5/18/2007

Chuang Tzú, Borges y el señor Cortázar

Siempre he soñado. Desde que tengo uso de razón lo hago a diario, y por supuesto ha habido de todo: sueños de lo más hermosos, coqueteos con la maravilla hecha mujer -sólo por dar un ejemplo-, de los que al despertar queda un aire de cruda decepción, pero también sueños espantosos, pesadillas que literalmente me obligan a abrir los ojos envuelto en un estado de espasmo total, de miedo atávico, de sudores e insomnios que duran el resto de la noche.
Impulsado por la curiosidad, desde hace tiempo me dio por investigar el mundo de lo onírico. Me explico: porque me llama la atención que desde la infancia y hasta hoy haya soñado cada noche con puntualidad de reloj suizo, justamente por eso decidí averiguar el significado de los que en apariencia pudieran resultar más reveladores.
Para ellos, para esos sueños inquietantes, por supuesto, existe todo un mundo. Semejante propósito, el de estudiarlos con ahínco de entomólogo, implica sumergirse en teorías de diversas perspectivas, en horizontes que se pierden de vista, en concepciones una más atractiva que la otra. Desde el horóscopo tradicional, ese que conocemos por su presencia en revistas y periódicos de cualquier pelaje, pasando por la filosofía china y terminando en el psicoanálisis freudiano, mi interés fue llevándome a escudriñarlos poco a poco, a indagar en las posibles razones, y desde luego en las diversas explicaciones de cuanto me ocurría.
Pero confieso que nada sólido pude entresacar de mis andanzas. Ni de la montaña de libros consultados, ni de las horas entregadas a dialogar con entendidos sobre el tema. Nada logré y, en contrapartida, obtuve mayor desconcierto, frustración y decepciones. Los sueños, Segismundo, sueños son.
De entre los miles que he tenido, vale la pena sin embargo traer a colación sólo algunos que supongo podrán interesar al lector, si no tanto como a mí, quizás sí lo suficiente como para que prosiga con este fajo de cuartillas pegado de los ojos.
Desde hace cuatro o cinco años, cuando soñar día a día, como he dicho al comienzo, era para mí una actividad tan normal como ir al baño, mis sueños dieron un giro tan brusco como inexplicable y tan extraño como misterioso. Comencé al principio por experimentar cierta dificultad para dormir, cosa que jamás representó mayor problema en mí, salvo cuando había razones de cansancio, de preocupaciones o emociones muy intensas, que dicho sea de paso tampoco es que ocurrieran demasiado. Por lo general al cerrar los ojos dormía como un bebé. El cambio, sin embargo, empezó a darse justo en una noche de Navidad. Esa noche soñé mucho, muchísimo. Y entre otras cosas soñé con una sombra.
Era de mujer. Con absoluta nitidez en mi sueño se perfilaba una sombra femenina, no me pregunten cómo o por qué, a lo que se añadía una convicción tajante: llevaba faldas ni muy largas ni muy cortas, botas, y una especie de sombrero llamativo con una rosa acomodada al lado izquierdo. No más desperté salí a la calle, y debo decir que el más helado de los temblores me recorrió hasta las uñas. La mujer de mi sueño salía del café al que yo entraba.
No dejé de pensar en lo anterior durante todo el día. Estaba perplejo, no hallaba pie ni cabeza a semejante experiencia, lo cual me impidió llevar a cabo las actividades que normalmente emprendo sin perturbaciones, hasta que llegó la hora de acostarme. En medio de no pocos inconvenientes para lograr dormir, a menudo imbuido en el vaivén que implica estar entre sueño y duermevela, logré relajarme un poco. Otra vez soñé, como de costumbre, y lo hice con el mar. Soñé con agua, con costas, casi sentía el salitre en plena boca. Vislumbré entonces lo que supuse era una playa, y en efecto, al cabo de unos instantes pasó ante mí un sin fin de personajes variopintos, algunos echados sobre la arena, otros metidos en el agua. Vi a un niño caminando, de la mano de su padre. Al día siguiente, lo juro por lo más sagrado, ese chico atravesaba la calle, también tomado de la mano, a pocos metros de donde me hallaba.
El psicoanálisis, dice Nicola Abbagnano en su famoso Diccionario de Filosofía que me di a la tarea de escrutar en todas sus entradas y en cada uno de los términos relativos al hecho que se erguía ante mí, “es esencialmente una tentativa de explicar la vida del hombre”. Y los sueños, en fin y para no aburrirlos, “serían expresiones deformadas y simbólicas de los deseos reprimidos”. La verdad es que no dudo del bueno de Abbagnano, pero el carácter insólito de lo que soñaba carecía de explicación convincente si atendía sólo a sus palabras. Sentía abrirse un vacío, un abismo que al parecer no tenía fondo, lo que me llevó a continuar mi búsqueda acercándome a otras fuentes en procura de algo más de sosiego. Lo mismo sentí con cada escuela -los lacanianos son un desastre, déjenme decirles- a la que me aproximé con el propósito de dar sentido a cuanto me intranquilizaba.
Nada sucedió. Repito, no encontré ayuda en mis indagaciones, ni mucho menos solución alguna. Seguí soñando cada noche hasta el sol de hoy, pero con la diferencia de que en el presente me importa un comino quiénes se cuelen en mis sueños. A veces tengo experiencias cargadas de un humor espeluznante, como por ejemplo ayer mismo, cuando me topé con una amiga que hacía más de veinte años no veía. O eso creía yo. Escudriñaba artefactos en una tienda de electrodomésticos en la calle Miranda de Upata y era ella, juraba que era ella. Al entrar al local, saludarla con efusividad y luego de una amplia sonrisa estrecharle la mano y abrazarla, la pobre comenzó a gritar histérica, golpeándome a la vez con un paraguas que llevaba entre las manos. Aparte del extremo patetismo de la escena, ya recuperado de la vergüenza y habiéndome excusado muchas veces con la asustada mujer, llegué a la conclusión de que la tal señora no había existido antes salvo en el mundo de lo onírico. De ahí creí conocerla, claro.
Cansado de los chascos, de las equivocaciones, de la confusión inmensa que me producen estos sueños mezclados sin pudor con la vida real monda y lironda, hoy por hoy paso por alto lo que veo en ellos, usted sabe, para evitar males mayores. De cualquier modo, no dejo de preguntarme en ocasiones qué significarán, qué querrá decir ese universo que nace de mis entrañas inconscientes y por qué me ocurre todo esto. Con el tiempo fui perdiendo interés en el asunto, pero, comprenderá usted, es que de vez en cuando me muerde el gusanillo de la duda, me invade la incertidumbre y la curiosidad, y siento ganas de lanzarme otra vez a buscar ciertas respuestas. Pero en fin, sueño con algo, con alguien, y ese alguien termina a mi lado en la panadería, pidiendo una canilla y una lata de refresco. ¿Qué más da?, la realidad es tan enigmática como los sueños mismos, y si a ver vamos, uno nunca sabe si de verdad está despierto o continúa como un lirón, roncando a pierna suelta. Me sirve de consuelo, eso sí, una vieja conferencia de Jorge Luis Borges que atesoro desde hace meses, pronunciada a propósito de la literatura fantástica -especialidad que cultivó con maestría- y en la que en un pasaje se refirió a Chuang Tzú, según sus palabras místico chino del siglo V antes de nuestra era: “Chuang Tzú soñó que era una mariposa, y no sabía al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre”. Como para caerse de culo. A lo mejor la realidad es esa otra, la que irrumpe a la hora de dormir, y esto de ponerme a teclear para decirle a usted lo que llevo dicho hasta ahora es un sueño que ni modo, terminará como si nada, como finalizan ciertos sueños de un momento a otro: pellizcados, acabados, en la ducha y en pos del desayuno. Ahí está Cortázar y La noche boca arriba, verdadera obra maestra, sugerente como el señor Tzú. ¿No ha leído aún ese relato?, ahí hallé mucho de lo que ahora sirve para mitigar la incertidumbre, esclarecer el pensamiento y aceptar la realidad sencillamente como lo que es: un todo que trasciende lo evidente, lo percibido de la epidermis para allá. Qué horóscopos, teorías freudianas ni qué ocho cuartos. Para variar, con razón el mismo Borges llegó a escribir: “mi relato será fiel a la realidad o, en todo caso, a mi recuerdo personal de ella, que va siendo ya lo mismo”. Cuánta verdad en esas líneas. ¿Por qué continuar buscando más?.

5/03/2007

Un hombre feliz

Subía yo por la avenida 4 cuando me percaté de que no tenía cabeza. Así como lee: no tenía cabeza.
En un primer momento, comprenderá usted, el susto fue mayúsculo. No daba crédito al reflejo que arrojaban las vidrieras cuando pasaba frente a ellas. Tenía ante mí un tronco, un par de piernas y unos brazos moviéndose acompasados, pero sin la presencia de esa protuberancia unida al cuello adonde van a parar nariz, ojos, orejas y rostro.
Sentía mi corazón como una máquina a punto de estallar, algo parecido al ruido que emiten los carros descompuestos, casi desahuciados por el uso y el abuso. Mi corazón iba a salírseme del pecho, por lo que tomé la decisión de detenerme, justo frente al gran espejo de Farmatodo, y aspirar profundamente el aire que a todas luces me faltaba.
Me pellizqué, me froté la cara con las manos, y fue entonces cuando comprendí que era definitivo. Me había transformado en poco menos que un engendro. Lo que llegué a contemplar, incrédulo y estupefacto, era un monstruo. Decir que me froté la cara con las manos es decir una mentira, claro. Por mucho que intenté dar con ella, con eso que pierde relevancia para la conciencia por tratarse de una presencia tan natural como el hecho de tener pulgares o vellos en la piel, precisamente por eso, únicamente atiné a lanzar brazadas que se ahogaron en un vacío que fui incapaz de explicarme por más vueltas que le di al asunto. No lograba controlar las piernas. Sentí náuseas. Lloré. A todas éstas, lleno de pánico e impresionado a más no poder, a punto de perder el juicio, pensé en examinar mejor mi situación, intenté ganar algo de calma para luego analizar con mayor detenimiento todo cuanto me ocurría. La calle no se me antojó el mejor de los lugares para un examen a fondo del sitio de mi anatomía en el que debería hallarse mi cabeza. Fue cuando pensé de pronto en Jaramillo.
El viejo Jaramillo tenía un café sucio, mal iluminado y peor ventilado, justo a pocos pasos de Farmatodo. Bastaba cruzar la calle, bajar unos metros en dirección al viaducto de la 26, y entonces darse de bruces con el lugarejo, que dicho sea de paso carecía de nombre, de letrero que fungiera como identificación, de algo que al fin y al cabo pudiera servir de gancho llamativo a la hora de atraer posibles clientes. Jaramillo tenía su cuchitril casi al lado del Santa Rosa, otro café, pero éste sí, uno de ésos como Dios manda, saturado de coquetas, pulquérrimas mesitas dispuestas en hileras con manteles impecables y oloroso a grano colombiano, recién molido y listo para ser utilizado. Pero no nos dispersemos. La cuestión es que se me vino a la mente (iba a decir a la cabeza, qué ironía) Jaramillo porque en el baño de ese antro había un espejo que me serviría. Decidí encerrarme para escudriñar mi cuerpo sin molestias, sin transeúntes.
En efecto, llegué al café de Jaramillo, un viejo cascarrabias, inteligente y buen conversador (¿qué más puede uno exigir cuando se dispone a disfrutar de un marroncito?) y en la desesperación casi dejo las sienes en la puertecilla del baño, cosa de lo más curiosa, porque aún sin el menor rastro de cabeza encima de los hombros, actuaba, pensaba y podría decirse que hasta sentía como si dispusiera de ella. Gracias a Dios no había nadie, por lo que giré apurado el mango y me introduje, sintiendo otra vez el corazón en la punta de la lengua. Ya adentro me aflojé el nudo de la corbata, tiré el maletín a un lado, coloqué el manojo de carpetas, cuadernos y otros documentos encima del lavamanos e intenté verme de frente.
Nada. No había nada. Un golpe de desánimo me acribilló el pecho. Sentí las lágrimas brotar otra vez, el cosquilleo sutil en su camino cuesta abajo a través de las mejillas. Entonces traté de consolarme de todas las maneras imaginables. Por último, recé un Padrenuestro, luego un Ave María, los que de algún modo actuaron como apaciguadores: el efecto hizo que pensara con algo más de nitidez, al punto que reconsideré mi estado, no tan perdido ahora como supuse en un principio.
Pensé en Kafka, en el pobre Gregorio Samsa convertido de buenas a primeras, sin ninguna explicación, en un vulgar bicho, en insecto repugnante. Pensé además en las historias de Indias, esas leyendas y cuentos inverosímiles que había leído con fruición desde mi época de estudiante en esta misma ciudad. Como si presenciara una extraña proyección cinematográfica, para mi asombro y sin el menor asomo de dificultad, vi con claridad las enigmáticas ilustraciones de un libro que prácticamente había olvidado, uno de Mandeville en el que seres descabezados habitaban la antigua región guayanesa más allá de los tiempos prehispánicos y hasta la llegada de Colón. En lo que hoy es Venezuela Walter Raleigh supuso haberlos encontrado, según lo refiere un estudioso de seriedad incuestionable como Vladimir Acosta en su edición de El continente prodigioso, llevado a la imprenta por la Universidad Central de Venezuela. Un prodigio, eso era. Y un prodigio, pues, acabó siendo mi nueva realidad.
Me sentí perseguido, expulsado de un imaginario medieval que, más que imaginario, resultó una concreción verídica, tan real como el hecho de que hoy en día sea un hombre sin cabeza. Mi condición y el lugar de donde vengo no dejan lugar para la duda, lo que trae a cuento cierta pesadez, cierta irresoluble confusión, típica de las cosas que están ahí, que existen, que te agarran por el cuello y te obligan a fruncir el ceño, pero que no comprendemos ni podremos entender jamás del todo. Yo encarno el paso de una realidad a otra que antes sólo vislumbraba en las ensoñaciones de Julio Verne, de Salgari, de H.G. Wells en sus mejores obras, y tal verdad me alegra de una forma indescriptible. Como por acto de magia se esfumaron los temores. El acéfalo que desde ese mismo instante acepté ser vive ocupado en otras cosas, tan o más interesantes, e incluso fascinantes, que las ejercidas por un sencillo profesor universitario, ocupación que era mi oficio hasta aquella fecha memorable, al punto de que en el presente resultaría terrible, impensable, muy triste además, retroceder a mi antigua vida, tan mediocre, tan gris, tan predecible, tan llena del lugar común que define por antonomasia a los humanos. Esta es mi historia, y es una historia de alegrías. He logrado ser, qué duda cabe después de tantos años, un hombre feliz.