8/27/2014

La historia, otra vez

    Como muchos, yo también admiré en Israel su capacidad de construcción. Ese Estado que nació en el siglo XX en pocas décadas fue capaz de levantar un vergel  -tal es el lugar común-  sobre la aridez más asfixiante.
    En muy contadas ocasiones el lugar común ha sido tan cabal y cierto. Luego de una diáspora cuyo centro neurálgico fue la esperanza en la Tierra Prometida, el pueblo israelí  hizo un país, un nicho, una patria geográficamente real, levantó una democracia, y con asombro para el mundo fue quemando etapas, persiguiendo el desarrollo a la velocidad del rayo. Cada día más sus condiciones de vida mejoraron y no es exagerado afirmar que, con toda certeza, aleccionaron a quienes dudaban de su asentamiento y despegue.
    Florecer en el desierto, crecer en lo económico, brindar sanidad y educación, todo ello comporta un hacer que ya quisieran otros para sí. El holocausto significó una vergüenza para la especie  que no debe jamás repetirse. Los judíos lo superaron, emergieron del infierno al que fueron obligados a descender, y dejaron constancia de lo que es capaz el espíritu humano cuando se decide a permanecer, crear y trascender.
    A veces, sin embargo, las lecciones que arroja la historia resbalan incluso por la epidermis menos tersa. Quiero decir, parecieran no penetrar, o hacerlo mal, lo cual es igualmente lamentable. El fin del conflicto israelí-palestino implica el mutuo reconocimiento, o sea, el hecho objetivo  de que ambas partes compartan la verdad incuestionable, e inevitable, de que deben coexistir. Coexistir sin entrematarse, es lo que pretendo enfatizar. Y da la impresión de que el gobierno de Israel  -o sus gobiernos sucesivos, para ser más claro-  no ha asimilado la enseñanza que, por haber sido el pueblo judío protagonista en carne viva, tuvo que internalizar con mayor tino: no infligirle a otros el padecimiento que fue parte de su realidad en razón de la estupidez y la ceguera del poder. Hoy en día Palestina vive su holocausto, sufre la agresión salvaje de un país que, bajo el pretexto de la propia defensa, diezma y derrama sufrimientos indecibles a una población civil que al presente suma una carnicería de niños volados en pedazos, ancianos, hombres y mujeres víctimas de una matanza que jamás debió ocurrir.
    Es cierto que todo país goza del legítimo derecho a protegerse. Es verdad que Hamas practica el terror pero su fundamentalismo, hay que decirlo, en poco se diferencia de ese otro que usa las bombas en función del arrase total. Algunos vecinos de Israel han afirmado su pretensión de borrarlo del mapa. Es lo que promueve aquél contra Palestina, vista la brutalidad y desproporción de los ataques en la Franja de Gaza. El terrorismo de Hamas no va a acabarse con el terrorismo del gobierno judío.
    Por fortuna, ha habido y hay gente que piensa en la realidad beligerante entre Israel y Palestina. Intelectuales judíos y árabes  -Edward Said hace algún tiempo, Daniel Gavron, Azmi Bishara, Amos Oz, entre otros-  se han tomado en serio la necesidad de hacer propuestas para la paz, de escribir, de debatir, de alzar la voz con valentía a propósito de lo que viene ocurriendo en el Medio Oriente, y eso, más temprano que tarde, se hace sentir, aporta espacios de reflexión que tanta falta hacen en medio de las tensiones y las balas.
    Repito lo que de cierto modo dije antes: tanto Israel como Palestina tendrán que reconocerse mutuamente como Estados soberanos, como realidades que están ahí y están, además,  para quedarse. Tal reconocimiento implica, desde luego, dar y recibir, obtener pero también ceder. El respeto, la admiración que mereció el Estado de Israel en su afán de labrar, de construir para la vida está siendo acribillado, bombardeado por él mismo, con la misma fuerza que castiga a otro pueblo mucho menos poderoso y con idéntico derecho a existir, autodeterminarse y vivir en paz. En algún momento, ojalá que sea muy pronto, la locura en Gaza tendrá que cesar. Quizás en ese entonces la paz se encuentre más cerca esta vez.