4/23/2016

La pantalla de mi Sony

    De niño juraba que un mundo como el nuestro existía en lo profundo de los televisores. Para que una película pudiera suceder, gente diminuta en medio de calles, sillas, vasos, casas, vehículos, escuelas, tiendas u hospitales tenía que vivir en las entrañas de esos aparatos. Es que las tecnologías eran cosa de otro mundo, una  dimensión ajena al muchacho que iba siendo. Lilliput cabía hasta las narices en los intestinos del tv y encenderlo suponía un vómito de historias como las que me gustaban.
    Cierta vez, asomándome por alguna hendija, creí ver a Supermán transformándose en Clark Kent y a Tarzán cayéndose a trompadas con una pantera. Cuanto le conté a mi madre sonrió con dulzura y cuando, emocionado, le confesé mi descubrimiento a un amigo del colegio, me miró con desprecio argumentando que un tv era sólo eso, un tv, y que si yo era pendejo él sí que no, pues hacía ya mucho que conocía el secreto de sus cavernas: allá adentro únicamente existen cables, tornillos, bobinas, tuercas y demás piezas aburridas.
    A veces tengo la impresión de que la memoria es un televisor incrustado en alguna región del cerebro, de modo que cuando lo encendemos aparecen en pantalla esas imágenes que nos obnubilan, nos hielan o nos espantan. Para más señas, cogemos el control remoto y en pleno zapping, si hay suerte, damos con la secuencia de unos besos, borrosos ya, probablemente en blanco y negro, o con el nacimiento de Lucía, la última de tus hijas, cuando todavía tenías cabello y mucha esperanza saliéndosete por los poros. En fin, la vida humana tiene bastante de historia novelesca, de puesta en escena televisiva al mejor estilo Delia Fiallo. Quién lo iba a decir.
    Quizás por eso pensamos en imágenes, quizás por eso soñamos en imágenes y quizás también por eso casi es cierto que una imagen vale más que mil palabras. Total, que no es verdad la letanía simplona de que vivimos una época dominada por lo audiovisual cuyo corolario es el desplazamiento de lo escrito hacia un segundo o tercer plano. Lo dicho: atravesamos tiempos donde la impresión de la pupila marca una agenda que siempre nos coge por el cuello, aún desde los cavernícolas. Moraleja y conclusión: el televisor es la punta de un iceberg que se adentra en nuestra historia y va a parar a los dibujos de Altamira. Mira por dónde van los tiros.
    Así que cuando un sabihondo sentencia con el ceño fruncido que la pantalla de mi Sony es la culpable de la violencia en las calles o de que Juancito no se acerque a un libro, es decir, que no lea ni la o por lo redondo, lo pongo de patitas en la calle al muy cretino. Es que estamos hechos de imágenes, las llevamos embutidas como productos Oscar Mayer en la caja craneana, cuestión que ni es muy buena ni muy mala pero  sencillamente es. Dispongo del gatillo, o del control remoto, que viene a ser lo mismo. Preparo, apunto, fuego.

4/16/2016

La máquina del tiempo

    A veces los relojes se detienen, se adelantan o retroceden como echados en brazos de una máquina del tiempo. Sin ir muy lejos, pásale la vista a Maduro y sus secuaces: la Guerra Fría sigue presente, el Muro de Berlín continúa intacto, Gorbachov queda en el futuro más lejano y Nikita Kruschev hace de las suyas entre vodkas y ginebras con bastante hielo. Los sesenta lucen como nunca en los más tercos delirios que dinosaurio alguno pueda haber soñado en estas tierras.
    A veces el tiempo retrocede, digo, sin más explicaciones que la realidad monda y lironda: un coñazo en la nariz a fuerza de escasez, de colas, de ineptos en el gobierno, de inseguridad traducida en número cada vez más elevado de malandros por milímetro cuadrado. Supongo que gracias a semejante medio ambiente tengo un amigo que únicamente escucha discos de acetato y sólo ve películas en su televisor a blanco y negro, ya sabes, cuatro patas largas y pañito con florero encima, retro por donde lo mires. Para remate, escribe en una Remington y borra con typex o correctores líquidos, de modo que sus dedos llevan siempre salpicaduras blanquecinas producto del asedio a errores, letras, palabras y frases que son en el papel lo que virus y bacterias en el organismo. Menuda realidad.
    Hay gente maravillada, en estado de fascinación permanente porque este mes o el otro va a salir el juguetito nuevo de la Apple, el último grito de la Nokia, el non plus ultra de algunos aparatos japoneses. Mi amigo vive como el caracol que es, metido en su concha, y así como un glóbulo rojo es un glóbulo rojo y nada a favor del torrente sanguíneo chapoteando feliz entre plaquetas, leucocitos y demás adminículos por el estilo, él hace tiburoning en las playas del pasado, corre las olas del celuloide hecho vida cotidiana en súper 8 y cada minuto de su día exige un revelado Kodak, o en su defecto la instantánea polaroid que termina por escupir la camarita y ahí te ves, sonriendo mientras  vas directo a la posteridad.
    Tengo la impresión de que uno inventa su vida como Robert Louis Stevenson inventó sus novelas: a punta de imaginación y terquedad, y por supuesto algo de mala o buena suerte. Por eso mi amigo es un dechado de cosas extrañas, por supuesto, y también fabulosas. Maneja a la perfección el cóctel de la existencia entre retazos de imágenes llenas de telarañas y cabos sueltos hechos de remembranzas que poco a poco va labrando como si fuese un albañil del día a día. Entonces el pasado está aquí y el aquí en el pasado, asunto que sin querer va sonando ya como trabalenguas pero qué se puede hacer, total, si la vida es a veces una lengua trabada, lenguaje hecho añicos, sintaxis sin pie ni cabeza (pregúntale al gobierno) que mejor es dejar de lado para no jodernos el ahora con lamentos o tristezas que para qué te cuento.
    La otra vez fui a visitarlo y lo hallé escribiendo cartas para arrojarlas luego al buzón del correo ordinario. Había algunas en papel de biblia y más allá un cúmulo de postales  -sí, postales, imagínalas tal cual-  con imágenes descoloridas de avenidas, de edificios, de paisajes antiguos que apenas cabrán en el recuerdo. Me emocionó ver a alguien escribiendo la correspondencia de su puño y letra y pensé en qué diría don Pedro Suárez, hombre moderno como ninguno, si conociera a Clodoveo de Brindis Pérez, protagonista de esta historia. Me encojo de hombros y sigo mi camino.
    En un país despedazado como éste la máquina del tiempo estuvo ahí antes de soñarla. Abres los ojos, sales a la calle, despabilas un poco y la tienes enfrente. Quién iba a sospecharlo.

4/10/2016

Escenario psicosocial en Venezuela (entrevista)

Alirio Pérez Lo Presti, más que un amigo, es un hermano. Hicimos amistad desde los días merideños cuando ambos estudiábamos en la Universidad de los Andes y compartíamos vida cotidiana entre libros, academia, literatura, cervezas, librerías, juergas y tertulias que sabíamos cuándo empezaban pero jamás cuándo finalizaban. Dejo una entrevista imperdible que hace muy poco le hicieran a propósito de esta locura colectiva llamada Venezuela.

El link:  http://perezlopresti.blogspot.com/2016/04/escenario-psicosocial-en-venezuela.html