8/28/2016

Cosas perdidas

        No me vengas a decir que no se te han perdido cosas. Perder cosas es lo más común de la vida, pero lo que me quita el sueño, lo que en verdad motiva mis desvelos es el punto de fuga de semejantes extravíos.
    Me explico: botas los anteojos, botas las llaves, botas el carnet de conducir, maldices y remaldices hasta que das o no con ellos, pero nunca preguntas por el lugar que es su guarida. Lo que soy yo, siempre fruncí el ceño al respecto, desde muy niño intenté descubrir adónde van a parar los objetos perdidos y a estas alturas, créeme, puedo jurar que hay una tierra extraña que los contiene. Plaf, plaf, aterrizan ahí mientras te rebanas los sesos revolviendo hasta el último rincón con la esperanza de encontrarlos. Menuda pérdida de tiempo.
    Y eso no es lo peor, claro. Así como a veces notamos que somos un imán para atraer ciertos hechos, para materializar actos, sucesos que quizás deseamos o tememos, de igual modo terminamos por ser pieza clave del jueguito de otro, una especie de algo o alguien  capaz de hacer de las suyas a costa de tu mala suerte, si es que es posible llamar de esa manera a todo esto. En fin.
    Lo digo porque de las mil y una cosas que he extraviado, nada como un lápiz Móngol. Ellos vinieron a mí y se esfumaron en un abrir y cerrar de ojos.  Lo sé desde los años en la escuela, desde el primer grado cuando los regaños de mi madre  se afincaban no en darle a la lata para que aprendiera la lección o hiciera los deberes  -jamás tuve problemas al respecto, puedo confesarlo sin pecar de vanidoso-  sino en advertirme que ése, el que tenía en mis manos, sería el último lápiz que compraba para mí hasta el nuevo año escolar. Nada, a las veinticuatro horas perdía el Móngol, como de costumbre.
    Supe, no me pidan ahora explicaciones, que existía un lugar al que llamé Paraíso de los Objetos Perdidos. Semejante isla oculta -pues sí, era una isla-  idéntica a la de Crusoe o quizás a la de Stevenson, era el hogar de cuanta cosa puedas imaginar, todas desaparecidas, todas engullidas por el Mar de los Zargazos, esas arenas movedizas en las que pataleamos día a día. Cada  lápiz Móngol al que dije adiós se hallaba de cabo a rabo en ella, viviendo una curiosa existencia, sin mayores aventuras, sin escribir o dibujar o todo lo que suelo hacer cuando un Móngol reposa entre mi medio y mi índice, asistidos por el buen pulgar. Lo cierto es que el misterio había sido resuelto. Ya suponía yo que tanta pérdida, tanto Móngol arrebatado frente a mis narices obedecía a algo más que el descuido, es decir, a causas mucho más profundas que mi constante chapotear entre las nubes. Desde entonces papar moscas mañana, tarde y noche no fue la explicación de por qué un Móngol invisibilizado, evaporado cada tres o cuatro días. Respiré tranquilo.
    Como podrás adivinar, a mis cuarenta y seis tacos sé muy bien lo que sucede cuando pierdo algún objeto. Por eso no caigo en inútiles lamentaciones, ni cosa parecida, como suele hacer la mayoría. La otra vez, para variar, extravié el bolígrafo con el que escribo cuentos, tomo apuntes y hago anotaciones varias. Lo imaginé contento en su isla del nunca jamás, trabando amistad con otros lápices que corrieron igual suerte. Solución: fui por otro al kiosco de la esquina. En fin, la vida continúa, me digo, y ya, asunto resuelto.    

8/13/2016

Lo más extraño de este mundo

    Te sientas en un café y entras a una dimensión que es casi una patente universal. Pides el marrón, una botella de agua mineral, enciendes tu tabaco y entonces la franquicia se abre por todos los costados. En Argelia o en Bolivia, lo cierto es que un café es el punto de encuentro para mil y una historias. Hoy quiero escribir de esos que lo saben todo.
    No hay cosa más difícil en esta puta vida que decir no sé. Reconocer la ignorancia, vislumbrarse mínimo, tan pequeño como un bicho peludo y microscópico chapoteando en mitad del universo no es cuestión que acepte todo el mundo. Nanai. Me siento en el café de siempre y escucho la autosuficiencia en pasta que engorda y se alimenta de sí misma, que se autofagocita en una especie de expansión interminable. Si alguien pregunta por la vía expedita para burlar un atolladero judicial, Enrique o Miguel tienen la respuesta. Si el carro suena como lavadora vieja, Enrique o Miguel conocen el por qué y su solución. Si pregunto por la enigmática relojería de mi gps, Enrique cuenta los intríngulis de su endiablado mecanismo y Miguel propone mejorías sobre la marcha.
    Aterrizas en el café de la esquina y encuentras al tipo que lo explicó todo. Explicarlo todo es un deporte muy particular, una extensión del  hombre del Renacimiento enclavada en pleno siglo XXI, lo cual supone conocimiento alquímico entremezclado con física cuántica, historia del arte, poesía lírica grecolatina y pastelería suiza postmoderna. Aquí, entre mesas con mantelito blanco y batidos de lechosa hay a patadas quienes lo saben todo o creen saberlo todo, que para los efectos no es una diferencia como para generar caos. El quid es la explicación: explicar, eso, explicar hasta por los codos otorga señorío a la afilada dentadura del tiburón Enrique y el caimán Miguel. Por eso un café es zona pantanosa capaz de engullir, zuas zuas, a un 747 y transformarse en cementerio de Titanics y tú ahí como si nada, dándote de bruces frente a misterios develados o por develarse: por qué una ventolera te despeina, por qué la Luna tiene cuernos, por qué un kilo de plomo no pesa más que un kilo de algodón, por qué si el sapo salta pues se ensarta, por qué la Tierra no es plana, por qué el cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los catetos, por qué la hipotenusa y no la hipotermia, pongamos por caso, o la hipostasis o la hipoteca o cosa parecida, y así.
    La lógica aplastante de Merlines cafetinescos siempre me ha maravillado. Una vez quise experimentar el método para explicarlo todo, pero entre tanto sentido común y vueltas al fondo de cada problemática terminé con dolores de cabeza que para qué te cuento. Moraleja y conclusión: mi fracaso al intentar explicarlo todo es directamente proporcional a mi talento para no explicar absolutamente nada e inversamente proporcional a mis ganas para ello. Demasiados cojones y poca materia gris, como imagino ya pescaste.
    El otro día, en Ciudad Bolívar, juro por Dios que a orillas de la avenida Táchira vi a un hombre sentado ante una mesa sobre la que descansaba una Remington de las de antes y un fajo de carpetas y papeles que daban la sensación de oficina itinerante. Desde el carro leí un aviso que colgaba. Decía esto: “Se soluciona cualquier tipo de problema”.
    Demonios, explicarlo todo sí que va más allá del café de la cuadra y fíjate que cae como peñasco en el ancho mundo, lo que va siendo bastante decir. La fenomenología trascendental  -perdonen el feo academicismo-  de un hecho como explicarlo todo se quiebra justamente cuando intento dar razones que solventen el asunto. Entonces ni modo, me conformo con saborear el marrón y permanecer tras bastidores, observando y buscando entender, hasta donde me alcancen las meninges. Que me expliquen, que me expliquen, que me sigan explicando.
    Explicarlo todo es poco menos que una ciencia exacta, claro está, cosa que en el fondo es la razón fundamental por la que no abandono mi café predilecto. Tabaco, marrón, agua mineral y de pronto, por obra y gracia de cierta cadencia renacentista que ve tú a saber por qué diablos se cuela desde esos confines hasta aquí, digo, de pronto se hace la luz, se desanuda el nudo, lo torcido se destuerce y la explicación diáfana, sencilla, total, cabe en boca de Enriques y Migueles. Es que un café es lo más extraño de este mundo, rediós, lo más extraño de este mundo.