11/29/2016

Fidel Castro y sus congéneres

    Te cuento algo, compañero. Cincuenta y siete años en el poder no es cualquier cosa. Si no hay controles, contrapesos, eso que los clásicos de la filosofía política tramaron con oportuna y fabulosa ocurrencia, al más pintado se le afilan las pezuñas.
    Fidel Castro acaba de morir y no doy crédito a la cháchara que mañana, tarde y noche han armado los medios de comunicación. Presidentes, políticos de toda ralea, gente decente e indecente, artistas de verdad, de embuste y vivos de la vulgata cotidiana ungen al mandón como si de un Ghandi caribeño se tratara. Me echo agua fría, me froto los ojos, despacho una caja de hisopos limpiándome cada oreja y nada. Castro es el prohombre del momento, un ornitorrinco del liderazgo tercermundista bañado en sahumerio por la corrección política y la desvergüenza.
    No me vengan con cánticos de pato. Que la muerte de cualquiera suponga el recogimiento de rigor, el respetuoso silencio, pasa. Pero que cierto personal, señores que dejaron el pellejo jugándosela por calzarse  -y calzarnos-  una mejor forma de vivir en sociedad, léase democracia, termine catalogando a un tirano de prócer, ilustre, insigne y demás sandeces parecidas, es el chiste que los iguala a la peña que conforma el patio: bolsiclones que buscan la foto, la declaración de prensa, la cámara que los ponche un minutico en El Informador. Hoy, respetables luchadores por un mundo más humano voltearon para otro lado cuando su deber era seguir llamando pan al pan y vino al vino.
    Que gentuza como Nicolás Maduro y la pléyade de buenos para nada que le hace coro invente la idiotez que mejor se subordine a su talento, es comprensible. No se pueden esperar variaciones en tamaña ensalada de ineptos. Pero de ahí al espectáculo, repito, puesto a punto y cacareado por individuos con solvencia intelectual y política, diría mi abuelita que es el acabóse. ¿De cuándo a acá un dictador que jamás permitió elecciones, prensa libre o partidos políticos de oposición, que encarceló disidentes, violó Derechos Humanos a mansalva y mató gente como quien mata moscas, es digno de reconocimiento alguno, de honores destinados a verdaderos genios, benefactores de la humanidad?
    Es que Castro no fue un dictador de derecha, supongo. Por eso la pedorra izquierda de este país, pongo por caso, salvando excepciones microscópicas, aflojaba los esfínteres frente al barbudo. Por decir lo menos, una cantidad impresionante de intelectuales, atragantados de ceguera política, sinvergüenzas tanto antes como ahora, aplaudió sus demenciales ocurrencias, justificó su  perverso mandato y pasará a la historia sin el tiquecito de absolución que soñara el tirano para sí. La izquierda caviar, claro, que ni olvida ni aprende ni tiene puta idea de con qué se come la palabra dignidad a estas alturas de la desgracia. Verbigracia: Venezuela. Humillada, destrozada por todos los flancos gracias a una panda de canallas apoyada por egregios pensadores, escritores, gente de la cultura y demás golfos de idéntico follaje. Hay que tener dos cojones, me digo, para echarse encima la ruindad como tarea sin que les tiemble un pelo del cogote.
    Que despistados o fanáticos prendan incienso como tributo a mastodontes, vuelvo y digo, guarda lógica y tiene pedigrí de mala entraña. Pero que la decencia se cuele en hedores semejantes es como para obsequiarle una patada en pleno culo, por alcahueta y por zafrisca. Ahí nos vemos.

11/21/2016

Clark Gable por estos lados

    Desde mi silla lo observo. Llega en las tardes, hace su nido de cartones y se echa sobre ellos como quien se apoltrona en la oficina. No debe tener más de sesenta. Su porte refleja el maltrato de la vida, lo que no le impide sonreír. Me llama la atención su educación, la forma en que pide dinero, los ademanes simpáticos con que agradece cada moneda que va acumulándose en el plato.
    Cuando me da por café, tabaco, libros y agua mineral para desde ahí, entre párrafo y párrafo, ver pasar la vida, caigo ipso facto por el Alameda con la seguridad de que al levantarme terminaré reconciliado con la vida. Decía arriba que me sorprende el gesto amable, exquisito, de un hombre que en la esquina únicamente se sienta a esperar que le des algún dinero. Si lo miras con atención  te regala una cátedra de cómo, mientras pasa el tiempo, mientras sorteas la marejada humana que va y viene y por poco te aplasta, es posible mantener el buen ánimo a la vez que pescas eso que transeúntes absortos en su mundo, casi robotizados, te arrojan en el pote.
    Saluda, sonríe a lo Clark Gable frente a Vivien Leigh, y de seguidas agradece tu bondad con la alegría de haber cerrado un negocio suculento. Hay que tener disposición, me digo, y talento y buena cara para extender la mano y pedir, sin que el perfomance degenere en patetismo, vulgaridad o vergüenza. Es que incluso para abrir la palma de la mano y esperar a que te suelten algo hace falta mucho garbo, no vaya a ser que el escenario se transforme en pacotilla donde un bueno para nada, sin orgullo, amor propio, dignidad o como diablos se llame,  te meta una mano en el bolsillo sin tocarte y aquí no ha pasado nada.
    Todo hay que decirlo. Lo que soy yo, cuando uno de estos vivos pone cara de sufrido y pide porque la vida le pateó el trasero, pienso en la cantidad de congéneres rompiéndose los lomos para ganarse el pan en buena lid, haciendo lo que sea sólo para mal alimentarse pero al fin y al cabo con la vista en alto porque trabajar, lo que se dice trabajar, dignifica al más pintado. Entonces, frente a un avispado que chorrea flojera  sigo de largo por la razón sencilla de que un hombre entero, saludable y fuerte puede arrimar sacos o caletear aquí y allá para merecerse el alimento, cosa inencontrable, claro, a lo largo y ancho de tanto pedigüeño metido de cabeza en un bostezo. No es el caso del compadre de la esquina.
    Desde mi trinchera observo al tipo sobre los cartones y pienso: hay que ver. Este individuo se acuesta ahí en la tarde, hace como los políticos, es decir, utiliza con astucia su carisma, que para eso lo tiene a manos llenas, y el tintineo de las monedas sobre el peltre cae como metralla. Lo observo y resulta todo un espectáculo: Clark Gable haciendo de las suyas a las cinco de la tarde en una avenida concurrida. Clark Gable sonriendo, encantando a tirios y troyanos, con el cigarro ladeado dándole lecciones de buena educación, de refinamiento por donde lo mires, de tratamiento cortés y distinguido a tanto patán e hijo de puta que pasa embutido en flux, corbata y maletín. Quién iba a sospecharlo. Si no lo hubiera visto jamás lo hubiera creído. Así anda el patio a estas alturas.

11/15/2016

La condena

    Todo el mundo busca entender las cosas pero nadie se esfuerza por desentenderlas. La ley de gravitación universal, la ecuación de Maxwell, los recovecos de la mente humana, cualquiera da un ojo de la cara por comprenderlos. Yo, quizás porque de niño fui un desprevenido (asunto que hoy continúa como si nada), la verdad es que me dedico a desmontar entendimientos de múltiples raleas.
    Tengo un tío que se desvive por dar en el clavo a la hora de mover neuronas a propósito de grandes  o pequeños problemas. El pobre hace su mejor esfuerzo pero son más las ocasiones del yerro que las del acierto.  Lo peor es que cada fracaso supone la hecatombe para su círculo más íntimo: arde Troya por la razón de que no llegó a desentrañar ciertos mecanismos.
    Cada vez que mi esposa explica algo importante (lo sé por ese modo de enarcar las cejas y gesticular que adopta en tales circunstancias) respondo que no he comprendido un ápice. El comentario la saca de sus casillas pero a mí me hace sentir mundano, vivo, más cerca incluso de la sabiduría, porque el saber que más admiro es el de los ascetas, cuyo empacho entronca con una vía iluminativa de aproximación al mundo que le saca la lengua a Descartes y a su pomposo ergo sum.
    Con tal horizonte entre ceja y ceja, el otro día me dio por desaprender algunas cosas. Estaba en ello (desaprendía a anudar cordones de zapatos) cuando alcé la vista y apareció enfrente, cuarto tramo de la biblioteca a la izquierda, “Historias de cronopios y de famas”. Confieso que se hizo la luz, ya no me sentí tan solo. Recordé en el acto que Cortázar regala ahí instrucciones para subir una escalera, otras para dar cuerda al reloj, e incluso algunas para aprender a llorar. Semejante libro de consejos pide a gritos, claro, una premisa fundamental: darse de bruces con no comprender, con desandar en primer lugar lo andado. Bendito sea Julio Cortázar. Fue como recibir palmaditas en el hombro.
    Cuando la mayoría ha optado por entenderlo todo, porque el mundo es de los que saben y por aquella estupidez de la sociedad del conocimiento y blablablá, yo me tomo la molestia de estirar los brazos, largar un bostezo de ocio griego y cobrar fuerzas para comprender menos el universo que habitamos. A lo mejor así termina uno captando más, quién lo iba a decir, sin tanto ceño fruncido y títulos de maestro por centímetro cuadrado.
    Al fin y al cabo al nacer estamos condenados. Te lanzan a este mundo y desde ese comienzo incierto, la verdad sea dicha, empiezas a desembarazarte, a descomprender poco a poco, durante cada segundo y cada hora, cada semana y cada lustro, hasta el día final, cuando te desentiendes a fondo, íntegro,  por completo de todo y de ti mismo.