ganancia, sino al ámbito menos frívolo de eso que algunos llaman lo espiritual.
    Fíjate que el humo del tabaco es la crema Pond’s del ánimo, sobre todo en tiempos de Lexotanil entremezclado con ilusiones de la Nueva Era. Entra a una librería para que lo compruebes, de Adriana Azzi y Walter Mercado al nirvana colectivo se pretenden pocos pasos, asunto que se cotiza por las nubes en la bolsa de valores del alma. La lista de los más vendidos lo dice todo: la autoayuda se te mete por los ojos, abunda en vallas de cualquier esquina, al punto de que va a ser Paulo Coelho, Robin Sharma o Ismael Cala el próximo Nobel de literatura. Apuesto un ojo de la cara.
    En cuanto a mí, puedo jurar que el humo del tabaco se pasa por la entrepierna semejantes fruslerías New Age.  Leerse el tabaco anda de baja últimamente, y con razón, pero el humo, lo que se dice el humo del Montecristo, del Cohiba, del Partagás o de cualquier humilde cumanés equivale al tantra mítico, al justo equilibrio del nunca bien ponderado Yin y Yan, supone, escríbelo con todas sus letras, la forma expedita de curar llagas de todos los pelajes, ensanchar el alma y renovar sin mala conciencia callosidades del corazón.
    Con la luz difusa de una puesta de sol, encender un habano para acariciar la pituitaria va de la mano con amansar hasta al más feroz espíritu de estos días, en los que reina el encono y la mala leche a borbotones. No hay cuento, el humo del tabaco calza a la perfección en los zapatos del humilde o del encumbrado, del inepto o del cargado de talento y yo repito, sin que me tiemble un músculo del careto, que el humo del tabaco por lo anterior y por mil razones que para qué diablos enumerar aquí, es el elixir de la juventud perdida. Estadistas a lo Churchill, brujos de múltiples raleas, dictadores al más puro estilo de un Castro o escritores de la talla de Cortázar, para que veas, todos, absolutamente todos han compartido el secreto a voces menos guardado de este mundo.
    Sin culpas ni remordimientos me llevo el tabaco a la boca y de bocanada en bocanada aspiro las delicias de ese aroma que tonifica los músculos, limpia bronquios y pulmones, te hace más inteligente y, cuando menos lo esperas, acabas siendo veinte años más joven. Ni Revlon con sus chicas sexy, ni Nina Ricci o Dior vía esqueléticas modelos, ni Lancome y toda la parafernalia. El humo del tabaco. Nada más que el humo del tabaco. Y punto.

1/19/2015

Paradoja

    Siempre me he preguntado qué hace la gente en su automóvil mientras espera que el semáforo pase por fin al verde. Existen momentos que son limbos, existen zonas neblinosas y casi impenetrables aunque afuera estalle la luz, y ese paréntesis que es un semáforo en rojo sin duda anda cargado de relojes sin tiempo, de tierra de nadie donde vaya uno a saber cuánta existencia cabe por milímetro cuadrado.
    Hay quienes se hurgan los oídos, hay quienes se sacan los mocos en afanes lúdicos qué sólo pierden fuerza en función del número de bolitas pegajosas amasadas entre el medio y el pulgar. Hay también quienes cambian de vida mientras dura la estancia en el carro, asunto sorprendente que deja las huellas más profundas porque ha sido un tránsito demasiado intenso para tan poquísimos segundos. Meter la eternidad en un minuto sin duda arroja consecuencias.
    Lo cierto es que un semáforo en rojo deja entrever muchas cosas. Una de ellas, como descubrí hace mil años, consiste en que semejante símbolo de la modernidad lleva en sus alforjas cierta verdad encubierta que desde la adolescencia, para mí, no dejó jamás de evidenciar misterio. Tal verdad, voy a decirlo de una vez, es que entre ese poste de luces y la vida obligatoriamente detenida cuando el rojo hace de las suyas media un calendario sin fechas, el Aleph borgiano, algún bostezo existencial que es agujero negro en medio de esa esquina en apariencia tan normal.
    Mientras aquella mujer se retoca los labios frente al retrovisor o mientras este caballero golpea con los dedos el volante y después enciende un cigarrillo para finalmente cambiar el dial de las noticias a la música, ocurren todos los puntos suspensivos de este mundo. Y los puntos suspensivos no son más que interrogantes clavadas sin misericordia en la carne de cualquier certeza. Un semáforo en rojo supone, quién lo hubiera imaginado, la cara oculta de tantas lunas particulares en el universo que dibujan las calles por las que a diario nos movemos.
    Es mentira que te escudriñas la nariz. Es un total engaño creer que hablas con tu suegra por el celular. No pienses que la cabina del Corolla en su realidad de pecera, en su silencio de aire acondicionado, en la tranquilizadora atmósfera de asiento mullido que te lleva a tu destino es esa línea que converge en el punto de fuga vislumbrado apenas con la inocencia chorreándote como baba por los labios.
    El semáforo en rojo te engulle y es monstruo del mar de los sargazos que ha sido tu vida en el minuto sin espacio ni almanaque que va del rojo al verde y viceversa. 

1/10/2015

Buenas costumbres

    El mundo está lleno de gente con magníficas costumbres. Yo mismo, a veces, cojo el camino recomendado por tanto beato suelto y me doy de bruces con algunos puntos para por fin ganarme el cielo. Hasta que  echo todo a perder.
    El otro día estaba dale que te dale a la lectura en un café atestado de moscas con mucha moralina cuando noté que varios ojos se clavaban en mi mesa. Con elegancia e intenciones más que santas, no me cabe duda, una señora escupió estos  sabios consejos desde su platico de galletas y agua mineral gasificada: “las hojas de los libros no se doblan, hijo” y  “¿no sabes que rayarlos es tan feo como doblarlos o ensuciarlos?, ¿es que no te da vergüenza?”.
    Juro por Dios que me provocó responder con una grosería, pero qué se le va a hacer, la crianza es la crianza, asunto que mi madre llevó a cabo por lo visto con esmero que rompió suelos y piedras. Entonces asentí y continué mi tarea. Pero la verdad sea dicha: el mundo anda como anda gracias a las buenas costumbres. Una buena costumbre es la viva esencia de una patada en la espinilla, lo cual no es concha de ajo, más aún considerando el innegable hecho de que a más costumbres dignas de Carreño, más patanes por kilómetro cuadrado en el país chatarra que vamos teniendo.
    A ver, uno tiene la buena costumbre de aguantarse ciertas necedades (el ejemplo de la individua protectora de bibliografía está  todavía caliente), de sonreír cuando lo que te provoca es patear, de decir bueno, sí, y no vete al carajo, de dar las gracias a un grupo de bestias que en la reunión con el jefe te acaba de obsequiar, pongo por caso, una tarde de aburrimiento hasta el tope, hasta las mismísimas orejas, sumo y sigo: de aplaudir en vez de abuchear, de ser gente frente a un pelotón de equinos, de estarse quietecito en lugar de tomar un AK-47 y ponerse a volar huevos, de contar hasta cien para no reventar cojones a la cuenta de tres. Y así.
    Las buenas costumbres por lo general hacen causa común a favor de la nada elevada tarea de engordar lo políticamente correcto. El horror es tal que si tus costumbres no son las mejores según el baremo de la doña o el don entrados en carnes de sapientísima costumbrología, pues vas de cabeza, zuas zuas, a las calderas del sótano, es decir, a las cuevas sulfurosas de la incandescente moral pública.
    Leo a Juan Nuño y resaltan unas líneas que me gustan: “¿Qué sería de esta pobre y miserable civilización sin el pecado? Los días se alegran, las tardes resplandecen, las noches se soportan y la humanidad sigue existiendo…”, cuestión que, agrego yo, es una verdad del tamaño de la mejor mala costumbre.
    Las malas costumbres están ahí para purificar almas o destronar reyes de pacotilla. Una mala costumbre brilla más que las más asépticas realizaciones en el universo insípido del costumbrismo mejor cultivado. Por eso Cioran da qué pensar, por eso Ambrose Bierce tiene ganado un sitial entre los peor acostumbrados de este valle de lágrimas. Justo por eso Rafael Bolívar Coronado no podía llamarse sino Rafael Bolívar Coronado. Borges tuvo la mala costumbre de ser genio, así como tantos otros la buena de ser mentecatos por donde les pegues el ojo.
    En cuanto a mí, pues celebro el fumar, el beber y el bailar pegao, sana práctica sugerida en su momento por el Inquieto Anacobero, alias Daniel Santos, otro que se pasó las más respetables costumbres por el forro del gaznete y de la materia gris. Vuelvo y digo: el mundo está lleno de gente con magníficas costumbres, cosa que, hay que aceptarlo de una buena vez, lo pone en el triste lugarejo que por elemental lógica le corresponde. Dime tú si no.