1/27/2018

Una mosca me mira


    Ahí está, sobre la mesa. En el lugar acostumbrado, a la hora acostumbrada, café, tabaco, agua mineral y pluma en mano pretendo continuar con Georges Perec.  Lo infraordinario es un libro que empecé hace un par de días y quiero despachar ahora.  “¿Cuántos gestos son necesarios para discar un número telefónico? ¿Por qué?”, se pregunta el francés. En él, a lo largo de las sesenta y nueve páginas que he devorado hasta este instante, ha sido imposible no tener en mente a Cortázar, por aquello del mundo, sus causas y consecuencias, todo bajo la lupa y bajo el entramado que implican los mil y un por qués en relación con los hilos que nos unen, a ti, a mí y a todos en esta red de redes que es la cotidianidad.
    Ha sido imposible no tener en mente a Cortázar y a Breton, el Breton de la Nadja, especie de Rayuela a su manera, prima hermana de ese otro monumento que es El Perseguidor. Y se me viene también a la cabeza Feist con su canción: “¿Qué es lo que nos separa?, ¿qué por casualidad nos reúne?, ¿por qué tantas salidas y llegadas en esta ronda infinita?”. Ahí caben de cabo a rabo la causalidad, el encuentro inesperado, los caminos cruzados entre anhelos y miedos, las concordancias imposibles del tú atravesando una calle y el yo en dirección opuesta hasta hallarse frente a frente contra toda aritmética, contra Descartes planchado, cuadrado, perfumado.
    Ahí está, sobre la mesa. Inmóvil. Noto que me observa, admito sus múltiples ojos escudriñando a un ser con jeans, camisa a cuadros, saco marrón y boca de dragón humeante que a veces lee y a veces rasguña un trozo de papel mientras cada tanto acerca la taza al paladar. Hemos sellado un pacto: la geografía que ocupa nada tiene que ver con mi territorio a lo largo y ancho de este mantel blanco. Me mira con tranquilidad y piensa, seguramente calcula, mide casi con desdén al otro que tiene enfrente.
    “Soy realista porque me niego a dejar fuera de la realidad hasta la última migaja de sueño”, escribió el buen argentino. La verdad es que más que razón, Cortázar tenía mucho de olfato existencial, de intuición, ésa que trasciende lógicas comunes y corrientes e inventa, o descubre o qué sé yo, realidades más porosas. Me observa, está ahí, como si nada, y sonríe y se frota las patas delanteras en un gesto de reflexión profunda, de deleite a propósito de cuanto esta tarde la casualidad, la causalidad, ve tú a saber qué más, ha puesto frente a sus narices.
    Me pregunto qué estará tramando. Me respondo: disfruta el panorama, ríe ahora a mandíbula batiente en medio de la marejada, a merced de la puesta en escena que personificamos. Sí, me observa, pasa sus ojos compuestos por mi humanidad. Escribo y ahí permanece, como una máquina de pensar que erige premisas, ata cabos, escupe conclusiones y reta a cualquiera a contemplar el mundo desde su horizonte. Soy un bicho, estoy hecho un insecto y desde su trinchera, sobre la superficie blanca continúa hurgando, yo en el portaobjetos, ella pegada al lente surcando espacios, derivando teorías, axiomas, realidades quizás parecidas a las mías.
    Termino de leer, termino de escribir, el camarero anda cerca y aprovecho para con la señal acostumbrada solicitarle la factura. Pago y me levanto. Me sigue, me sigue desde su otra orilla. Levanto el brazo, me atrevo a hacer un gesto como de despedida. Ella mira, quieta como un punto negro en plena estepa siberiana. Recuerdo otra vez a Perec, a Cortázar, a Feist, a Breton. Sigo recordando.

1/18/2018

Abuelos de sus predecesores

    Ciertas revoluciones, para sentir que lo son, requieren de un evangelio que aglutine a la feligresía. La cubana, mítico emblema latinoamericano de quienes creyeron en el socialismo por las buenas, tuvo el suyo, cuya cháchara estructuró la narrativa de un puñado de barbudos capaces de tomar el cielo por asalto. De modo que ya lo sabes, camarada, si tu empeño está en el apelativo revolucionario, pues tendrás que lanzarte a las aguas de un credo en cuyo altar, para empezar, luzca fuerte y rozagante el líder mesiánico sine qua non.
    Hugo Chávez, los hermanitos Castro, Daniel Ortega, Evo Morales o Nicolás Maduro, junto a la pléyade de delincuentes hechos con el mando en Venezuela, exprimieron el término revolución hasta trocarlo en lo que según ellos debe ser: mantra sagrado para quedarse en el poder. Si la ideología de los iluminados tiene a la verdad, a la razón, a la justicia y a la historia comiendo en la mano abierta, y si éstas, para más señas, chapotean entre la baba de los Castro, los cuentos chinos de Ortega o la ignorancia de Maduro, entonces nada, es mejor para todos  -y cuando esta gente dice todos se refiere al universo-  que continúen gobernando. Hasta que el cuerpo aguante. Porque a la vuelta de la esquina o en diez, veinte, cuarenta o sesenta años, qué más da, se alcanzará la felicidad, se albergará al hombre nuevo, cuyos prototipos saltan ya a la vista en la inspiradora humanidad de un Pedro Carreño, un Diosdado o una Varela. Adiós desigualdades, adiós explotación, adiós capitalismo, hola comunismo. Mientras tanto uh, ah, Maduro no se va. Y así.
    El bandidaje que gobierna en Venezuela siempre postuló la historia legitimadora de cuanta locura sostuviera sus quehaceres. El ajedrez pensado en el gobierno, inclinado ante el santoral habanero, hace de las suyas gracias a un tejido harto conocido: hubo un ser, un visionario untado de patria hasta en su sombra que para conjurar tu sufrimiento, el mío y el de este planeta sin luz, se alzó en armas con el desinteresado propósito de sembrar el Edén en Venezuela, y después, compañeritos peseuvistas del mundo, multiplicarlo urbi et orbi, perdónenme el latinazgo. Hace dieciocho años, léelo bien, tal pote de humo fue vendido a todo un país.
    Visto el fracaso hecho tragedia del sinsentido chavista, quienes continuaron la peregrinación destructiva una vez desaparecido el sumo sacerdote reinventaron el espejismo: el culmen revolucionario peligra porque los lobos usan sus colmillos repartiendo buenas dentelladas. La burguesía, la derecha, Trump y Obama, la guerra económica, Santos, Uribe, Macri y Piñera, atacan sin cuartel con la nada desdeñable fuerza de sus mandíbulas. Es preciso pulir el evangelio, resulta urgente parapetear el salvavidas.
    Toda revolución que se respete comete infinidad de desatinos, pero sobre todo dos: primero, espantarse como el diablo ante a un racimo de ajos frente a la prueba de la realidad  -contrastar su catecismo con lo que ocurre en la calle, en el día a día-  y segundo, suponer con fe de carbonero que tiene a Dios agarrado por las barbas. En Venezuela, aún después de haber puesto a la gente a comer de la basura, teniendo hoy en día como únicas conquistas la ruina, la enfermedad, el crimen y la voladura en mil pedazos de la economía, los descocados transmutados en estadistas por obra y gracia de la ideología juran que tendrán el culo puesto en la silla de Miraflores por los siglos de los siglos. Como no hay intención de apartarse, ni motivos para ello, los mandones hacen fastos con la cosa pública, pingües negocitos con el narcotráfico, elementales tareas de supervivencia para quienes lo han dado todo en función del pueblo y  su felicidad suprema.
    La revolución bolivariana, que ni es revolución ni es bolivariana, posee plena conciencia de que al quitarle las pezuñas al coroto irá  a parar  -Maduro y la panda de bandidos que lo acompaña-   de cabeza a las mazmorras, en Venezuela, en La Haya o en alguna cárcel del manido imperio. Lo sabe y un frío helado le recorre hasta los huesos sólo al imaginarlo. La Masacre de El Junquito, ejecuciones extrajudiciales vistas y seguidas a través de las redes sociales prácticamente en tiempo real, es apenas otra muestra de que el mal va in crescendo, de que la Venezuela decente lleva casi dos décadas soportando abusos, ignominia, corrupción, latrocinio y crímenes contra la humanidad. La pústula gobernante, por sus prácticas y desafueros, por su inquina y métodos estalinistas, goza cada vez menos del oxígeno necesario que alguna vez tuvo para imponer su ley. Quienes llevaron al país a la tragedia que hoy vive son los abuelos de sus predecesores: una asco aún mayor que los Videla, los Pinochet, los chapita o los Castro. Todavía falta el desenlace.

1/12/2018

Aquella máquina de escribir

    A los trece años me compraron una máquina de escribir. Era Olivetti, y era la protagonista de uno de mis sueños recurrentes: inventar con ella historias que como mínimo no resbalaran, así como si nada, por la piel de los lectores. Imaginaba que mi máquina y yo penetraríamos, abecedario de por medio, la humanidad de medio mundo hasta danzar en sus adentros.
    Con el tiempo llegué a usarla como el mejor de los expertos. Aparte de los deberes del liceo me habitué a acribillar el papel bond con letras, frases, párrafos, signos de puntuación e ideas con la pretensión de convertirlos en algo más que la tarea obligada. Fue entonces cuando descubrí que escribir supone también una descarga  -de dolor, alegría esperanza o rabia-  y una búsqueda sinónimo de cacería. Mi máquina se transformó en campo de batalla y en laboratorio: experimenté con sueños, ocurrencias, imaginación, tramas, y en fin, acabé por aprender que para decir, para abarcar este resbaladizo mundo desde lo que vamos siendo es preciso armarse de lenguaje.
    Los sonidos de mi máquina no he vuelto a hallarlos en ningún lugar. La cadencia de las teclas del computador, su suavidad aberrante, dista años luz del traqueteo romántico que la Olivetti ofrecía en plena madrugada. Sí, la madrugada. Fueron aquellos tiempos los que prefiguraron a quien años después sería un noctámbulo de corazón y raza. El placer de la literatura a las dos de la mañana es uno de los pocos que han salido indemnes del trapiche de la historia. La historia particular de cada quien, en este caso mía. A las dos de la mañana no todos los gatos son pardos, lo cual implica que a esas horas ciertos matices, algunos ritmos, determinadas significaciones saltan al  -o del-  papel como batracios o duendes para insinuar mil cosas. Ese resultó otro hallazgo: el verbo insinuar va de la mano con el hecho literario.
    De la vieja máquina, con sus teclas firmes y el cling al terminar  la línea, con ese taca taca equivalente a martillar la lengua, metáfora del hojalatero de palabras, acababa uno la faena con los dedos sucios, manchados de blanco gracias a la labor de poda: retroceder y comenzar en brazos del corrector líquido. Mi máquina Olivetti estuvo conmigo hasta pasados unos años en la universidad. Luego desapareció en silencio, tal y como había llegado, esfumándose una vez de mi habitación del piso siete en la torre de Los Apamates.
    Sobre el estuche de plástico que servía para guardarla pegué un recorte de revista, el rostro de Julio Cortázar con su cigarrillo a lo Bogart. Con ella, la Olivetti que llevo en la memoria como acompañante de mil y una batallas, el mundo se abrió al misterio agazapado detrás de las palabras. Imagino que es un sentimiento parecido al del marino cuando, solo en medio de la noche y las olas y un cielo con estrellas al más puro estilo de Van Gogh, piensa en la vida, en el pasado o el presente mientras enciende su tabaco.
    A mano o en computadora, cada vez que escribo escucho a la Olivetti y su golpe  de teclas, hecha un trasto sin perder la reciedumbre. Veo los tipos de metal dándole a la cinta, al papel, al rodillo que les sirve de apoyo. Entonces me digo que escribir, sin duda, es también y por supuesto un ejercicio de memoria. Y de qué modo.

1/09/2018

La meme histoire

La meme histoire, compuesta e interpretada por Leslie Feist. Una canción que lleva mucho de esa ciudad única llamada París. Encuentros, desencuentros, coincidencias, amores, cafés, destinos: una melodía y una letra abrazadas a cierta  cosmovisión que bien puede ser la de  Julio Cortázar o André Breton (pienso aquí en la Nadja). Serendipia. Nada más que decir.

El link: https://www.youtube.com/watch?v=ud0DcQaZGmo