10/03/2007

El resplandor y la memoria

Mi madre ha estado hurgando en cajas viejas, esos lugares adonde casi siempre van a parar las cosas que entrañan remembranzas. Sobre la mesa están algunas fotos. Las tomo y las observo, y entonces un pedazo de calle, cinco décadas atrás, cobra fisonomía.
El blanco y negro hace de las suyas: cuela un tiempo carcomido, lleno de telarañas. Veo en la foto a un grupo retratado, risueño, algunos apoyados de brazos y otros simplemente con la espalda recostada en las antiguas barandas que antaño rodeaban la plaza Bolívar.
Escribo sobre Upata. Su plaza, la de hoy, no se parece en nada a la que deja ver la escena comprimida en la fotografía. Un airecillo de pueblo, de calma sostenida, me alborota con suavidad un mechón de cabello. Alguno de quienes posan pareciera sospechar, por su mirada, que cincuenta años después otro, que soy yo, se detendría en ese momento, justo el instante de encerrar cierto pedazo de tiempo en este espacio de papel y luz. Fotografiar, qué duda cabe, va más allá de hacer un click. Gracias a ello la ciudad crea su particular historia, evidencia lo que fue y lo que va siendo, y lo que es mejor (o peor): lo que pudo haber sido y no fue.
Noto una ciudad ajena a ésta, aunque ya se sabe que sin aquello ésta sería poco menos que imposible. Veo hoy un cúmulo de calles, gente que va y viene con la velocidad a cuestas, con sus miserias y sus petitorios, con sus políticos y sus niños y sus abuelos. Esta foto sirve para el contraste, es una bisagra entre dos tiempos. Me da la impresión de que con ella el hombre inventó un vaso comunicante que trasciende la apariencia o las arrugas de más, porque nos transforma en el porvenir de la imagen que tenemos enfrente. Somos el porvenir de ese pasado que, como quizás intuía uno de los retratados, probablemente estaremos mucho después considerando, dándole vueltas, lo que en mi caso equivale a escrutar una plaza abarandada y con gente que me mira desde mil novecientos cincuenta y seis.
Hay quienes dan por sentado que las fotografías recogen el tiempo que se fue y lo inmovilizan. Yo presumo más o menos lo contrario, que en ellas gana la rueda a veces trituradora del tiempo, con afán de movimiento. Una foto muestra movimiento, no quietud, y por eso la Upata desgastada del presente (sí, desgastada. A este pueblo le falta labranza, orfebrería) es el resultado dinámico de esa verdad. El resplandor de cinco décadas se sostiene en mis manos, y ahí queda un retrato, unas caras, una plaza, unas barandas, para confirmarlo.
Me pregunto qué sería de aquella dama, del señor con camisa mangas largas y pantalón metido entre las botas. Qué sería de la mujer sonriente y del hombre que ve como si nada, como si supiera de mí y de mi tiempo dedicado también a examinarlos. Él posa y listo, muestra el mejor de sus gestos y hasta nos interroga. Él, quién quita, acaso pensará: ¿qué será de todo esto?, ¿qué será de ése que ahora mismo tiene a bien escudriñarnos allá en el dos mil siete?, ¿qué de esta calle y de esta plaza?. Una fotografía llama al movimiento, claro, y también al diálogo. Dejo la foto encima de la mesa, sigo pensando, llego a la conclusión de que ahí se asienta buena parte de lo que somos. Unas fotos tienen mucho de ADN, guardan la herencia de nuestras andanzas, encierran la línea que conduce hasta el presente, que sabemos también es pasado y es futuro. Son el resplandor y la memoria.

De lo mediocre como obra de arte

Tenía yo la buena costumbre de sintonizar la Emisora Cultural de Caracas, hasta que a unos genios les dio por trastocar el dial. Como este país sufre el síndrome del cangrejo, es decir, va para atrás a velocidades supersónicas, pues resulta que hoy por hoy tenemos una emisora más, y mucha calidad de menos.
En vez de Beethoven, usted se deleita con Darío Vivas. Si le daba por encender el aparato con el ojo puesto en la Primavera de Vivaldi, no señor, cháchara gobiernera en boca de Clemente Scotto.
Darle la patada nada menos que a una señal como la que se despacharon de una dentellada, resultó fácil y sin complicaciones. Le asestaron el puntapié y listo. Pocos alzaron la voz. La sustitución acabó siendo una grosería, un insulto cuyo tamaño prácticamente nadie percibió. Propaganda para el régimen, disparada a quemarropa, parece ser el horizonte que esta empresa (un horror que dieron en llamar "La voz de Guayana") al servicio del poder lleva encajada entre ceja y ceja, lo que en mala hora suena como si nada, como una más entre las voces desplegadas en ese corifeo mediático controlado por el Ejecutivo a lo largo y ancho de esta orilla del mundo llamada Venezuela, para mal de cualquier oído que se respete, desde el pabellón de la oreja, pasando por la cadena de huesecillos y culminando en las profundidades del oído interno.
Uno se pone a pensar en lo mucho que perdimos en este cambalache sin sentido, y qué va, devuélvame mis peroles, compadre. Si el asunto era crear otro apéndice comunicacional del gobierno, si la cosa iba por los caminos politiqueros de y en favor de una parcialidad política, como efectivamente ocurrió, hubiese bastado salir al aire respetando lo existente. Sin zarpazos, pues. Pero nanai, la Emisora Cultural de Caracas, excelente por donde se mire, pagó el precio de la andanada informativa de la revolución, ya se sabe, con silencio sepulcral yéndose con su música a otra parte. La política mediática del imperio ameritaba tamaña puesta en escena, claro, y esa puesta en escena llega al presente, véanlo sin mezquindades, con una programación la mar de equilibrada y en manos de una planta que representa a todos, absolutamente a todos y cada uno de los guayaneses. Exquisita maravilla.
¿Simón Díaz?, no, Iris Varela, camarada. ¿A night at Kimball`s east, de Poncho Sánchez?, tampoco, Nicolás Maduro y su combo, que suena más tropical. ¿Chick Corea o Al Di Meola?, olvídese del tango, que Gardel murió: Hugo Chávez en vivo, desde la Asamblea Nacional. ¿Políticos paralíticos, de Desorden Público?, ni de vaina, políticos en carrera, a paso de vencedores, por si acaso.
Hacer radio, para un gentío, supongo que equivale a chasquear los dedos y recoger los frutos. Armas cuatro parapetos, sueltas dos o tres ideas, te enredas con ellas cual pollo que masca chicle, y terminas inventando un gallinero vertical. Te exprimes los sesos, vuelves a hacer click con el medio y el pulgar, y levantas un fundo zamorano. Pides una taza de café, lanzas otras frases para apretujar en cinco horas, y le das forma a los cultivos hidropónicos. Y así.
Improvisar exige poco, pero cuesta un ojo de la cara. Nada ganó esta región con una nueva radio a las órdenes del líder, y lo que ha sido peor, con la desaparición de una señal que fue por muchos años ejemplo vivo de calidad y cultura puesta al alcance de un botón. Perdimos demasiado, tristemente. La mediocridad, que es una masa gelatinosa difícil de arrancar cuando se desparrama por pisos, techos y paredes, pulula por todos los costados, y es tan libre como peligrosa. La Emisora Cultural estaba ahí, para quien quisiera oírla. Ahora nos queda la antítesis de la imaginación, la otra cara de la creatividad, el lado oscuro de un proyecto a los pies de quien espera el estribillo: “ordene usted mi comandante”. Ésta es, después de todo, la radio que merecemos. Una obra de arte, pero con las patas para arriba. ¿Qué se hizo para evitarlo?.

10/01/2007

Un conejo y un sombrero

Por cantidad de razones América Latina es caldo de cultivo para el populismo. En regiones inestables, con exiguos niveles de operatividad institucional y atravesadas por el cáncer de la pobreza a sus anchas, calan bien ciertos chasquidos que con puntualidad inglesa se dejan escuchar todos los días. No en balde quien aprovecha las pasiones que la incontinencia verbal, a manera de espada vengadora, remueve en el corazón y en las entrañas de la gente, tiene asegurada su aparición en las encuestas. De ahí a una alcaldía, a la gobernación, a una curul o a la presidencia hay una distancia proporcional a la retórica desplegada, a la demagogia puesta en escena.
Existe un nombre clave en todo esto: populismo. La palabra “futuro”, en boca de populistas consagrados, equivale a la meta que se deja ver allá bien lejos. El término “pasado”, en contraposición, funciona de maravillas como chivo expiatorio a la hora de repartir culpas y de explicar por qué andan mal las cosas. El presente, el aquí y ahora donde sólo cabe el estadista, hace las veces de limbo, de paréntesis que terminará sus días gracias a la revolución. Un paraíso de cartón llega entonces a velocidad pasmosa: así se entra, por la puerta grande y con alfombra roja, a la realidad que ve la luz en los los discursos y va a morir en el deseo.
Perón, Allende, Getulio Vargas, Menem, Bucaram, Chávez... todos muestran un rostro mortecino si abrimos bien los ojos. De sus neuronas, de sus afiebrados contoneos lingüísticos, del proselitismo a la enésima sólo quedan esparcidos los vidrios rotos de la ruina económica, de la inestabilidad social, de las divisiones de clase. Suponen, sin que nada ni nadie pueda hacerlos ver lo contrario, que de la miseria se escapa sólo redistribuyendo los ingresos, sin tomar en cuenta que el factor clave es el crecimiento, la producción de riqueza. Y es que resulta evidente: si ésta no se crea, mucho menos puede ser repartida. Verdad de Perogrullo.
Obvio, frente el fracaso de lo que guarda sentido sólo ante un puñado de sesos hirvientes, surge la cómoda idea de que las culpas de nuestros males hay que buscarlas más allá de nosotros. Ésta, por supuesto, supone una creencia que no soporta un escrutinio serio, pues si le pasamos revista a experiencias como la chilena, la española o la costarricense, para no ir más lejos, caemos en la cuenta de que con buenas ideas, con un proyecto consensuado de país, con gente preparada en los cargos adecuados y con dosis suficientes de creatividad y voluntad, es posible romper el mito de la dependencia que tanto daño ha producido. La globalización, aquí, jugaría papel fundamental: bien aprovechada, abrazando la modernidad, haciéndonos más competitivos, más productivos y eficientes, serviría como aliada extraordinaria.
Pero el populista, cuya mentalidad de brontosaurio tiene por guía una manera de concebir la realidad y el mundo ubicables en el siglo diecinueve, es en verdad fiel a sí mismo. Ante mil y un fracasos continúa pensando igual. Es, sin duda alguna, un reaccionario compulsivo: cambian los tiempos, cambian los hombres, y aún así su genética, su estructura de razonamiento y su conducta son incapaces de moverse un ápice, de evolucionar, lo cual trae remolcado el hecho lamentable, peligrosísimo por añadidura, de que se crean únicos, supervivientes, y en consecuencia mesiánicos, infalibles, depositarios de la verdad, la razón y la justicia. Menuda concepción.
En líneas generales, el populista latinoamericano termina por volcarse a artificios productores de ilusiones, siempre sobre la base de constructos retóricos. La lengua, para él, jamás podría ser eso que la gente llama “el castigo del cuerpo”. Todo lo contrario: ella labra mundos imposibles, es, ni más ni menos, una maquinita de arrojar pompas de jabón justo cuando la vida real ofrece un muro de concreto impenetrable. De este modo algunas palabras comodines vienen muy a cuento, engordan casi hasta reventar, para luego emitirse con intención explicativa, redentora de tragedias propias. La primera bien puede ser una abstracción beneficiosa hasta el cansancio: patria. De seguidas aparece toda una gama que funciona como fiel acompañante: traición, soberanía, imperio, CIA, apátrida o golpista.
Un populista es un mago, un individuo con talento para hacer algunos trucos y con extraordinarias dotes para el histrionismo, todo muy hermoso salvo que su radio de acción es un país y no un circo. Para obtener lo que ofrece, para lograr lo mínimo lograble según sus cuentos y maquinaciones, tiene que sacar, literalmente, un conejo de un sombrero. Nada menos.