4/25/2007

El gordo Herrera

El tuerto Rojas y el gordo Herrera vivían en el pasado. De niños el tuerto no era tuerto y el gordo era flaco como un silbido, pero ya se sabe, los años procuran cambios e incluso, a veces, obran milagros.
En la posada de Irina, lugar donde hicimos nuestro nicho en buena parte de la vida universitaria, el gordo Herrera ocupaba la habitación contigua a la mía mientras que el tuerto Rojas dormía enfrente. De ambos guardo los mejores recuerdos, aunque uno de ellos resulte en extremo fascinante.
Un día el gordo no llegó, lo esperamos como de costumbre el tuerto y yo para fumar unos cigarros, hablar de Borges, de Cortázar, de música, de mujeres y empujarnos unos rones, pero no llegó esa noche. Ni la otra. Ni tampoco la siguiente.
-He encontrado el amor de mi vida -dijo tranquilo a su regreso-.
-¿El amor de tu vida? -preguntó el tuerto fingiendo desinterés-.
-Pues sí, el verdadero, el único y eterno amor de mi vida -respondió el gordo de lo más convencido-.
-Lo que vas a encontrar es una coñacera de mi parte si vuelves a asustarnos así, gordo hijo de puta -mugió Rojas sin considerar quién pudiera escuchar sus alaridos y sin importarle la cercanía de doña Irina-
El gordo Herrera era así, enamoradizo y, en el fondo, ingenuo hasta reventar. Cierta vez se aturdió por una chiquilla de Alta Vista, hermosa por donde la miraras, pero demasiado para un gordo sin nada que ofrecer en esta vida, según comentó ésta a Rosa Delfina Córcega, amiga, exnovia y compañera de universidad del mismo gordo. Pasó ocho días encerrado, cuatro sin comer, tres sin probar agua, y al noveno salió como una tromba de la habitación para convidarme a mí, y por supuesto al tuerto, a que lo ayudáramos con ese despecho que le comía el alma. Tres o cuatro bares de Castillito resultaron suficiente: al día siguiente el buen gordo, aparte de una resaca monstruosa, juraba haber rejuvenecido. La chiquilla de Alta Vista no era más que un recuerdo hecho cenizas.
Por lo visto, parece que la historia se repite. El gordo ama con desesperación a Laura González de Alcibíades, casada como podrán notar, única culpable de su taquicardia permanente, de su falta de apetito, de sus desvelos cotidianos y de sus ensoñaciones infinitas. Laura González de Alcibíades es el amor de su vida, no se cansa de repetirlo adonde quiera que va, y ya no hay fuerza sobre este mundo capaz de arrancársela del pecho.
Se lo dije una vez, y otra vez y otra:
-Gordo maricón, déjate de ésas, búscate una menos enrollada. Búscate una ninfa de la universidad, solterita, o a lo sumo deslumbrada por un patiquincito con Ford Fairlane y chequera. Búscate una lechuguita fresca, una tierna, una carajita que esté como Dios manda, una mamita, pues.
Si hay alguien terco en esta vida, ese es el gordo Herrera. No, por supuesto que mandó para el carajo toda intromisión, cualquier palabrerío en contra de una hembra llamada Laura González de Alcibíades, casada, sí, pero la verdad sea dicha: un hembrón, compañero (la vi de lejos días después, cuando el gordo quedó en encontrarse con ella al salir de la Unexpo). Un hembrón que daba al traste con la lógica y la sensatez, con el más mínimo sentido de la prudencia y la sindéresis. Una hembra fértil, con las feromonas a tope, con esas piernas de infarto y unas tetas, caballo, que en vez de tetas parecían las almohadas del paraíso.
Cuando cayó al pavimento, estoy seguro de que el gordo Herrera sólo pensaba en su Laurita. Imagínense ustedes, en pleno siglo XX un enamorado muerto de un pistoletazo por retar al otro a duelo. Así como lo leen: el gordo Herrera cayó, pum pum, largo a largo porque el señor Alcibíades desenfundó primero.
El tuerto Rojas no ha dejado, aún hoy, de hablar de aquel asunto. Fue él quien apoyó, sin un ápice de duda, al gordo en su locura. El tuerto Rojas despachaba con voracidad, olvidé decirlo antes, cuanta novela, tratado o pasquín del romanticismo europeo y latinoamericano cayera entre sus manos. Nerval, Isaacs, los autores franceses y alemanes. Eran su vicio incurable. El alma romántica y el sueño, la obra maestra de Albert Béguin, figuraba entre las lecturas obligatorias que con placer ocupaban sus energías y su tiempo. Fue un aficionado empedernido a la noche, a los tugurios, a los libros de corsarios y de mosqueteros, por lo que la idea del gordo Herrera le pareció desde el principio una manera sublime, hermosa a más no poder, de resolver el nudo amoroso que no le dejaba paz. Recuerdo que el Correo del Caroní informó lo ocurrido con apego a los hechos, pero sin mencionar lo principal: se trataba de un muerto por amor, por enredos pasionales, sí, pero era un muerto del siglo XIX, un romántico enloquecido que mordió el suelo de la calle China, en Villa Asia, a las tres de la mañana luego de que un proyectil le atravesara de cabo a rabo el cráneo. Alcíbíades no tuvo otro remedio. Cogió el arma que el tuerto Rojas le ofrecía, un 38 cañón corto que descansaba sobre un cojín rojo y pequeño (lo de “desenfundar” fue sólo un decir), y obligado por el mismo gordo, por el tuerto y por mí (lo habíamos secuestrado y obligado a atender, prácticamente a golpes, el reto que dos días antes le había lanzado el pobre Herrera) tuvo la habilidad, el tino, la suerte o qué sé yo, de poner la bala donde puso el ojo.
Así fue como el gordo se quedó para siempre en el pasado. Vivió en el siglo XX, desde luego, pero era un ser de otros tiempos, un personaje que parecía sacado de una novela de Dumas (quién quita si el mismo Dartagnan, vaya usted a saber). Lo cierto es que el gordo Herrera cayó fulminado a las tres de la mañana, pero con las meras tetas de su Laura encajadas entre ceja y ceja, no faltaba más. Después de eso, claro, la vida siguió como si nada.