5/30/2011

De cómo el disparate se esconde tranquilo a la vuelta de la esquina

Por las calles de la vida suele uno tropezarse con lo humano y lo divino. Eso que en líneas generales nos parece de lo más normal, de golpe y porrazo bien podría ser barrido por la andanada de algo, sin tapujos, ubicable en el mero ámbito de la locura. Me explico: cabalgamos nuestra geografía vital a lomo de razón y sinrazón, curiosa verdad que, a fuerza de estar sembrada en lo más profundo de lo cotidiano, se nos escapa a veces de las manos como jabón entre los dedos.
Exacto. En eso de andar todos los días viendo lo mismo y nada más que lo mismo, compartirá usted mi idea de que ha terminado por desencadenarse una consecuencia inevitable: la aceptación sin ton ni son de ciertas cosillas, rocambolescas, tristes, ridículas, hilarantes cosillas, lo cual nos lleva de la mano y sin remedio, creo yo, derechito hacia el abismo en cuyo fondo reposa el mundo ilógico de lo disparatado.
Me explico más: conocerá usted a esa gente que dice sí cuando quiere decir no. O a aquella otra que responde meneando la cabeza hacia los lados al mismo tiempo que se muere por una afirmación. Habrá tenido la oportunidad de, muy tranquilo y circunspecto, solicitar el teléfono de sultano y obtener como respuesta su número de cédula. Estoy seguro, igualmente, de que a estas alturas ya ha puesto su humanidad en Eleoriente, por ejemplo, con la muy sana e inútil intención de reclamar el cobro de facturas que no debe, o el corte del servicio que ya pagó, y demás típicas aberraciones, qué cabrones miren, sin que esto represente en absoluto novedad por la que alguien tenga que pegar su quijada contra el piso. ¿Se dio cuenta?, el carácter surrealista vive luminosamente entre nosotros. ¿Comprende ahora?, somos el saco y el gato, el chivo y el mecate, y muchísimas veces ni lo uno ni lo otro, aunque todo lo contrario.
Pues bien, en ese ambiente cargado de lo que es y no es y del que como he dicho ya casi media humanidad no se percata, basta hacer un esfuercito para hincarle el diente a la incongruencia redomada, al disparate acurrucado en su trinchera, siempre listo para regalarnos un coñazo en la nariz, el muy hijo de puta. Como muestra, nada más que anteayer un diario guayanés tituló como para joderse en el alma de cualquiera: “Piden a los rebeldes humanizar la guerra en Colombia”. ¿Alguna contradicción? A mí que perdonen estos genios del periodismo local, estos cojonudos de la información y áreas circunvecinas, ¿pero cómo será una guerra humanizada? La verdad es que entre absurdo y absurdo, el bosque de lo real maravilloso es el único que no desaparece en estos tiempos de mierdecillas y de plagas. Asimismo, los iluminados del mundo generosamente han aportado su correspondiente botoncito a la infinita galería de lo que no tiene sentido. Fidel Castro, luego de su rutilante paso por el fecundo manicomio de los totalitarismos, ofrece una pieza magistral en cuanto a torceduras semánticas, nada menos que una imposibilidad hecha lengua: “Socialismo de mercado”. Tiene huevos, la verdad sea dicha.
Los ejemplos pican y se extienden. El mismo Borges, interrogado por algún ingenuo acerca de lo que es un oxímoron, esas contraposiciones fulgurantes del significado
que, como la ocurrencia del argentino, hacen palidecer a un haikú cuando de martillazos en el pulgar se trata, respondió: “Inteligencia militar”. Nada menos. Y el señor Chávez, para no restarse protagonismo, se la pasa chasqueando lo del “Neoliberalismo salvaje”, por manifestar su desacuerdo con lo que Uslar Pietri (“El liberalismo es la flor de la civilización”) escupió a los cuatro vientos en su última entrevista publicada. Menudo dilema. Menuda lenguarada la del uniformado.
¿Tendrá razón el señor Chávez o más bien don Arturo? Si afinamos bien la puntería y echamos mano de una lupa, dése cuenta de otro oxímoron que, cual conejo, brinca de la nada a nuestros brazos: “Hugo Chávez-Uslar Pietri”. Vea pues cómo la abundancia nos inunda.
Para hacerle una jugarreta al disparate, para cazarlo en la esquina misma que le sirve de escondite, vale la pena hacer silencio, caminar sobre la punta de los pies y atraparlo de improviso. El último, el que está de moda, el que se enquistó por estos lares en una especie de locura colectiva, lleva la rúbrica pomposa de “revolución pacífica”. Aquí sí que se fundieron los cables.
No faltaba más. Del sentido al sinsentido, y viceversa, bandeamos de lo lindo como pelota en un billar. Qué coños... qué le vamos a hacer.

5/20/2011

Libros viejos

Hay una diferencia colosal entre la vida y una máquina. Me explico: ayer anduve deambulando por la red, sobre todo en los alrededores de un portal donde se ofrecen libros viejos. La verdad es que pude ver de todo, empezando por una enciclopedia a la que había perdido el rastro desde mis años infantiles, pasando por "Espejo roto", novela escrita por Mercé Rodoreda y de la que Rosa Montero ha hablado maravillas en un articulazo, hasta "Amantes y enemigos", libro de la mismísima Montero, que pareciera evitarme porque son tantas las veces que casi lo atrapo y tantas, pero tantas, las que termino con las manos vacías.
En fin, que eso de la internet está requetebién, en principio porque borra las fronteras, porque coloca las distancias a merced de un click, y luego por aquello de las épocas: uno vive en el siglo XXI y se acabó, o te le encaramas o te aplasta. Pero la verdad sea dicha, las teclas y los microchips terminan por crear ámbitos paralelos, algo así como una realidad abstracta que, a falta de mejor nombre, los entendidos llamaron “virtual”. No se equivocaron.
Aparte de lo meramente utilitario, una librería en la red tiene mucho de dos más dos son cuatro, de cálculo planchado e impecable, de inmaculada asepsia. El polvillo de las obras viejas no se te mete en la nariz, por la sencilla razón de que a la velocidad de la luz, que es a la que se mueven las computadoras, el tiempo es harina de costales diferentes. No hay polilla que moleste, ni páginas amarillentas donde siete u ocho décadas quepan en las palmas de las manos. Una librería de libros viejos es una librería de libros viejos, y eso basta. Lo que se levanta ante los ojos, sin embargo, es en la pantalla tan actual, moderno, colorido y bien trajeado que sólo luego, cuando el ejemplar atravesó medio mundo para llegar a tus dominios, confirmas lo que ya sabías: ante ti se desparrama la cascada de los años, ahora sí que te acaricia la piel de un reloj de arena pulverizado en palabras. El texto que buscabas, roto el hechizo de esa pompa de jabón con sello Microsoft, muestra sin pudores sus poros, sus pliegues, y lo ves en carne y huesos.
Cuando tengo la oportunidad entro sin pensarlo a una librería de éstas. Las hay en Caracas, en Mérida, en Barquisimeto, en Maracaibo. También hubo una en Puerto Ordaz. La vida real, que juega al gato y al ratón hasta los límites de la saciedad o del absurdo, que sin ningún miramiento explota aquí como una primavera, cuela entonces los olores, texturas, colores, sonidos, matices, certezas y dudas. He podido encontrar en ellas títulos raros o ejemplares agotados, cómo no, pero también otras historias que se adhieren como una segunda piel al libro que termino por llevarme entre los brazos. En una edición desvencijada de Becquer y sus “Rimas”, aprovechando a su manera el texto impreso más allá de lo habitual, un enamorado, por ejemplo, se entregó al diálogo amoroso con quien supongo fue destinataria de esa obra, vaya usted a saber por cuáles azares del destino elegida por mi olfato e intereses muchos años después: “Lástima que yo no haya hecho esos versos que siguen. Sin embargo, te los dedico ahora y siempre”. O: “Con todo el corazón te regalo esta rima; léela con detenimiento y ya sabrás por qué”.
En otras ocasiones basta una firma escondida entre las primeras hojas, como ésta muy tímida, hermosa y con trazo casi gótico, hallada en "Todos los fuegos el fuego", de Cortázar: Miguel A. Zaragüita. Caracas. 8/10/69. Basta, digo, porque uno se imagina de seguidas los recovecos de la vida, ciertos extraños laberintos atravesados en todos los caminos desde el preciso instante en que esa rúbrica fue tinta fresca y hasta que vino a parar, mire qué cosas, a un estante de mi biblioteca.
Hay una diferencia colosal entre la vida y una máquina, no cabe duda. Yo prefiero ensuciarme los dedos, prefiero el olor del papel acuchillado por los días al rostro maquillado que dejan entrever los libros viejos desde los escaparates de una librería virtual.
Cada quien con sus vainas, podrá usted argüir con propiedad. Y le doy toda la razón.

¿Tiene salida Venezuela?

En general, los latinoamericanos suponen que sus países lograrán desarrollarse o no gracias a la confluencia de circunstancias que les son ajenas. La explotación del Tercer Mundo por las naciones industrializadas, el capitalismo salvaje, la ausencia de “conciencia revolucionaria”, la presencia de multinacionales y una etcétera tan larga como equivocada, son algunas de las causas que, sustentadas en esa creencia siempre alimentada y fortalecida por demagogos de todos los pelajes, impiden iniciar la ruta que podría llevarnos a formar parte del selecto grupo de países civilizados, modernos, democráticos y libres.
Pudiéramos realizar un ejercicio de observación que no exige mayores esfuerzos, podríamos preguntarnos: ¿cuál es nuestra realidad como país?, ¿por qué nos africanizamos?, ¿por qué la miseria, la falta de oportunidades, de educación, de salud, de desarrollo, cayeron a niveles de vergüenza, cuestión a la que ha ayudado con denuedo la administración Chávez?, ¿por qué mueren dieciséis mil personas al año sólo en manos del hampa?. Interrogarse acerca de lo anterior es siempre necesario, y respuestas posibles cabe relacionarlas con la cultura predominante que en América Latina exhiben sus ciudadanos: aquí se vive en la ingenua convicción de que la sociedad y el Estado son mutuamente excluyentes, de que repartir la riqueza va a sacarnos del abismo (sin antes generarla, por supuesto), de que un país hoy en día puede respirar tranquilo sin volcarse con toda su imaginación y su energía a producir, a crear, a aprovechar sus ventajas y sus lados fuertes y a competir sin complejos a escala planetaria.
Latinoamérica fraguó un medio cultural reñido con el desarrollo. La falta de confianza en sus democracias es apenas un ejemplo de ello, lo que construye en gran medida el trampolín sobre el que una partida de pillos, populistas, salvadores y dueños de las llaves del Paraíso se disponen a subir como mecanismo expedito para acceder al poder. En países como los nuestros, ya sabemos, se elige a los gobernantes dándole un zarpazo a la razón; será la adrenalina quien se encargue de entronizar al milagroso de turno. Y así.
La idea de cultura incluye aquí instituciones y valores (como el hecho de que en la gente existan convicciones democráticas a toda prueba), asunto bastante alejado del imaginario colectivo en estas tierras. Ese es precisamente el lado resquebrajado de nuestra sociedad. Un Chávez, un Rangel
, un Acosta Carles como candidatos, son vivos ejemplos de la torcedura a la que me refiero.
Apoyar un proyecto como el chavista deja entrever la muy laxa tesitura democrática de tanta y tanta gente. Yo dudo de eso que muchos afirman por ahí, eso de que el venezolano es demócrata porque desde el cincuenta y ocho le inoculan, vaya usted a saber cómo y quién, tal condición. Pensar así es llamarse a engaño, con el agravante de que entre mentira y mentira, aparte de no ver la realidad que nos desguaza, vamos directo a propiciar escenarios que dábamos por superados. Los venezolanos tenemos el convencimiento, la “mirada” que Carlos Rangel llamó “tercermundista”, mezcolanza de ideas anacrónicas, refractarias al siglo XXI e incapaces de generar riqueza, avances tecnológicos, educación y mejores condiciones de vida. Todavía no se asimila lo que salta a la vista, o sea, que no hay modo de suplir el apego fiel al Estado de Derecho, al comercio mundial, a la economía de mercado, a la democracia contante y sonante, si en verdad pretendemos lograr prosperidad y desarrollo.
Los índices democráticos en Venezuela, según la fundación Konrad Adenauer, son los últimos en Latinoamérica. Esto quiere decir que la relación entre democracia formal y democracia real, esa que vivimos en el día a día como país, no se da de manera compatible, lo cual saca aún más filo a la espada que pende hoy por hoy sobre nuestras cabezas. Salir del foso exige trabajo, disciplina, liderazgo de vanguardia, sacrificios, imaginación, y requiere además la fragua de una forma distinta de concebir la política, la economía, la sociedad, la manera de crecer y abrirse al mundo, es decir, una realidad diferente a la que abrazamos como nicho cultural.
Por los vientos que soplan los cambios urgentes no se van a realizar. Ciertos países muy cercanos a nosotros como Chile o Costa Rica han encontrado el camino, han orientado sus pasos en la dirección de la modernidad y del avance como sociedades, al punto de que sus niveles de pobreza descendieron a ritmo impresionante. Venezuela insiste en el marasmo y la arqueología. Más miseria, más atraso, que es como decir menos futuro. Ahí andamos.

5/10/2011

Ganas de joder

Un amigo chavista, con buena conciencia, jura que el gobierno abre la trocha para llegar al cielo. Me invita a un café y en medio de la charla suelta como si nada, convencido hasta los tuétanos, la más espectacular de las creencias: tenemos derecho a la vivienda, a la educación, a la atención médica, a mil y una cosas nobles. “Lo dice la Constitución”, remata a quemarropa.
Una constitución es un texto por lo general preñado de cosas lindas, cargado de excelentes intenciones (y a veces de algunas no tan buenas, escondidas entre líneas) donde queda plasmado un pacto, un deber ser, una idea, una visión de país fraguada por consenso. Hasta aquí, de maravillas.
Lo malo es que el derecho al Paraíso, pregonado por demagogos y finalmente recogido en los textos constitucionales, viene a cuento justo a la hora de los encantamientos, al momento en que la musculatura populista anda a toda máquina engarzando incautos. Más allá, qué duda puede haber, se recibe un coñazo en la nariz, y es la misma realidad quien cerrando el puño lo propina sin contemplaciones.
Digamos que la educación de un pueblo, la salud, las viviendas dignas para todos, forman el punto de fuga que un gobierno sensato, decente, ético, que trabaja para los suyos, debe y tiene que colocar en el más elevado orden de prioridades. No hacerlo equivale a una perversa imbecilidad. Mi amigo cree que la revolución juega su papel histórico porque unos encachuchados escribieron ciertos derechos y los entronizaron en el librito azul. Ya cumplieron.
En verdad suena hermoso. A ciertos oídos resulta muy agradable la música populista, pero gobernar bien dista años luz de estas maromas leguleyas. Tales derechos suponen metas, son horizontes que deben conquistarse y mantenerse a fuerza de trabajo duro, organizado, bien pensado, sistemático, apoyado en un conglomerado social no refractario a la creación de riqueza. Si somos capaces de producirla, entonces podremos llevar a la realidad, en concreto, el conjunto de frases edulcoradas que por lo general adornan nuestra Constitución. Que nadie se engañe: el bienestar tiene su precio y por detrás de amagos demagógicos y retórica incendiaria es preciso sufragar las cuentas. No hay almuerzo gratis.
Es bueno que el Estado cargue con las facturas al respecto, pero sería mejor que la misma sociedad generara los recursos económicos para que aquél en realidad pague los gastos, que son muchos. ¿Cómo hacerlo? Abriéndose al mundo, produciendo y comerciando intensamente, alentando la inversión local y foránea, siendo más democráticos, educando en serio, respetando al pie de la letra las reglas de juego, ahorrando, integrándose económica y culturalmente a la comunidad internacional, haciendo uso de nuestras ventajas comparativas y aprovechando con inteligencia las fuerzas de la globalización, entre otras cosas. Las dos Coreas, las dos Alemanias, la China de Mao y la China de hoy dan cuenta de lo que digo. Métale la lupa a esas realidades y concluya.
No hacemos mucho con que políticos oscuros, populistas de cualquier pelaje decreten una cantidad de ideas sin piso sólido guindándolas de la Constitución con la espada de la justicia social flameando como llama vengadora, porque si no hay en las arcas la riqueza necesaria para afrontar semejantes maravillas, habremos construido una realidad más retorcida, una pobreza todavía mayor que la de antes. Si no hay quien pague, tristemente, y así se retuerzan de indignación todos y cada uno de los genios gobernantes, terminamos endeudados. Y endeudarse se transforma por mala costumbre en una espiral ascendente cuyo fin es la quiebra, la miseria más profunda y el desequilibrio en todos los flancos.
Hay que aprender a crear riqueza, claro, y esas lecciones pueden darla España, Taiwan, Japón, Chile, Singapur, Irlanda, la India del presente, y un largo número de países que decidieron dejar atrás su atraso y brindarles a sus ciudadanos mayores oportunidades para prosperar. A ser demócratas se aprende, por su puesto. A ser tolerantes también, y a respetar al otro, al diferente, al que no piensa como tú o al que no se viste como tú. Se aprende a pensar, a ser ordenados, laboriosos, disciplinados. Lo más fácil es destrozar al paso, acabar con lo que existe y suponer que en ese trance hemos borrado la historia, porque a partir de ahí, a partir del agente destructor, comienza otra nueva, fundadora, rescatadora, originaria, pura y perfecta. Por eso aquí se habla a cada rato de salvamentos. Medio mundo vive pendiente de ilusiones semejantes. Casi todos nuestros políticos, mediocres, ignorantes como son, quieren salvar algo: las tradiciones, los niños de la calle, la patria, el folclor, el honor, las plazas, las buenas costumbres, la moral, el queso de mano, el palo a pique, el turrón de leche o el carato de maíz, y en sus disparates suponen que tienen la ecuación precisa para ganar, para cobrar sin trabajar, para obsequiar felicidad a rienda suelta. La utopía les hace carantoñas, y de ahí al Mar de la Felicidad hay sólo un paso.
La prosperidad no yace incrustada en las páginas de las constituciones. Es preciso darle forma física, a veces llorarla, perseguirla, pero sobre todo sudarla. Y eso hay que aprenderlo. No se decreta en ningún texto. Ya quisiera Chávez, un inepto como pocos, brindar, producir los recursos y la ayuda requerida para que la mayoría, a través de su empeño, consiguiera ascender en el sinuoso camino al bienestar. Ya quisieran los iluminados de este país, los Araque o los Istúriz, los Jauas o los El Troudis, aportarle a la sociedad venezolana la millonésima parte de lo que otros, en diferentes latitudes, ofrecen a sus semejantes a partir de la riqueza que consolidaron. La Fundación Rockefeller, paladín del capitalismo y ejemplo de todo lo contrario a cuanto anida en los sesos de nuestros revolucionarios, en vista de las hambrunas que azotaban buena parte del continente asiático, en el año cuarenta y cuatro fundó y subvencionó un centro de investigaciones para crear variedades vegetales de alto rendimiento. Años después ese esfuerzo, junto con el de otras instituciones, se tradujo en la Revolución Verde de la India. Asimismo, las campañas relativas a la salud pública inherentes a vacunaciones infantiles consiguió un aliado extraordinario: Bill Gates, a través de la Fundación Bill y Melinda Gates. Sólo en el África subsahariana la ayuda económica y logística prestada por aquél no tiene parangón. La mortandad infantil ha descendido de manera impresionante. ¿Por qué pudieron hacer esto? ¿Por qué han sido exitosos en la consecución del bienestar, tanto para ellos como para otros? Éstas son preguntas que un demagogo como Chávez, un populista como Evo Morales, una caterva de corruptos y aprovechadores como sus aplaudidores, deberían hacerse, pensar y repensar.
Para joder a un país no es preciso esforzarse demasiado. Latinoamérica está plagada de ejemplos muy ilustrativos en este sentido. Decretar mejorías en negro sobre blanco es una forma metafísica de salir adelante, ridícula en la forma y en el fondo, quizás la más retorcida manera de engatuzar a los demás con el cuento de los ofrecimientos sin ton ni son, a diestra y siniestra, peor aún al venderse bajo el engaño de la obligatoriedad de cumplimiento exigida por una Constitución a propósito de sus contenidos.
Son ganas de joder, qué duda cabe. Simples ganas de seguir jodiendo.
Tu cuerpo color rosa me escudriña de reojo.
Como un Cíclope o un mal tiempo mira de lejos y yo
gimo por una barra y una cerveza.
Luego acaricio esas piernas
terminando en la cueva de tu miel.
Invento la historia,
vivo lo absurdo de tus pasos.
Me asomo desde tu sexo y observo la ciudad dormida, borrachos que brindan
por no sé qué.
Despierto tranquilo.
El silencio resopla la última bocanada de la noche
y muerto de risa me señala con el dedo.

5/08/2011

Sfumatto

1.- En un árbol tan viejo como yo

hice un nido para guardarme de la lluvia

y parí un cristal verde muy brillante

para alumbrarme la noche

y dejé migajas alrededor del tronco

donde algunas imágenes, aladas como pájaros,

restregaban sus culpas en medio de la gente.

2.- Quiero caminar por la plaza, escuchar los techos de hojalata.
Mi pueblo, donde el último color de la memoria se confunde con una rama seca, y el espacio feliz de cuatro calles hace de la vida un eterno café.

3.- Encuéntrame en tus ojos
azules de tanto mar
de tanto cielo y ausencia
en este pueblo de follaje frondoso
donde el viento pega a brandy
cercenando el rostro con la punta
de ciertas hojas secas.

4.- Por eso, en mi pueblo existen bicicletas
sin olvido
con poemas
sudorosas
y de carne y hueso.

5.- Mi pueblo donde vives
en un patio embestido por guayabas.
Tal como soy,
restriego algún
recuerdo
escondido en un rincón verde y camuflado.
No me pidas que te encuentre.
Subiré a aquel árbol empinado que mira desde aquí
para que me lleve a la orilla,
muy cerca de tus pies.

6.- Cada noche
tenebrosa de mi pueblo
una mujer montada en una escoba
sale a asustar a la gente
y por eso
en mi pueblo los gatos
se esconden a las seis
y las personas
no pasan por la plaza
luego de las diez.
En algunas esquinas de mi pueblo
hombres gastados por lamentos
se encuentran de frente con las agujas del reloj
y la arena de los días
baña la penumbra de algunas noches frescas.
Los viejos generosos de mi pueblo
tocan la flauta
para llamar a los santos
y usan pañuelos blanquecinos
reliquias arrugadas de bolsillo.
Todas las calles de mi pueblo se parecen a la Luna
por esos inmensos agujeros
con gestos de mar
y todas las calles de mi pueblo
cuentan las historias
que ya no se cuentan
en los porches de las casas.

El idiota inteligente

Mucho se habla de “revolución”. Esta palabrita la verdad es que supera con creces los niveles de aparición que término alguno pudiera exhibir en el pasado a ras de boca, a flor de labios, sobre todo ésos que ni por carambola llegan a empalmar con el cerebro.
Cerebro: entraña de lo más extraña, culpable entre otras menudencias de todo cuanto implica raciocinio. Pues bien, he estado meditando en estos días sobre ciertas conductas, sobre manifestaciones a mi juicio untadas de mucho ruido y pocas nueces, relativas a la curiosidad que implica el hecho de que un puñito de intelectuales todavía apoye al régimen. Y cuando digo un puñito me refiero nada más que a eso: cuatro gatos, unos pocos malabaristas cuyos argumentos, cuando los hay, por endebles se pasean entre lo cómico, lo ridículo y lo absurdo.
Por supuesto, lo primero que se me viene a la cabeza es la noción de libertad. Esta gente apela al libérrimo albedrío y se acabó, hace lo que hace porque le da su real gana, lo cual no sería descabellado suponer si no se atravesara ya mismo algo traído por los pelos cuando de “gente que piensa” se trata, asunto que consiste simplemente en convertirla (a la revolución, quiero decir) en receptáculo de algo así como la supraconciencia, el “non plus ultra” de una época, de una cultura o de una sociedad determinada. Tamaña equivocación se remonta a mucho tiempo atrás, pero lo interesante es que de eso llamado con pomposidad la “intelligentsia” tampoco es que se deba esperar más de la cuenta.
Se ha repetido hasta el cansancio que esta es una revolución sin ideas, un parapeto sin intelectuales. La genuflexión, la cerviz deambulando por el piso, valen para ella mucho más que la otra cara melindrosa, crítica, inconforme, siempre dispuesta al debate y al disenso que da la democracia. No faltaba más: las revoluciones, hasta que se demuestre lo contrario, no escuchan más que su vocinglería, no ven más que el perfomance montado por su gente, no dialogan más que con su sombra y, fíjese qué casualidad, tampoco es que anden por ahí contándose. Moraleja y conclusión: no existen revoluciones democráticas. Así de simple. El prototipo del intelectual llamado a transformarse en jarrón chino, en mampara de cualquiera con los sesos hirvientes tiene aquí mucho de espejo: refleja únicamente a quien se le pone enfrente, con la salvedad de que los revolucionarios sufren de un síndrome que la tradición oral, hermanos Grimm mediante, ejemplica de maravillas en aquella vieja bruja del cuento Blanca Nieves. En fin, de ellos va quedando el “sí, señor”, o el “ordene, comandante” que un grupo de muchachos gritara a coro hace muy poco, aparte del polvero, la humareda y los vidrios rotos que otros deberán tarde o temprano recoger.
Pero decía al comienzo que es un error esperar demasiado de los intelectuales, en esencia porque, leyendo a Jean François Revel (“El conocimiento inútil”.Barcelona: Ed. Planeta,1990) he notado cómo pone el dedo en la llaga y termina por domar al menos común de los sentidos, que es el sentido común, llamando pan al pan y vino al vino. Los intelectuales no tienen por qué cargar sobre sus hombros mayores empachos a la hora de propiciar ciertos golpes sobre la mesa. Los dan o no los dan, y aquí demasiados caen de bruces, por la razón sencilla de que, como expresa el mismo Revel, “el intelectual no ostenta, por su etiqueta, ninguna preeminencia en la lucidez. Lo que distingue al intelectual no es la seguridad de su opción, es la amplitud de los recursos conceptuales, lógicos y verbales que despliega al servicio de esta opción para justificarla”. Más claro, pues, no canta un gallo.
Los pocos pensadores con que cuenta esta revolución han callado. Complacientes, silenciaron sus voces unos y las alzaron otros para defender lo que tenían en las narices, o sea, todo un abanico de crímenes y hechos repudiables que van desde la violación constante de los derechos humanos, pasando por la burla reiterada a la Constitución (caso revocatorio, por ejemplo), hasta llegar a claras evidencias de tortura a ciudadanos y a la existencia de presos políticos. La moral, claro, tiene sus particulares recovecos y la actuación al respecto en primera instancia se corresponde con principios sustentados en ella. De eso no hay ninguna duda. Pero como también dice Revel, “hay tantos pensadores de izquierdas, sobre todo después de 1945, como pensadores de derechas que han empleado su talento en justificar la mentira, la tiranía, el asesinato e incluso la necedad. Bertrand Russell, futuro Premio Nobel, declara en 1937: “La Gran Bretaña debiera desarmarse, y si los soldados de Hitler nos invadieran, debiéramos acogerlos amistosamente, como si fueran turistas; así perderían su rigidez y podrían encontrar seductor nuestro estilo de vida”. Bertrand Russell –continúa afirmando el escritor francés- puede ser un eminente filósofo en su especialidad (la lógica simbólica), pero no deja de ser un imbécil en el punto tratado en su frase”.
Estamos de acuerdo, la imbecilidad es completamente libre, no guarda reparos a la hora de escaparse por la boca o de darse a conocer cuando hacen mutis. En eso estamos muy de acuerdo.




Marzo de 2004






Más allá del espejo



Para no olvidar: a propósito de la libertad de expresión en América latina.






El espíritu de libertad se topa a veces con su mueca especular. Del otro lado del espejo, y esto no implica metáfora alguna sino la realidad establecida por regímenes dictatoriales, esa morisqueta se ubica como contraparte de un estado de cosas que, con todos sus problemas, algunos países han logrado erigir. Con esto me refiero, claro, a la enarbolación y defensa de los derechos civiles, de las libertades individuales y de condiciones de vida a cuya dignidad puede aspirar la mayoría porque, en esencia, las oportunidades gozan de una repartición mucho más justa.
En esa otra orilla del espejo labrada por Castro y que se llama Cuba, el poeta y periodista Raúl Rivero, en juicio sumarísimo, hace poco más de un año (04-04-03) fue condenado a dos décadas de presidio. Otros comunicadores apresados esos días sufrieron penas parecidas, que oscilaron entre los catorce y los veintisiete años de cárcel. “Dentro de la Revolución todo, fuera de ella nada”. Tamaño patetismo, espíritu y bandera del gobierno castrista, ilustra bien el por qué de los abusos, de los crímenes que terminan siendo consuetudinarios en esas sociedades.
Las dictaduras, si no son frenadas a tiempo, llegan para quedarse, y en ese camino se las arreglan para adueñarse de la justicia, de los medios de comunicación, de las instituciones y de la voluntad humana. Cuando esto ocurre ya el mal está enquistado, sólo resta escapar o someterse, dar la batalla o morir en vida (algo así como transformarse en zombi), rebelarse o plegarse al dictamen del supremo. Rivero, el poeta Rivero, optó por lo primero, es decir , dijo sus verdades, se atrevió a hablar, expresó opiniones provenientes de su libérrima conciencia, quiso un mejor país, señaló el pus donde lo halló, y hoy paga por ello. El motivo de la condena: violentar, según sus esbirros, el artículo 91 del Código Penal cubano, que castiga “los actos contra la independencia de la integridad territorial del Estado”. O sea, nada menos que atentar contra la patria, ser un “agente a sueldo” de la Oficina de Intereses de los Estados Unidos en La Habana (básicamente por escribir en una revista “contrarrevolucionaria” denominada “Encuentro en la Red”, publicación pagada por la Sociedad Interamericana de Prensa que a su vez ha resultado ser, no faltaba más, una organización que apoya la “subversión”). Rivero, además, se vio acusado por escribir para la “Sociedad Hispano Cubana”, la cual, sostiene el régimen, también es “subversiva”. Tal es el listado de sus crímenes.
Es bueno decir que durante la primera parte de esta historia Raúl Rivero cabía en el marco de lo que pudiéramos catalogar como el “buen muchacho”. Graduado en la Escuela de Periodismo de la Universidad de La Habana, laboró en la mayoría de los diarios (oficialistas, por supuesto) que operan en la Isla. Fue director de la agencia noticiosa Prensa Latina en la Moscú de la Guerra Fría y ejerció asimismo la jefatura de relaciones públicas en una institución denominada Unión Nacional de Escritores y Artistas Cubanos. Sin embargo, 1989 marcó el inicio de la ruptura del poeta con el stablishment y es en ese instante cuando empiezan sus problemas. Al dar un paso al frente, al desmarcarse, al comenzar a disentir en público, de inmediato Castro y sus sabuesos lo etiquetan: contrarrevolucionario, traidor, y demás calificativos utilizados en situaciones semejantes. Ya para 1991 Rivero se atreve a firmar junto con otros nueve creadores lo que se conoce como la “Carta de los Intelectuales” o “Carta de los Diez”, en la que exige al gobierno mayores libertades ciudadanas. A partir de ahí se convierte en un notorio y activo militante por los derechos humanos y por la democracia, no solamente en su país sino en América Latina.
Este año, exactamente el veinticuatro de febrero, Raúl Rivero resultó galardonado con el Premio Mundial UNESCO “Guillermo Cano” de Libertad de Prensa 2004, como reconocimiento a su lucha, a su oposición ante las tropelías de la dictadura castrista y a favor de las libertades civiles en un país que desde hace mucho pasó a ser la más grande prisión caribeña. Las voces de protesta por su encarcelamiento no se hicieron esperar, y ahora como nunca continúan los esfuerzos que otros, desde la clandestinidad y desde sus posibilidades, realizan para que más temprano que tarde la brisa de un mejor horizonte se cierna sobre la pisoteada Cuba. Pero hay, no obstante el papel desempeñado por intelectuales y artistas de todo el continente frente a la represión y la violación sistemática de los derechos humanos en la Isla, un silencio en algunos que no deja de llamar la atención, sobre todo porque enérgicamente levantaron sus voces, con toda razón, ante atropellos perpetrados por gobiernos de derecha a lo largo y ancho del territorio latinoamericano. Se me antoja que aquí ocurre lo que ciertos sociólogos bautizaron como “inmunidad revolucionaria”, una especie de callada complicidad o cuando menos vergonzosa indulgencia ante dictaduras de izquierda, partiendo de quienes por elemental sentido común deberían pronunciarse sin ambages y en primerísimo lugar: los intelectuales, los artistas, los cultivadores del pensamiento y la sensibilidad en cualquiera de sus manifestaciones.
En Venezuela acaba de finalizar nada menos que un “Encuentro Mundial de Poesía”, sólo por mencionar un ejemplo, y nada se dijo al respecto, a pesar de que el evento coincidió, días más días menos, con la fecha en que un poeta como Raúl Rivero fue brutal e injustamente encarcelado. Nada se dijo, aunado a esta falta imperdonable de conciencia crítica y de solidaridad, acerca de la encarnizada represión ejercida en Venezuela durante los días finales de febrero. Una mirada que pasa por encima de vagabunderías y vejaciones se instaló feliz, y el claro gesto de un “aquí no ha pasado nada” dejó su estela de conformidad, de pusilánime incondicionalidad , de dale que lo demás no importa.
Del otro lado del espejo existe un mundo que se parece al espanto. La mano del Estado mueve la trama, dictamina, decide quién come y quién no, quién sueña y quién no, quién vive y quién no. Raúl Rivero, el poeta, lo sabe de sobra, y no parece importarle a otros que también hacen poemas, aparte de permanecer callados.




Abril de 2004.

Lenguaje, realidad y política

Las palabras están hechas de tiempo, de memoria y de presente. El mundo cabe en ellas porque son la única manera de reconocerlo, es decir, a través de las palabras percibimos esa masa amorfa que llamamos realidad.
Ahí, en el pináculo de la condición humana, que es adonde hemos llegado gracias a un lenguaje como el que nos fuimos construyendo, se asienta el juego en sociedad, la posibilidad de encontrarnos y encontrar al otro; se incrusta el hecho extraordinario, antes de que el Homo sapiens obtuviera su partida de nacimiento, de referirnos al amor o a la guerra, de insultar o alabar, de elaborar intrincados sistemas filosóficos o nada más conversar en una esquina. El lenguaje, qué duda cabe, nos humanizó. Por eso basta unos instantes para descubrir a quien se eleva sobre su cresta y se reafirma como bípedo implume, o al que cae destrozado por sus dentelladas, feroces cuando se revierten justo ante la imposibilidad de pegar un sujeto con un predicado. Son los hombres, ni más ni menos, quienes darán uso al lenguaje en una especie de dialéctica que asombra por lo extraño que resulta, pues si bien él está ahí, a la orden y a nuestros meros pies, de algún modo le pertenecemos, de cierta paradójica forma nos atrapa al punto de que podemos afirmar que el lenguaje está en nosotros, claro, pero nosotros igualmente en él.
Vuelvo al primer párrafo: son las palabras el hilo vinculante con la realidad. Ahora bien, la experiencia nos dice que aquélla es una para cada quien, y de ahí el lógico (y sano) relativismo que nos cubre por los cuatro costados. Pero es a estas alturas cuando los usuarios toman, en el peor de los sentidos, de las palabras lo que les conviene para crear mundos abstractos y deslastrar a la retórica de toda unión con lo concreto, con lo que exige pruebas fehacientes, con lo ubicable a un palmo de nuestras narices.
La mayoría de los políticos sirven para ilustrar lo anterior, sobre todo cuando se dan a la tarea de hablar incluso por los codos sacándole el cuerpo a lo tangible. Si algún demagogo habla de libertad, deja abierto en el vocablo un boquete de dimensiones gigantescas, lanza al ruedo un sin fin de posibilidades. La idea de libertad, por ejemplo, es casi infinita aunque en política ipso facto la asociamos con la individual, económica, de expresión, de pensamiento o de prensa, por mucho que un Chávez, un Perón, un Castro, un Lusinchi, un Bush, un Menem, no las hayan mencionado para nada. El término libertad se transforma de este modo en coladera que abre paso a variadas interpretaciones, se toma una buena dosis de laxante semántico, por la razón sencilla de que al pronunciarlo suponemos que se trata de algo bueno, maravilloso además a la hora de campañas. Tenemos, como es obvio, nuestras ideas acerca de lo que es la libertad, o la democracia, pero en concreto pueden ser muy diferentes, e incluso incompatibles. Ahí queda algún vocero del gobierno como ejemplo vomitivo: “excesiva democracia”, llegó a soltar sin que se le notara un mínimo temblor de voz.
Libertad, democracia, patria, igualdad o justicia son palabras que a cada instante resbalan por bocas muy competentes frente al levantamiento de castillos en el aire. Un demagogo es un maestro del embuste discursivo, una máquina pendiente de elaborar chasquidos de la lengua. Le aterra concretar, tiembla ante lo palpable, porque ésos son terrenos de logros o fracasos, de hechos consumados o no, y ahí todos caen para morder el polvo.
En política, como en cualquier ámbito, el lenguaje nos vincula con la realidad. Hay que estar pendientes de cuál realidad está en juego.



Julio de 2004.

5/06/2011

Sal marina

Mi cuerpo rastrojo que sabe de océanos

y de aguas profundas

encerrado

bajo la línea ínfima y poco creíble

de tus pezones rojos y amarillos.

Paisaje con vista hacia el mar

horizontes que desato en mi pupila

y recojo lleno de silencio ansioso

por ese líquido rosado que brota

abundante de tus curvas.

5/05/2011

Tu cuerpo aquí, en medio de las piedras,

sucede que no te conozco

pero recuerdo la historia de tu encuentro

una historia que no es de este mundo,

entonces comprendo,

eres diosa,

saludas a la gente,

te complace subir

y mirar lejos;

deshojas margaritas

pasas la noche en vela

y lees recostada en ese arbol

hasta que aparecen los luceros.