11/23/2006

Celebraciones personales

Mi hija, que tiene dos años, no se cansa de exaltar la belleza de las cosas. Como todo es lindo para ella, cada vez que ve un zapato o un trapo de cocina o una zanahoria dibuja muy tranquila la sonrisa mientras con sus ojos encuentra los míos, que saben de su éxtasis, de su constante asombro, de cómo, según ella, la hermosura termina por colarse hasta en el último reducto de lo que la rodea.
La verdad es que había perdido la costumbre. Cada vez más optamos por la úlcera, es decir, por la desdeñable convicción de que somos adultos y ya, lo cual exime por lo general de variar ángulos para acceder a otras miradas. Aquí, la vecinita de enfrente, que tiene cinco años, también hace de las suyas: en asuntos de miradas gana por paliza a cualquiera de nosotros, o sea, a la gente grande y circunspecta, básicamente por aquello de que en sus manos un lápiz es un lápiz pero también un avión, un duende o un barco de vela.
Lo cierto es que de la niñez bien puede uno aprender ciertas cosas. Yo, que soy un redomado terco, tuve que esperar a que Camila me restregara algunas verdades en la cara. Entonces claro, poco a poco apuro la brazada hasta dar con el ritmo que mejor se adapte al paso del maestro. Jadeante, pero con el ánimo acariciando las nubes, cada paseo por los intersticios de la sala o por los recovecos de la cocina significa algo así como una lección al revés. Mientras juro que estoy enseñándole a vivir, ella acaba por brindarme el zumo de la vida. Carpe diem, así es. Es horaciana la niñez, y en cada palmo de ella esa frase anida, cobra plenitud. Carpe diem, aprovecha el día. Basta un pequeñuelo para que la frase se personifique.
Cuando llevaba diez minutos hojeando (¿debería escribir destrozando?) una revista vieja, la exclamación apareció como si nada. ¡Maravilloso!, la oí decir con un dejo de tranquilidad, extraña manera de expresar lo que en el fondo guarda la sorpresa ante el más mínimo hecho. Fruncí el ceño en el acto, pues esa palabrita, en medio de sus poco más de setecientos treinta días en este mundo, confieso que me sonó de lo más rara. Pero ahí también estuvo cuando halló un cabo de vela en la gaveta, y cuando se dio de bruces con los gatos que deambulan por el estacionamiento. Le di la razón. Y es que, desde luego, maravilloso es un conejo, un pastel, un virus, un renacuajo, un limonero, un poro de la piel. Lo maravilloso y lo bello son ahora dos categorías renovadas. El oxígeno se ha dado una vuelta por el lado fatigado, sombreado de las cosas. Las telarañas que los años van tejiendo a contrapelo de la lucidez, para hacernos obsecuentes con lo rutinario, con la ausencia de alegría o con la simple circunstancia de observar en una sola dirección, fueron espantadas de un plumazo. Hizo falta, por supuesto, el golpe de mirada, una vuelta de tuerca que en esta ocasión vino aparejada con la infancia. Y así. Como uno cree que se las sabe todas, piensa que la razón (ah, la razón de los mayores) y las neuronas son señoras autosuficientes; supone además que el universo goza de la estricta dimensión de una dendrita, con el agravante de que ésta se ubica en el espacio justo de nuestra particular caja craneana. Termino entonces por considerarme adulto a plenitud, con todos los derechos inherentes a la causa. Hasta que nos rompen el plato en la cabeza. Hasta que el asombro se cuela sin contemplaciones y una imberbe se incrusta para siempre en tus entrañas.

11/10/2006

Ay, Jalisco

Me di cuenta en una celebración, ésas donde a medio jolgorio salta un mariachi y luego de cantar el cumpleaños sabrá Dios por qué razón la mayoría termina echando chistes.
De aquellos jinetes mexicanos, charros con pistola al cinto y demás, queda sin dudas un suspiro, apenas la sombra de una época que Jorge Negrete o Pedro Infante hicieron suya a través del celuloide. Pantalones ajustados, camisa blanca y chaqueta corta eran un símbolo, que junto al sombrero inmenso y las armas a cada lado mostraba un carácter macizo e intimidatorio, algo así como el “mírame y no me toques” típico de una presencia que está ahí para que la vean y no para ver, para que la admiren, no para admirar.
Como rito que no puede echarse a un lado, como una ceremonia, la voz se escuchó débil y lejana, para entonces aumentar los decibeles y tronar en pleno centro del salón de fiestas. El charro se detuvo cerca de un mesón atiborrado de tequeños, jamones y quesos, y el repertorio se desplegó en enjambre que arrancó con “Jalisco, no te rajes” y finalizó con el infaltable “El rey”. Por supuesto, mientras el espectáculo se da uno opta por ciertas conductas: se atraganta de comida, conversa de lo lindo con algún otro aburrido, pisa el acelerador de la bebida, pone cara de yo no fui y se dedica a mirar alrededor como en busca de la Piedra Filosofal, o simplemente disfruta del concierto. Yo, que por lo general no estoy para mariachis porque me gustan demasiado poco, elegí con mucho gusto las opciones tres y cuatro.
En fin, que entre un sorbo y otro se pasaron las canciones y podría jurar que hasta terminó atrapándome el aura teatral que cobró vida en pleno bonche, sobre todo por el histrionismo excepcional que el charro intérprete imponía a su hacer. La verdad es que este personaje sabía lo que hacía: con naturalidad y gracia otorgó valor agregado al espectáculo simplón que el resto de los músicos hubiese ofrecido sin más.
Pero de que los “tiempos modernos” meten a veces sus pezuñas donde no los han llamado, no cabe la menor duda. Y no lo menciono por el juego de luces estroboscópicas ubicado en el lugar elegido como pista para bailar, sino por un detalle, una mínima mácula apenas perceptible en el charro estrella. En su fiel atuendo (o casi), fracturando el aire de otra época que supongo creyó manifestar mediante su tradicional vestimenta, justo en el lugar ocupado antaño por una pistola colgante que terciada ahí expresaba muy bien la recia condición de quien la llevaba consigo, el punto luminoso, verde, titilante de un aparato ajeno a la pólvora terminó por ocupar completamente mi atención.
Incrustado en la cintura como aberración humillante para ése que a estas alturas se desgañitaba con “María bonita”, un celular yacía sin pena ni gloria. Estaba ahí, como diciendo vamos, sigan la parranda que aquí no ha pasado nada. Pero, comprenderá usted, de inmediato me asaltó la decepción. El magnífico aroma de fingimiento actoral que antes se respiraba cayó con estrépito. En este caso, las manos de la modernidad pusieron el caldo morado, entre otras razones porque a la mentira que implica una buena puesta en escena se le vieron las costuras. Vivimos tiempos modernos, y eso es una maravilla. Lo malo es que en ocasiones sus brazos se cuelan por hendijas no aptas para ellos. En cuanto a mí, otro trago sirvió para dejar estas lides. La fiesta terminó como si nada.

11/09/2006

Se sabe que el que vuelve no se fue

Un día, ya cercana la fecha de Navidad, el hombre que llevaba un libro bajo el brazo caminó hacia la casa de mis padres. Después de entrar y apoltronarse en el sofá ubicado frente al televisor, se quedó para siempre en el sabor que sus palabras cobraron en mí luego de aquel primer regalo: “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”. Y es que como buen compinche, abrió el libro apolillado que guardaba y leyó el poema que hablaba de amores -así lo recuerdo todavía- a la luz de la luna y a la orilla de un mar entumecido por el frío de un otoño en Isla Negra.
Neruda, quien llegaba antes de la fecha de Navidad, se quedó como un latido o como un vendaval justo en medio del tren de la memoria. Entonces le conté de los espectros que durante muchas noches espantaban mi sueño, y le hablé de las princesas que aún no lograba rescatar. También le dije de otras cosas, por ejemplo del reloj sin tiempo que Toto, mi perro, había destrozado a dentelladas. Así de a poco, de a ratos robados a la realidad de la pelota y del colegio, Neruda dibujó los rostros, siluetas, colores y sonidos de sus palabras, y ellas, de este modo, pudieron servir más que para decir el nombre de las cosas.
El señor que llevaba un libro bajo el brazo llegó hasta la esquina de la plaza y luego cruzó la calle Sucre. Sonriendo se fue hasta la casa de mis padres para después, días o meses después, guardar su pipa ennegrecida y cargado de poemas salir tranquilo por la misma puerta que una vez golpeó con sus nudillos. “Se sabe que el que vuelve no se fue”, le oí decir entre dientes. Han pasado las horas, han caído muchas hojas, han llegado otros libros y otras navidades. En esta tarde y su lluvia y su infusión de manzanilla y Ana que me mira con sus ojos orientales logro vislumbrar el mismo poema, la página cuarenta, el verso arrellanado en el sofá: “Se sabe que el que vuelve no se fue, y así la vida anduve y desanduve mudándome de traje y de planeta, acostumbrándome a la compañía, a la gran muchedumbre del destierro, a la gran soledad de las campanas”.

O sea, o sea

Pensar cuesta trabajo, y si tienen dudas échenle un vistazo a los políticos. Con un paquete de neuronas básico, cualquiera se emociona al escupir tres palabras, bisílabas cuando mucho, a ras de boca y de materia gris.
Entonces o sea lleva las de ganar. Entre parloteos esquizofrénicos y chasquidos de la lengua que dicen de todo menos lo que se quiso decir, si es que se quiso, o sea coge impulso hasta inundar todas las frases de todos los discursos de todo aquél que se respete, es decir, de todo aquél capaz de estar en algo, porque sépase que estar en algo, a la moda, ser de ahora y no unos de esos anticuados, almidonados y engominados aburridos, pasa por meter un o sea cada cuatro segundos si el asunto es oral, o cada tres palabrejitas si nos complicamos a la ene y tomamos la vía escrita.
Bueno, o sea, que le llegó la caja, o sea, la encomienda, pero no está aquí, o sea en esta oficina, porque llegó pero se la llevaron y entonces la trajeron otra vez, o sea, usted no estaba y la trajeron para acá, o sea, para el otro local que queda allá donde el señor González, o sea, ¿ve? Yo, comprenderá usted, no veo nada y aún hoy sigo con la vista hecha migajas. No veo nada en lo absoluto pero cojo las pinzas y trato de agarrar al vuelo ciertas ideas: el mensaje que supongo tuvo este señor en la punta de la lengua pero no en las oraciones. En fin.
O sea es el comodín, el as bajo la manga. Imagino un instante el mundo sin o sea, Venezuela sin o sea, algo así como la felicidad en estado lingüístico, un punto a favor de la juntura inteligente del sujeto con el predicado, que ya es mucho decir. O sea, el dios o sea de quienes dicen lo que pueden mientras lo que quieren cae por el desagüe.
Supongo que se habrán percatado de que a mucha honra cada día hablamos (y de escribir ni se diga) peor. Y es que hablar o escribir requiere algo más que el o sea en medio de cada triste frase, y más lecturas y más ganas y más pasión y más escuelas y más maestros. Y cuando digo más no me refiero a cantidades, aclaro de una vez y por si acaso. Eso de que andamos mal, de que nos africanizamos, de que aquí da lo mismo un verbo que un sustantivo que un o sea a fuerza de escasísimo intelecto, da mucho que reflexionar, porque entre otras cosas sin palabras no hay ideas y sin palabras, antecedente lógico, tampoco hay pensamiento, aunque para desgracia siga habiendo políticos con pe de poco, digo, por eso del enanismo intelectual y demás hierbas. Dan ganas de torcerle el pescuezo a ciertos tipos, sí, exactamente a ésos en que piensa usted ahora, básicamente por el cojonudo lío que arman tan sólo con abrir la soberana boca o con rayar algunas líneas, que para efectos del o sea hemos visto son la misma plaga. Todo por unos o sea de menos, que si a ver vamos es nada considerando el universo de usuarios que nos gastamos. O sea, que seguimos en lo mismo. Que estamos bien jodidos. O sea.

11/06/2006

La raíz imaginaria


Hay espacios que son islas. Existen lugares donde el día a día disminuye la velocidad para regodearse sobre sí mismo, para mostrar la cara oculta de lo que también es posible.
Poner los pies en una barbería tiene que ver con lo anterior. Y digo una barbería, con todas sus letras y con la carga de significaciones que esos establecimientos guardan para quienes se tomen la molestia de ver más que tijeras, aguas de colonia y afiches de cantantes o estrellas de fútbol.
Para empezar, el barbero es un demiurgo. Sacerdote incrustado en su habitáculo, cobra y se da el vuelto al labrarse letra a letra en medio de ofensivas o repliegues verbales, en medio de conversas sin principio ni fin que en una barbería adquieren el apelativo de infinitas. El barbero resume al dedillo eso que tan bien define a quienes blanden la espada de los gestos, las maromas de la lengua y la truculencia seria y circunspecta, todo al empuñar tijeras, manipular geles, desenfundar la cero cero.
Qué duda cabe: el barbero es un espadachín, especie de malabarista donde cabe la celebración del gol más reciente o donde se concentra el escupitajo sin cuartel contra políticos de cualquier pelaje. Si el Aleph borgeano tuviera un referente en la ciudad, ése sería una barbería. Templo destinado al ritual humano por excelencia (conversar, no cabe duda), en el mundillo de sus cuatro paredes la palabra se remonta al principio de los tiempos, es decir, a la oralidad como fuente de lo primero y de lo último, alfa y omega del quehacer humano, única manera de asir la realidad, de meterse el universo en los bolsillos. Hablar se hace entonces una fiesta, implica concretar un hechizo, es la vuelta a Homero o a Virgilio.
La silla del barbero, ese monumento actual pero a la vez totémico, se me ocurre que bien puede marcar el punto de contacto entre la vida cosmopolita y el pensamiento primigenio. En ella se abrazan la modernidad y lo remoto: desde el televisor que transmite vía satélite el clásico de los clásicos, nada menos que el Brasil Argentina, por ejemplo, hasta el pensamiento mágico de interlocutores cuyas fuerzas se crecen en el verbo, en el afán que afeitadores y afeitados manifiestan cuando de lanzar ideas o refutar opiniones se trata, vistos a la luz de lo fundacional, de aquel grupo de hombres embrujados por una buena charla al calor de la lumbre, al comienzo de lo humano.
Si hay un lugar en el que el mundo se invente y se reinvente a cada instante, sus coordenadas llevan a la barbería. La silla del barbero equivale a fogata que invita, tiene que ver con la placidez del nicho a la hora de la sobremesa; cobra un clima de recogimiento dado al intercambio de palabras, a la exposición sosegada, al simple hecho de contarse unos cuentos, como en los tiempos de la Ilíada o la Odisea, que el mundo termina por acomodarse en la palma de la mano. Y ahí el barbero, junto con quien está sentado y junto con quienes esperan turno para rebajarse los cabellos, manipulan la mentira, juegan con la verdad, asisten al asombro de crear universos diferentes, todos y cada uno a la medida de ciertas necesidades, de tal o cual empecinamiento, de infinitos antojos. Vuelve a nacer lo religioso. El hombre se reafirma como hombre.
El pasado y el futuro queda a la vuelta de la esquina. Basta entrar a una barbería para escuchar las predicciones. “El presente es el futuro del pasado”, como indicó alguien, y el futuro, además, adquiere certificado de nacimiento, previsto, sentenciado, rubricado por esa cofradía de monjes enfrascados en sus profecías. Entrar a una barbería, digo yo, es dar cuenta de la raíz imaginaria, de qué hemos sido, por qué somos y qué podremos ser, siempre a la sombra de esa sintaxis carnavalesca que es el verbo creador en cualquier barbería que se respete.
Por eso, en la silla del barbero se prefiguran todos los tiempos. Los presentes son presentes según la vena del momento, y Ronaldo o Joao (el Portu de la esquina), Cassius Clay o Chita (la mona de Tarzán), Francisco Franco o Tatiana Capote, Raúl Leoni o Betulio González, caben sin dificultad en la esfera de cristal labrada a fuerza de blandir palabras, establecer realidades y entregarse al hecho de ser dioses. Los misterios insondables del mundo se aclaran en ella. La silla del barbero tiene mucho de silla, por supuesto, pero más de diván y de confesionario. Merlín sería feliz alrededor de ella, como humilde interlocutor a la espera de una buena rapada, o como sacerdote con dominio total de cepillos, hojillas y tijeras. Ahí, entre espejos, champúes o secadores, se dan los hallazgos más profundos. Siempre en una barbería, claro.

11/01/2006

El filósofo

Mi perro es un gran filósofo. Tras su cara regordeta de la que brota una mirada imperturbable, se entrega a profundas reflexiones, a inefables consideraciones sobre lo humano y lo divino, a impenetrables razonamientos que sólo su condición canina, digo yo, es capaz de albergar en relación con el mundo de los hombres.Ayer, por ejemplo, me descubrió mirando la televisión, y ahora que lo menciono, apenas alcanzo a imaginar cuánta lástima (o diversión, qué sé yo) le habré producido nada más que por el hecho de estarme un tiempo precioso ante ese bendito aparato, y para remate pendiente de un manojo de políticos.Comienza por sentarse y ladear un poco la cabeza. Así, en esa posición, como un extraño pensador supongo que le da vuelta a los problemas y, oh sorpresa, flirtea con algunas soluciones porque las más de las veces termina agitando felizmente la cola para, como quien no quiere la cosa, venirse de lo más tranquilo y echarse junto a mí luego de un bostezo que denota cierto aire de autosuficiencia, de satisfacción, de fíjate que lo he logrado, que ya desearía uno hallar en muchos por ahí.A veces, el muy condenado se pasa horas y horas observándome con esos ojos que despiden una especie de sabiduría bastante esquiva, rarísima de encontrar en la mayoría de la gente. Mi perro, y esto lo digo con la convicción de quien ha comprobado estupefacto palabra a palabra lo que dice, hecho el loco sabe más de lo que cualquiera (inocente y despectivamente) pudiera imaginar, y ha llegado a ese estado, podría jurarlo sin remordimientos, a fuerza de silencio reflexivo, de neuronas, de puro y perruno ejercicio intelectual.Me divierto pensando en lo mucho que gozará el tipo escuchando mis conversaciones, mis pobres análisis en compañía de uno que otro amigo. Estoy seguro de que en secreto se dobla de la risa luego de escuchar lo que decimos. Él se ríe de nosotros y sus carcajadas he aprendido a percibirlas a través de un leve movimiento de su boca y de su lengua, que lleva a cabo en numerosas ocasiones. Se ríe de todos, de mí, de mis inadvertidos compañeros y de un gentío que escucha hablar cuando sintonizo los noticieros en la tele. A veces, y créame que no exagero un ápice, el movimiento de la boca y de la lengua llega a convertirse en algo que no dudo en calificar de incontrolable, lo cual hace que se le llenen de lágrimas los ojos y se retuerza con las patas para arriba. Cuando eso ocurre aprovecho para estudiarlo con más detenimiento, pero en un santiamén se da cuenta y de inmediato recobra la postura de perro normal echándose, muy tranquilo él, a mordisquear un hueso de goma que siempre utiliza en esos casos.Mi perro es un gran filósofo, él debe guardar muchas respuestas. Lo lamentable es que jamás lo he escuchado hablar (tengo la sospecha de que puede hacerlo). Estoy seguro de que prefiere su mundo de gruñidos y ladridos. Allá él con sus vainas.

Monólogo mascando chicle

Mascar chicle es casi un deber sagrado. A ver si me explico: para muchos, cada día incluso antes de cepillarse, coger una pastilla de menta y llevársela a la boca equivale a una ofrenda que va directo a la diosa razón. Es que darle a las muelas para masajear gomas de mascar, me ha dicho alguien, es un acto que ayuda en asuntos del pensamiento. Pongamos que el tipo está en lo cierto. Entonces uno puede hacerse el perspicaz e indagar, por ejemplo, sobre la diferencia entre el simple chiclecito y el caramelo ese que entregan cuando no hay sencillo para el vuelto. ¿Serán ambos tan buenos para el poder de raciocinio? ¿El efecto involucra solamente al chicle? Si lo segundo es lo que vale, es posible aún, en un alarde de curiosidad ociosa, hurgar qué tan efectivo resulta el entrañable Adam`s, cajetilla clásica y demás, en relación con el discreto Trident, el pomposo Freshenup o el humilde Bolibomba. Pero la verdad es sólo una: cualquier goma funciona de idéntica manera, todas acaban por agudizar el intelecto, según los entendidos, ocupando el plano de los meros asuntos del paladar aquello de las diversas marcas. Un chicle es un chicle y se acabó. En realidad no sé muy bien por dónde va la cosa. En mi familia hay quienes comen chicle hasta dormidos, y que yo sepa continúan sufriendo la misma cortedad en lo atinente a las neuronas. En mis clases, aun cuando hemos acordado no rumiar durante las dos horas, sé que más de uno viola con descaro esa norma y ni así. Tampoco es que brillen demasiado. El otro día una señora comentaba que un chicle era el mejor estimulante, el té a las cinco para los ingleses. Con un chicle había vencido todas las dificultades, todos los entuertos a la hora de responder cualquier examen universitario, al punto de que llegado el éxito y el momento de los agradecimientos, usted sabe, mister Adam`s ocupaba el tercer puesto. ¿Los dos primeros?, Dios y sus padres. Mire usted. La verdad, yo no comprendo demasiado estas cosillas, y aunque acabo de meterme uno a la boca, nada que ver cuando la idea es hallar respuestas, dar en el clavo o destacarse. Qué se le va a hacer. Desde luego, existen casos cuyo patetismo es antológico: hay gente imposibilitada, digamos, para montarse en bicicleta y mascar chicle a la vez, lo que en mi caso pienso que no llega a tanto. Pero uno nunca sabe. De todas formas he decidido insistir. Hace tiempo fui al abasto y me traje un buen surtido, gomas de todos los sabores, que para alimentar la inteligencia o el poder reflexivo ahí está la variedad, el matiz, el abanico amplio, por eso de que nada en blanco y negro resulta saludable ni para el cuerpo ni para la mente, lo que es una verdad de Perogrullo. La mesa de noche está repleta. Ya mi esposa sabe que ante un problema económico elijo los de frutas con líquido por dentro, y frente a quebraderos de cabeza laborales opto por la caja de los mentolados. En fin, pasa el tiempo y todo anda como si nada. Sigo en mis trece, o sea, sin hacerme más inteligente, más dado al pensamiento o a algo que se le parezca. Cuestión de paciencia, claro. La clave es insistir, supongo.