1/13/2014

Alquimia

    De niño juraba que llegar a adultos era cosa sin complicaciones. Me rebanaba los sesos develando el misterio pero nada, imposible dar con el mecanismo que propiciaba de golpe y porrazo tal metamorfosis. Imaginaba simplemente que un buen día entraba en mi habitación y despertaba luego noventa centímetros más alto, con canas y bigotes y pastillas para la tensión sobre la mesa de noche. Viéndolo desde el presente,  una alquimia menos llamativa que esa otra responsable de convertir el plomo en oro, en la que también creía de pe a pa.
    El hecho de que mi padre fuese mi padre, con su metro ochenta y yo con mi metro diez, el enigma de que alguien fuese más trigueño o menos lacio, más alto o más bajo, dientón o con los incisivos parecidos a un grano de arroz, me quitaba el sueño a diario. ¿Cómo llegaba uno a ser grande? ¿Cuándo se lograba el cambio? ¿En qué momento proliferaban las arrugas? ¿Por qué no había pistas, ni huellas del proceso ni forma de espiar cuanto ocurría? La explicación era una, ya lo he dicho: cerrando los ojos y yendo a la cama, en algún momento escogido por Dios o quién quita, a lo mejor por la mismísima Santa Eduvigis -de quien mi abuela era devota y de cuyo rostro había imágenes por toda la casa-,  se daba la transformación. De cierto modo éramos Gregorios Samsa aún sin saberlo, fieles subsidiarios de una fatalidad que a todos nos tocaba.
    Un adulto era eso, misterio que me impedía dormir a veces, gente alcanzada por el rayo transformador de la divinidad, llena de achaques, miope las más de las veces, habitante de un mundo diferente al mío por donde lo viera. Entonces me hice adolescente. Crecí. Mi padre me llegaba a la nariz, tuve que comprar afeitadoras, ya no usaba pantalones cortos. Ahí supuse que la humanidad se dividía en dos: los adultos por completo adultos, trasplantados de la infancia a una tierra de nadie a partir de cierta edad, y los adultos que lo son gracias a que se expandieron como el hule, pasaron de los ocho a los cuarenta y dos porque la niñez es un chicle que por fortuna se estira.
    Cada vez que leo a Cortázar termino por reconfirmar la regla. Un maniqueísmo de lo más encantador cubre la Tierra: Cronopios, Famas y en el medio Esperanzas, esos individuos que perdieron el tren al Paraíso, conformes ya con ser veletas, esclavos de las circunstancias, peleles para siempre entre dos aguas.
    La verdad es que disfruto recordando estas cuestiones. Pendejadas de la edad, dice un amigo con quien comparto delirios parecidos. Hoy en día veo niños envejecidos y también ancianos que todavía buscan su Vellocino, lo cual es muy estimulante con lo podrido que anda el patio. Es lo que pretendo enseñar a mis hijos: la realidad puede ser de otra manera.
    En cuanto a mí, sigo leyendo a Cortázar, que era un muchacho a los setenta y tantos y tengo la impresión de que Alicia en el país de las maravillas fue con justicia Alicia en el país de las maravillas porque metió de lleno la nariz en el espejo, asunto muy serio si a ver vamos, sobre todo cuando medio mundo está empeñado en irse a la cama, cerrar los ojos y despertar siendo el mismo cada mañana, así tal cual, una tras otra, hasta el fin de los tiempos.