8/30/2010

Coños

Ciertos textos que escribo, según mi madre, cabrían en cualquier antología de lo vulgar. Es que escribir cosas así, llenas de palabrotas, la verdad es que para ella no tiene mucho sentido. Soy un caso perdido. Cuando las suelto, cuando digo coño o digo mierda, en verdad no hay mejor término para expresar lo que deseo. Decir coño o decir mierda tiene sus implicaciones, no necesariamente estéticas, y tal como van las cosas, hay que ver, ya se imaginará usted el precio de un coño bien afirmado, bien pronunciado, bien sacudido en la cara de tanto miserable que jamás se atrevería con uno de ellos pero anda por ahí, como si nada el condenado, sucio hasta los huevos de indignidad o de vergonzosa ausencia de cojones.
Porque hay que ser decentes, coño. No hablo de decencias canónicas, esas que venden las iglesias o embadurnan a apóstoles o fanáticos de todos los pelajes. Me refiero a quienes abren la puerta al amanecer y salen a ese Coliseo que es la vida, a la batalla de todos los días por hacer del mundo algo más vivible y más soportable, más alegre, sí, más tierno y menos sembrado de cruces, y regresan al anochecer felices o mordiendo el polvo, destrozados o con el alma iluminada, pero siendo ellos mismos, con la frente en alto, demostrando que hay ciertos asuntos, intransferibles y sagrados asuntos que no se pueden mercadear, ni traicionar, ni permitir que los caguen las palomas.
Coño, es eso. Que faltan hombres y mujeres y sobran habitantes en un país que si nos descuidamos se va a ir al carajo. Hombres y mujeres para construir presentes y futuros llenos del material que decidamos meter en tales acepciones. Porque decir presentes y proyectar futuros supone rascarse la cabeza, exclamar un coño que nazca en las tripas y terminar dándose de bruces con el rostro de lo que hemos echado a un lado tantas veces y demasiados años: tomar nuestras riendas, cabrearnos cuando haya que hacerlo, para entonces fabricar una sociedad acorde con lo que soñamos. Coño, coño, coño, nada menos.
A mí, qué quieren que les diga, decencia es una palabra que me gusta y coño, para variar, me encanta. Van de la mano a la hora de enhebrar destinos, siempre y cuando quien lo haga lleve a cuestas el arsenal que cada obra exige, por aquello de la pasión, la constancia, la convicción, la terquedad a prueba de municiones. Hay que ver, coño, hay que ver.

8/01/2010

Enfermedad

No sé si será peor a medida que pase el tiempo, si iremos al abismo como ganado al matadero o algún día pongamos freno. Lo cierto es que uno vive su rutina y en el medio aparecen aromas putrefactos, síntomas de la enfermedad que vive este país.
En estos días me encontré una cartera. Negra, pequeña, de piel, y entonces documento de identidad, Visa y Master, buena cantidad de efectivo. Pasta importante, diría un amigo a quien le excita el tintineo de las monedas.
Ahí, en el café que frecuento para ver pasar la vida, fumar tabaco y leer a pierna suelta sin que nadie se percate de que existo, un letrero daba cuenta del asunto: “Cartera extraviada, cuero negro, no muy grande, cierre dorado. Si la encuentra, por favor notificarlo aquí. Buena gratificación”. Hablé con Marcelo, el viejo dependiente, conversador como nadie, amigo de sus amigos y catador de vinos “porque es lo mejor que se puede beber en este mundo”.
-Viejo, yo tengo esa cartera.
Cogió el teléfono y al terminar dijo que mañana, a tal hora, estaría la dueña por ahí. Era alta, delgada, mayor, una anciana dulce y bien trajeada. Se alegró cuando Marcelo me puso frente a ella. Saludé y le devolví lo que había hallado. Cuando iba a largarme me llamó, noté sorpresa, algo de estupefacción o qué sé yo, “joven, venga, le voy a dar su recompensa”.
Uno sabe que las cosas andan mal, a estas alturas nadie va a decirme cómo se juegan las cartas aquí o allá, pero confieso que me entristeció, algo así como verificar otra vez lo que ya sabemos desde hace mucho: que vamos para atrás, que nada, que para construir un país y para crear futuro es preciso cambiar desde mil flancos diferentes.
-¿Mi recompensa?, señora, por Dios, nada más le doy algo que es suyo.
Es todo. Eso es todo. Debería ser así, me dice el doctor Jeckyll al oído. El hecho de que alguien deba recompensarlo a uno por devolver cualquier cosa, por decir oiga, tome, perdió esto, lo encontré yo y aquí está, huele mal. Si la ética individual supone que una realidad de ese calibre va de lo mejor, peor para quien piense de ese modo y actúe de ese modo. Pero cuando en la ética colectiva merodean concepciones parecidas, implica que el tumor dejó de ser benigno, y habrá que inventar algo o nos lleva el diablo sin que lo notemos.
Que la señora no pudiera creerlo, me espanta. Que no le entrara por ningún costado eso de que su regalo o su recompensa o como quiera llamarlo, está de más, y de que no viene al caso, y de que a cuenta de qué, y de que ya, mujer, deje el asunto de ese tamaño y qué bueno que tiene de regreso sus papeles y su viruta intacta, sinceramente hace que encienda ahora mi tabaco y piense en lo mierdecilla que va siendo el país donde hasta hace poco supuse que podían crecer mis hijos. Viéndolo bien, me dije: hay que ver. Por lo menos escribe para que te descojones. Y eso hago. Cada uno lleva su cruz, su voz, su airecillo de felicidad o no, colega, pero eso de asfixiar la capacidad de asombro y aceptar retorcimientos porque bueno, son los tiempos que vivimos, simplemente es como para mandar todo al carajo. Y no es que uno espere, como Penélope, sentado en un banco del andén, a que San Telmo diga vamos, todo bien, todo bien, cabroncetes, y suene la música y final feliz. No. Hay que transpirar y eso se sabe, y hay que joderse en San Telmo, por supuesto.
Otros tiempos, los que refería mi abuela, me dieron siempre la impresión de lejanía, de pasado cargado de claroscuros y telarañas al escucharla hablar cuando era adolescente. Y ella mencionaba a gente que no conocía, lugares que nunca había pisado, y hablaba de entereza, honradez, coraje, trabajo, esfuerzo, dignidad, cosas así, y me seguía dando la impresión de que semejantes comentarios traían aparejados un dejo de señalamiento, de dedo índice sobre el universo que estábamos fraguando. En fin.
-Señora, gracias, pero no.- Entonces le dí la mano y ella me dio un beso. Salí. Afuera el mundo continuaba dando vueltas.