3/26/2007

Naturalezas muertas


Siempre he preferido la vida. Será por eso que no logro explicarme la pasión de un amigo por coleccionar mariposas, clavaditas ellas y demás con alfileres de colores en el fondo de una caja que huele a naftalina.
Mi buen amigo afirma que es naturalista. A todas estas, me pongo a pensar en semejante adjetivo, que tiene mucho de jactancioso, y sólo vislumbro a un tipo que va a La Llovizna a merodear, come galletas Kraker Bran y sacrifica mariposas cuyas alas extiende, cuales trofeos, en su particular cementerio de animales.
Mientras escribo recuerdo instantes de mi infancia, flashes que llegan a la memoria como martillazos, secos e intensos, y me veo comprando barajitas. La naturaleza, que de niño suponía, y por fortuna supongo todavía, impregnada de sol, aire libre, montañas azules y mariposas zigzagueando sobre el pasto, si a ver vamos cabía en cromos que irían a parar, obviando alfileres de por medio, en el santo lugar de un álbum de figuritas. Nuestras colecciones eran eso: el dibujo o la fotografía que enseñaba las fauces de un león o el cuello ridículamente inmenso de alguna jirafa. Menuda diferencia con el naturalista de marras.
Pero mi amigo tiene sus ocurrencias. Una de ellas es que el cementerio sirve para conocer mejor a esas criaturas. Dígame usted. Yo solamente frunzo el ceño. No sé, huele muy mal tamaña justificación, tiene pinta de una excusa como otras. Lo cierto es que la caja que huele a naftalina ocupa lugar privilegiado en la sala de su casa, y como un florero más, o una pintura o una obra de Lladró, pasa los días expuesta a la mirada de curiosos, de gente que ve en la crucificción de mariposas un exotismo digno del naturalista que traga Kraker Bran, quiere a los perros como a nadie y apoya con vehemencia el protocolo de Kioto. Me da por pensar que a estas alturas mi amigo, más que un inocente amante de lo natural y otras cantaletas por el estilo, tiene cierto parecido, por eso de asesinar en serie, con el más famoso entre famosos, con el señor Jack, el mismísimo Destripador.
Repito, siempre he preferido la vida. Entonces tengo la impresión de que una mariposa o un saltamontes o un batracio, incluso una sanguijuela, son milagros que aporrean los ojos precisamente por milagros, por chorros de vitalidad, y ahí están, al alcance de la mano. Así como un poro de la piel, en su humilde existencia, en su aparente insignificancia, encierra nada menos que una clase magistral de poesía, cualquier mariposa es un soneto gongoriano volador, una pieza literaria alada, un aria de cualquier ópera que se respete incrustada de pie a cabeza en pocos milímetros de colorido y perfección, por lo que destriparla vía alfileres me parece la barbarie personificada en naturalista más que degenerado. En fin, cada loco con su tema. Unos atraviesan cuerpos vivos para satisfacer afanes decorativos en los salones de sus casas, y otros se meten a vegetarianos. Mire usted, vaya que hay de todo. Mi amigo naturalista jura por su madre que es amante de la naturaleza. El otro día me hizo llegar un documento para que lo leyera y suscribiera, contándome entre “los abajo firmantes”. Una proclama a favor del morrocoy guayanés, que está en vías de extinción y blablablá. Su rúbrica encabezaba el manuscrito, seguida de otras, supongo que de naturalistas y no tan naturalistas. Firmé, claro, y luego me encogí de hombros. Una certeza atravesó mis neuronas: el buenazo de mi amigo, por más firmas en comunicados o palmaditas que dé a sus perros antes de salir para el trabajo, es un verdadero amante, sí, pero de las naturalezas muertas.

3/06/2007

Neuronas y páginas

Entrar en una biblioteca es como pasear por un cerebro humano. Anaqueles, obras y autores dan la impresión de formar cierto orden bien pensado, un cúmulo de experiencias tales que da cuerpo al puñado de ideas que son el recinto donde se hace tinta y página la aventura intelectual del bicho humano.
Cada vez que pongo el pie en una biblioteca, desde la mía hasta la última que he visitado en estos días, no deja de colarse el temblorcillo que se siente cuando reconocemos estar frente a una incógnita de proporciones importantes, ante la idea de que un misterio vive ahí desde hace siglos. Dándole vueltas al asunto, entre dudas que van y encogimientos de hombros que vienen, me doy cuenta de que una biblioteca se parece mucho a esa entraña que algunos usan para pensar (bueno, otros no tanto y otros nada en lo absoluto) por eso de que en ella abundan, diría que casi como en nosotros, contradicciones increíbles, rarezas de lo más llamativas, y pastiches, ensaladas, menjurjes cuyo trasfondo resulta ser uno y el mismo: las ideas.
Dice la lógica que la caja craneana del bípedo implume no es un saco desfondado al que van a parar tales ideas (aunque a veces sí), ni la habitación patas arriba de un adolescente poco dado a las escobas o a la cama tendida (aunque a veces también). Esa misma lógica, con rigor de matemático enclaustrado, se respira de buenas a primeras entre los pasillos, entre los estantes de una biblioteca, al punto de hacerse tan pesada que casi se podría tocar. Es la lógica del orden, de la organización, del viaje cultural planificado que parte de la A y finaliza en la Z. Entrar en una biblioteca, repito, es como pasear por un cerebro humano, y esa tarde de aventuras trae sorpresas de la mano, pues aquella lógica aplastante en más de una ocasión empieza a desandar caminos y a tomar atajos, callejuelas semioscuras, vericuetos menos claros para la razón.
Como en los quehaceres neuronales, el bosque de libros formando pasillos hace sinapsis, conjuga a la perfección temas, zonas del conocimiento, épocas y autores. La biología del cerebro y la sociología de una biblioteca bailan pegaditas el bolero donde en más de una ocasión saltan chispas, las mismas producidas cuando a partir de una cartografía milimétrica (mapa de la biblioteca ideal) asoma el cuerpo de lo contradictorio. No olvido un título hallado mientras hurgaba en la biblioteca de mi pueblo (“Cómo enseñar a pensar”), ubicado con exactitud al lado de otro cuya existencia se me antojó su antípoda: “La muerte de la razón”. Ambos, así como si nada, vivían sus existencias recostados el uno contra el otro, abrazados, diría yo, en medio de tamaños mundos excluyentes.
Pero eso no era todo. Con sólo avanzar unos pasos y echar la vista a un estante escogido al azar, “Desarrollemos la lectura” brincó cual liebre para de inmediato darme de nariz con “Adiós a los libros”. ¿Quién entiende tal saco de gatos?, ¿desarrollar lo que unos centímetros más allá muere en la despedida de los textos? Para remate, las contradicciones no se quedaron en contradicciones. Hubo más: todas las rarezas ganaron figuración. Así, entre sorpresa y sorpresa me vi de frente con “Aprendizaje mediante el retroproyector” (¿todo un libraco para semejante propuesta?), y además me saltó encima el colmo del surrealismo hecho sección de economía: “La administración de lo absurdo”. Como podrá usted suponer, lo anterior, aunado a “Hágase rico en ocho días” produjo fuego: tal mescolanza dio sus frutos, es decir, el mundo parado de cabeza que era esta biblioteca en la que convergieron, como en el Aleph de Borges, las más disímiles obras del pensamiento humano sin distingo, orden o sistematización alguna, entreveradas y fundidas en un solo punto que las contenía.
Sobre “Aumente su autoestima y transforme su vida”, agarradito de la mano con “Los orígenes de la civilización”, el clásico de V. Gordon Childe, tan historiador, tan erudito, tan British Academy, no pretendo pronunciar palabra. Así como un ser vivo es atacado por la esquizofrenia, ciertos desequilibrios siembran de cortocircuitos esas mentes silenciosas, polvorientas, denominadas biblioteca. Los pies en la cabeza, la chicha con la limonada tiene sus vías de aparición, y entre la materia gris que nos define y una sala atiborrada de libros note que la distancia es micrométrica. Entrar en una biblioteca, por supuesto, es como pasear por un cerebro humano.