6/28/2013

Qué raro

    Las palabras no sólo significan lo que significan: dicen más que lo estrictamente lingüístico, lo cual ridiculiza al diccionario. Pero más extraño aún es la relación que tienen con ciertos hechos, con algunos elementos que también trascienden la mera cuestión idiomática.
    Vamos a ver. Dices flor y semejante sonido casi despide un aroma de jazmín, por poco impregna los espacios con el azahar. Tú dices flor, repito, y esa cosa con pétalos, estambres, pistilo y gineceo no puede existir bajo otro mantra, desaparece si deja de llamarse así. Imagina por ejemplo que ese monosílabo tan perfumado fuese sustituido por axila, por tornillo, por alambre o por sebáceo. ¿Lo ves? Una flor es una flor. Más allá queda el caos y la locura.
    Estoy convencido de que las palabras son como una segunda piel, es decir, toman para sí el perfil, la forma, la geografía total de cuanto tocan. La palabra mesa se parece al objeto mesa, cerdo es idéntica a ese animal tan simpático, y así con refrigerador o palangana. Las palabras terminan por robar tu identidad, qué le vas a hacer. El asunto se complica, claro, justo cuando se atraviesa un dolor de cabeza como esternocleidomastoideo. Yo he hecho algunos experimentos y créeme, los resultados dicen mucho acerca de nosotros. Psicología y vocabulario andan agarraditos. Esternocleidomastoideo, esternocleidomastoideo, esternocleidomastoideo, ¿en qué piensas tú con el esternocleidomastoideo metido entre el velo del paladar y la punta de la lengua? ¿A qué puede parecerse una palabreja tan extraña? La primera vez que la leí, por andar hurgando en lo que no debía, tuve ante mis ojos  un puñado de glándulas apretujadas, trozos de piel sanguinolenta rodeada de pellejos y demás asquerosas adherencias. Vislumbré una parte oculta de mi cuerpo.  Esternocleidomastoideo, fíjate, es como el duodeno o el bazo, enigmas que sin embargo arrojan la apariencia que las letras nos dibujan. No sé a ti, pero a mí me parece fascinante: ¿cómo diablos es un bazo? ¿Qué aspecto le ponemos a la fisonomía del útil duodeno? La maravilla nos habita y nos rodea.
    Un carnicero tiene rostro de carnicero, ese apelativo describe como nadie a quien lo lleva a cuestas. Un chofer tiene nariz, mandíbula y orejas de chofer. La otra vez fui  a una consulta médica y salí espantado porque ese individuo, embutido en una bata, tenía tal cara de panadero que para qué te cuento y vamos, por nada de este mundo iba a operarme con quien prepara el campesino, el sobao o el de jamón.
    Las palabras guardan sus misterios, que son muchos, pero las verdades también salen a flote si nos empeñamos en hallarlas. Las palabras hacen de las suyas todos los días y a cada rato, cuestión que me llevó a tratarlas con cuidado, no vaya a ser que confunda gimnasia con magnesia y termine como terminan tantos: ahorcados por un adjetivo con malas pulgas o hechos polvo gracias a sustantivos amargados.
    Tengo para mí que el lenguaje es un código de códigos. Decimos dame una taza de café, pero también decimos infinitamente más con su apariencia trivial e inocentona. Pensaba en el humor vítreo y en la banda de mielina, pensaba en una glándula sudorípara. Me pasó por la cabeza el páncreas, tan ceñudo él, tan serio, tan pancreático por donde lo mires. El mundo es así, complejo, difícil, testarudo, casi tanto como las palabras. Qué raro. Qué le vamos a hacer.

6/25/2013


De aquel jarro de vino que a nadie perjudica,
llena tu copa y bebe, y sírveme a mi otra,
muchacho, antes de que haga, sin prestar atención,
con tu tierra y la mía un jarro el alfarero.


Omar Khayyam

6/20/2013

Calle Roma, número 43



    Hay gente que juega al ajedrez, al fútbol, hay quienes cantan bingo los sábados por la noche mientras mastican canapés y beben cócteles de parchita o de cereza. Un hombre juega a recordar, abre una lata de salchichas, destapa una Coca-Cola, ppfffff, y se entrega a la tarea de cambiar recuerdos como si fueran barajitas.
    En la calle Roma número 43 vive un tipo más bien joven cuya afición lo ha hecho feliz. Sabe, como tú o como yo, que la memoria tiene mucho de cangrejo y nos arrastra hacia atrás, y entonces suspiramos, y blablablá, lo cual es lo más fácil, claro, lo que no tiene chiste, eso que todos hacemos con muy poco esfuerzo para bien o para mal. Pero ha aprendido además que tiene bastante de caracol (resulta lenta, sí, maleable además), algo de águila (podría elevarnos a alturas insospechadas, a zonas de verdadero vértigo), y es sin duda un poco felina (nos obsequia imágenes soñadas, elegantísimas, sensuales por donde las mires, como el andar de una pantera). Un hombre recuerda que por esa mujer sufrió a corazón roto, recuerda los muertos de una guerra, lleva adentro gestos de dolor o de abandono. Arroja los dados, juega a los naipes con el olvido en la palma de la mano. Un grito revienta los cristales, lleva en la espalda toda la tristeza de este mundo pero a la vez explota en un cuadro de Munch, en los gritos del silencio, esa película que es otra obra de arte, y así hasta el infinito.
    El número 43 de la calle Roma es la buhardilla de un hombre que cambia recuerdos como si fueran manzanas, que los hace o los rehace en medio del humo de un tabaco y las notas de Béla Bartók sobre el piano. Mientras alguien coge el presente por el mango del pasado, ese hombre mira lo que ya se fue y trastoca imágenes, fragua la memoria a partir del hoy convertido en voluntad. Un recuerdo es mentira y es verdad, es pieza cinematográfica. Este hombre, en el 43 de la calle Roma, decide qué recordar y qué no, cómo evocar y cómo darle un apretón de manos a la amnesia.
    Un hombre ha descubierto que Borges (¿era Borges?) tenía razón, que somos lo  que soñamos, o lo que imaginamos, es decir, lo que recordamos. Un hombre apuesta por no olvidar lo que le da la gana, y lo que le da la gana termina por ocurrir años atrás: llegó a ser cuanto añoraba desde las entrañas.
    La verdad es que el asunto me parece demasiado artificial, incluso falto de gracia, pero cada quien con sus líos. En la calle Roma número 43 vive un personaje, puedo jurarlo frente a este crucifijo, que en vez de recordar al modo en que lo hacemos llegó a inventar un mecanismo a su manera, cuestión nada fácil si a ver vamos porque una cosa es ser sujeto de los recuerdos, como somos todos y se acabó, y otra es ser sujetador de aquellos, noten por favor la diferencia.
    Qué más da. Una vez me dio por seguirle la corriente, por cambiar recuerdos a la usanza de un moderno tejedor de fábulas y casi me quedo sin pasado. Por poco y termino sin nostalgias. Cuando le conté lo sucedido recomendó que lo olvidara, que siguiera en mis empeños pero ya ven, no tengo espíritu para aventuras así que desistí.
    Anoche soñé con una amiga de la infancia, uno de esos amores que a los nueve años son cenizas sin haber pasado por el fuego. En el mismo sueño apareció Cristina, esa chica con cuerpo de guitarra que me lazó a la calle de la amargura bien entrado ya en la adolescencia. Quise practicar de nuevo, jugar a placer, cambiar de recuerdos a mi antojo. Finalmente dije al diablo, me quedo con el pretérito perfecto y demás tiempos afines tales como los conozco. Cada quien en lo suyo. Y hasta ahí llegué.

6/14/2013

He dicho

    Me ha dado por leer nuevamente Rayuela y reencontrarme con el Julio que conocí de adolescente. Abro al azar el libro, café sobre la mesa, Bermúdez encendido entre el índice y el medio, y zas, capítulo setenta y tres, hallo la historia del napolitano que estuvo años mirando y nada más que mirando un tornillo sobre el suelo.
    Hay de todo. Conocí una vez a un hombre entregado por completo a la tarea de escudriñar atardeceres. Luego a otro capaz de contemplar goteras  -era su especialidad- durante horas, y después a otro que observaba las formas de las nubes siete días a la semana. Todos tenían fama de locos, pero la verdad es que estaban más cuerdos que cualquiera. Existen tipos, raros de verdad, que pasan décadas con el ojo pegado al microscopio, o con el culo fundido a una silla en la oficina, o estudiando bichos media vida en las selvas africanas y nadie grita al cielo ni pone en entredicho la salud mental de estos señores. Es que somos de lo más extraños, por supuesto.
    En alguna ocasión trabé amistad con cierta joven literata que escribía ensayos con una pluma azul, novelas policíacas con tinta roja y poesías muy logradas, claro, pero con bolígrafo negro. Cuando trastocaba los lápices y cruzaba la receta el resultado era el desastre: poemas novelados, ensayos con métrica asonante y otros disparates por el estilo.
    Yo mismo guardo en la memoria experiencias parecidas. En primer grado la maestra nos acostumbró a leer en el salón y para ello cada quien, según su turno, cogía el libro y debía hacerlo en voz alta frente a toda la clase. Si olvidaba el texto en casa y alguien  me prestaba el suyo no podía hacer la tarea. Sabía leer sólo en mi libro, en el mío y de nadie más. Por fortuna, con los años superé el obstáculo de modo que hoy leo aquí y allá con relativa suficiencia sin importarme de quién sea el ejemplar que sostengo entre las manos.
    Recuerdo que en Rayuela al bueno de Oliveira le daba en ocasiones por dedicarse a pensar en cosas absolutamente inútiles, método que al transcurrir el tiempo le pareció cada vez más fecundo y necesario. Yo lo suscribo de pe a pa y hasta la última coma por tratarse de una verdad que a través de vías alternas llegué a experimentar desde hace mucho. Sí: pensar en cosas inútiles, según Oliveira; papar moscas cualquier día y a cualquier hora, según mi filosofía. Moraleja y conclusión: desfruncir el ceño, practicar el dulce placer de no hacer nada, correr espantado de toda seriedad, de toda impostura adultísima, ceja enarcada incluida, que hace de las suyas por el patio. En esas, exactamente en esas ando. He dicho.

6/07/2013

La universidad venezolana



    En Venezuela las universidades atraviesan uno de sus más negros momentos. Por encima de lenguaradas populistas que el gobierno echa afuera para maquillarse las arrugas a propósito del tema, lo cierto es que la educación superior venezolana (la media y básica son harinas para otros costales) ha sido cercada, apaleada y languidece por falta de oxígeno, por asfixia artificial.
    ¿Por qué un gobierno debería emprender el ataque brutal, constante, premeditado y alevoso que sufren las universidades en este país, con el objetivo de reducirlas a su mínima expresión? La razón fundamental es política: los gobiernos de Hugo Chávez y ahora el de Maduro  -en el fondo el mismo parapeto-  han pretendido controlar la sociedad de cabo a rabo, única manera de imponer ese disparate ideológico llamado Socialismo del Siglo XXI. Controlar poderes públicos, controlar sindicatos, controlar Ong’s, controlar el pulso, el colesterol y los sueños de la gente. Sumo y sigo: controlar el pensamiento, controlar la prensa, controlar los resortes que hacen de un país esa fabulosa abstracción fraguada entre individuos que le dan vida.
    Las universidades venezolanas, hoy por hoy, luego de catorce años de pedradas y locuras oficialistas mantienen su dignidad intacta. En ningún momento fueron títeres del Ejecutivo, nunca inclinaron la cerviz ante pretensiones de imposición ideologicopartidista por sobre la razón y misión, sagrada, de toda institución universitaria que se respete: generar conocimiento, formar profesionales, construir desarrollo, representar el futuro.
    Lo anterior explica la patética radiografía actual relativa a la universidad venezolana. Si no pudieron ser manipuladas, si no fueron tomadas desde adentro mediante elecciones (salvo contadísimas excepciones el oficialismo recibe una paliza cada vez que las hay), entonces llovieron agresiones y sufrió un criminal cerco económico dirigido a destruir su autonomía, su capacidad de acción por falta de insumos, su presencia como institución librepensadora gracias a la hipoxia en cualquiera de sus flancos. Así, las universidades se desplomarían, se desnaturalizarían perdiendo peso específico y abrazándose con la anomia. En cuestión de poco tiempo morirían de inanición: tales son las sumas y las restas gobierneras. Por algo el sistema paralelo de universidades, inventado hace ya tiempo por los victimarios, saltó rosadito, rozagante, al escenario nacional.
    Resulta prácticamente imposible producir, mantener el ritmo de trabajo, innovar, imaginar y emprender soluciones, hacer ciencia, crear, bajo el clima económico y político que intenta desgarrar a nuestras universidades públicas. La universidad venezolana lo ha logrado pese a los cuchillos, las trampas y el estrangulamiento. La Universidad Nacional Experimental de Guayana, sólo por nombrar un caso, con uñas y dientes publica libros, revistas académicas especializadas, sostiene en pie nada menos que a once centros de investigación en ecología, antropología, humanidades, matemáticas, física, gerencia, educación y un etcétera tan hermoso como fructífero. Se trata de una universidad joven y pequeña, pero con frutos que están a la vista, con visibilidad en el espectro académico nacional. Sus publicaciones, su alto perfil profesional, la generación de productos intelectuales de primera línea desarrollados en su seno y el hecho incuestionable de que cuenta con una planta de profesores e investigadores atravesada por la terquedad, por el afán de hacer, por superar el aplastamiento gubernamental, demuestran que la universidad en Venezuela está viva, reflexionando, haciendo, cumpliendo su tarea, y saldrá airosa del crimen pretendido: silenciarla, convertirla en ventrílocua de una ideología, de un partido político, de una impostura que traiciona su razón de ser, la esencia misma de la pluralidad que le es inherente. En nuestra Universidad de Guayana, y esto es una tragedia que impacta y sufren por igual el resto de las universidades, el presupuesto para su funcionamiento, aprobado por el Estado, no llega al veinticinco por ciento de lo solicitado. ¿Qué le importa a este gobierno la calidad en la educación superior? ¿Qué le importa la investigación en ciencias naturales o sociales? ¿Qué le importa el papel vital de las universidades en el presente y el futuro del país? Un pepino, absolutamente nada. Metérselas en el bolsillo y hacer con ellas lo que le venga en gana, transformarlas en entidades genuflexas, inertes, acríticas, en brazos dependientes de trasnochos políticos, ése es el asunto, la pretensión y el objetivo. Lo otro es pasto de burgueses.
    Las universidades en Venezuela están en pie de lucha. No van a doblegarse. Nunca la mediocridad de un gobierno carcomido por el oscurantismo medieval pudo más que instituciones seguras de su valía y conscientes de su rol histórico en momentos como los que atraviesa este maltratado país. Se hará la luz, no cabe duda. Saldrá el sol más temprano que tarde.