7/16/2010

Recordarán ustedes...

Recordarán ustedes que hace pocas semanas escribí a favor de la unión homosexual. En esa columna argumenté que el matrimonio gay no sólo debería legalizarse, sino también que el heterosexual no tiene por qué ser mejor o peor que aquél.
Pues bien, llovieron los correos y para darles una ilustradita valga este botón: “Ahora resulta que apoya usted a cierta minoría enfermiza. Ya digo yo que semejante conducta debe tener sus por qués. ¿Es usted maricón de nacimiento o será una condición adquirida?”
Que sea yo lo que sea no viene a cuento, aunque mis preferencias consistan en un par de piernas depiladas o unas caderas como Dios manda. Conozco machos de medio pelo, muchos ocultando su debilidad de fondo, y tengo amigos gays sensibles, cultos, más inteligentes que la inmensa mayoría de mierdecillas trajinadas en serie por una sociedad hipócrita.
Si usted me pone a escoger, la verdad es que admiro el temple de los gays y detesto a los retacos de pensamiento. La estatura moral de ellos por lo general me asombra. Hay que tener coraje, hay que llenarse de equilibrio, y toda la parafernalia, para no volarle los huevos a tantos despreciables que diariamente señalan, condenan y llevan a la hoguera, por sus juicios a priori y su cortedad humana, a quienes son diferentes, a quienes decidieron otras rutas y otros pliegues de su existencia a la hora de meterse con alguien en la cama.
A veces, desde la terraza de un café o al caminar por la calle los observo. Noto el amor a flor de piel y percibo la asfixia que les quita el habla, el aliento, la vida misma. El miedo en muchas ocasiones empotrado en sus miradas. Hay que tener control de acero para no hacer justicia con las manos y cargarse a cuantos destruyen vidas apenas comenzando: el adolescente que empieza a descubrir sus preferencias, el joven que se atrevió a arrojar una palabra hermosa al otro, sujeto del deseo, y entonces verse acribillado a burlas, a ofensas de todos los calibres, a desprecios por una culpa que no tienen. Respeto y admiro a esos que llevan tales cruces con la dignidad que ya quisieran algunos miserables para sí.
A ver qué mejor puede ser un heterosexual como manda la Iglesia, que un homosexual como no manda nadie. Si a ver vamos, en ninguna parte puede hallarse la respuesta, es decir, ¿a cuento de qué imaginar y luego aceptar que Julián, Luis o Pedro son más o menos enfermos que Raúl, Cintia o Nicomedes, por el sólo hecho de que los primeros son homosexuales y los segundos no? ¿De dónde demonios alguien se metió en el bolsillo una conclusión cuyas premisas son falsas por donde las mires? ¿Quién dijo que usted está como una uva de salud, corporal o espiritual, o es mejor, o vale más, que el fulano de enfrente, decente, trabajador, honrado, pagador de impuestos y homosexual? Yo sostengo que los inquisidores de todos los pelajes vayan a soplar pitos a otra parte, y que los enderezadores del mundo, casi siempre perfectas nulidades andantes, terminen rumiando sus ideas en la misma hoguera que preparan para otros.

7/12/2010

La mujer de la mesa

Era guapa y morena, vestía falda corta, negra, y una blusa mínima abotonada hasta donde provocar hace de las suyas.
En la mesa del café, ya entrada la noche, Lucía camina sobre sus tacones altos y va y viene, paseándose por los alrededores, como diciendo mira tú, dame lo tuyo y aquí tienes lo mío. Una vez se sentó, me pidió fuego, y entonces habló de la noche, de los jaleos cotidianos y me preguntó qué hacía.
Miro pasar la vida, respondí. Cruzó las piernas y siguió charlando. Lucía, de veintiséis años, tenía una chiquilla de nueve y desde que la echaron de casa conoció el infierno traducido en día a día. La vida es un saco de gatos, pero siempre nos las arreglamos para fabricar nuestra historia. Soñaba con ligarse al tipo de su vida, más temprano que tarde y ya, porque vivir es un arte y exige cultura para eso, temple, cojones en su sitio. Pedí dos cervezas, y a la tercera ronda Lucía fumaba distendida mientras yo la escuchaba interesado, como si fuésemos amigos de años.
Ella escogió hacer lo que hacía, “a mucha honra, coño”, y recitó con voz dulce un poema de Carlos Ossa, que hablaba de putas y de sexo y de la noche como un cuarto oscuro inventado únicamente para ciertos placeres que media humanidad, juraba, moría sin haberlos sospechado. Me dijo guapo, ¿puedo pedir otra?, y yo le contesté que dos, que también una para mí.
Extendió su brazo delgado y largo, como pieza de Lladró, y cogió la cartera pequeñísima que había dejado encima de la mesa. La abrió, sacó un labial carmín, un espejo diminuto y un libro manoseado. Anda, ábrelo, página cuarenta y dos. Le pasé la vista y hurgué tres o cuatro líneas. En voz alta guapo, ¿qué te pasa?, también estoy aquí. Lo hice, descubrí la voz de un poeta ruso refiriéndose a entrepiernas, muslos, sudores y jadeos. Era largo, cargado de ese tono, de ese ritmo que puedes encontrar cuando te aplasta una obra literaria. Al terminar alcé la vista y vi sus ojos húmedos, vi su rostro encendido y el poema y Lucía me conmovieron hasta los tuétanos. Déjame leerte otro, y leyó otro. ¿Más cerveza Lucía? Pues sí, ya que insistes.
Si vienes luego, si te acercas por aquí voy a traer algunos de los míos, dijo. Iba a escribir su libro, tenía todo previsto. Anda, cuéntame un poco, permíteme escuchar uno de ésos, comenté. Lo hizo y disfruté con sus palabras, gocé el verbo de aquella mujer que recitaba de memoria. Le agradecí el gesto, le agradecí el favor, le agradecí el privilegio que me daba. Nada, guapetón, la próxima vez vamos a conversar de cine. Entonces encendió otro cigarrillo y pidió la última cerveza.