4/26/2008

El dinosaurio

A mi amigo Alirio Pérez Lo Presti

Dice mi esposa que soy un dinosaurio. No es para menos. Prefiero un sin fin de cosas que hace tiempo cayeron en desuso, gracias, entre otras razones, al peñasco imponente de una modernidad que te devora con sus fauces.
Las cosas viejas me atraen, qué se le va a hacer. El cuarto de los trastos, una montaña de periódicos amarillentos, la entrañable Remington que fue desplazada por la computadora. Dice mi mujer que soy un caso perdido, el vivo retrato, en plena época de chips y superconductores, de una especie muerta, enterrada, a Dios gracias ya extinta.
Tengo un amigo escritor que dos veces por semana, cuando viene a casa a visitarnos, luce unas manchas blanquecinas en las manos, muestra con orgullo los dedos impregnados del corrector líquido que buen favor le hace al momento de quitar entuertos en sus textos, de espantar duendes tipográficos. Es otro miembro del clan, uno más de los poquísimos que quedan, otro dinosaurio en pleno siglo veintiuno.
Cada vez que doy mis clases, en las ocasiones de una charla cualquiera, al momento de una reunión para hablar de lo humano o lo divino, de algo interesante o fastidioso, de lo universal o simplemente de eso que te llama la atención, por minúsculo que sea, cada vez, digo, medio mundo lanza la pregunta, ofrece el Vellocino, restriega en plena cara la Piedra Filosofal de la academia moderna: “profesor, ¿va a querer el video beam?” Mi respuesta, que invariablemente es negativa, resulta un escupitajo. Una conferencia, entonces, no es una conferencia, así como escribir no es escribir sin la pantalla o cocinar no es cocinar porque se echó a perder el microondas. Yo soy un dinosaurio, qué le voy a hacer, y esa mala leche empalma con la buena conciencia. A veces tengo la impresión de que antiguaya semejante es una pieza de museo magnífica, foco de interés para estudiosos de todos los pelajes y demás cultores de la avanzada tecnológica, ante la cual, dicho sea de paso, no es que tenga nada en contra.
Diego Rojas Ajmad, colega de la universidad que es un espadachín de la pantalla líquida, del universo electrónico y de la realidad virtual, el otro día vio de reojo mi celular LG, modelo fósil, tan bueno que repica bajo el agua pero carbonífero por todos los costados, y recomendó ipso facto que me cuidara de un tétanos. Otro amigo, Álvaro Molina, aderezó la idea con aditamentos de lo más impublicables. Y así. Pedro Suárez se frota las manos y disfruta cada letra antes de colgarme su sentencia: premoderno.
Qué se le va a hacer, vuelvo y repito. De los peroles viejos, de entre un sin fin de artefactos que fueron vapuleados por el vértigo del progreso queda el olorcito a naftalina, el cutis aporreado, pero también cierto entrañable sabor a vino centenario, a roble milenario, a ecos de otros tiempos.
De un indiscutible dinosaurio puede esperase cualquier cosa. Incluso la peor. Prefiero una hoja de papel a una computarizada, con su carga de árboles talados y demás. Un tarantín de libros viejos es un tarantín de libros viejos, con alergias de por medio, aunque la asepsia de otras librerías, en el mejor de los emplazamientos, te haga cosquillas en la espalda, cruce las piernas insinuándose y termines bajo un mismo techo y unas mismas sábanas.
En fin, que mi esposa tiene toda la razón del mundo. Los dinosaurios existen, no vaya usted a creer, y hay que observarlos, pobrecitos, y llevarles la contraria y mantenerlos a raya, no vaya a ser que acaben un mal día con ciertos celulares de avanzada, videos beam de última generación o libros ecológicos sin una mota de polvo, gordos de silicio y llenos de teclitas por doquier.
He dicho.