4/08/2018

El humo de aquella pipa


    Tengo dos hijos con los que suelo largarme a algún café para sentarnos a leer. Y cuando leo, enciendo mi pipa, el calor que despide me calienta las manos, disfruto del humo y sus aromas, enarbolo el rito que supone fumar como Dios manda. Entonces me increpan, me preguntan, me averiguan, ¿por qué llevarse a la boca un artefacto tan raro como misterioso?
    Desde esas interrogantes me da por pensar. Es decir, por pensar sobre el acto de fumar, pipa para más señas, y llego a la conclusión de que todo pasa por la memoria. En mí, la pipa es sinónimo de mi padre. O casi. Mira por dónde va el asunto.
    Cada vez que elijo lugar y mesa para contemplar, para leer o escribir, cada vez que acto seguido saco la pipa de mi bolso con el hedonista objetivo de gozarla, en el fondo lo hago en honor de mi viejo y a propósito de los años en que lo veía encender la suya como si de expresar un mantra se tratara. Entonces los recuerdos se materializan, me agarran por el cuello y ahí aparece el taqueador, por ejemplo, instrumento que usaba a manera de herramienta compactadora del tabaco y que a mí   -tendría yo siete u ocho años-  me parecía el objeto más extraño e inútil de este mundo. Cuán equivocado estaba. Hoy  en día guardo mi pipa en un estuche de cuero que le perteneció y al sacarla en esta terraza puedo verlo, como si fuera ayer, deslizar la cremallera con placer mientras la pipa asoma su belleza y termina por fin aprisionada entre sus labios.
    El humo de la pipa implica el vivo retrato olfativo de papá y créeme que percibir su olor es como sentirlo aquí a mi lado, disfrutando de la picadura, paladeando aquel humo que escapaba de inmediato en volutas de tranquilidad. La nostalgia, sí, es la nostalgia, sin dudas, un bicho que ataca y muerde y anda poco dispuesto a soltar a su presa así no más.
    Leer mientras siento que me desmigajo entre las páginas, leer casi diluyéndome en el Captain Black o el Caporal (este último paquete de tabaco no he vuelto a hallarlo en el mercado) equivale a viajar en el tiempo, supone lanzarme de cabeza y a mis anchas a deambular en el pretérito perfecto del indicativo, nada menos, lo que es la maravilla de las maravillas cuando en el fondo permanece el encuentro, la mágica certeza de conjurar abismos o despedidas para otra vez estar, otra vez ser, otra vez zambullirme en momentos que terminaron convertidos en arena.
    Converso con Camila y con Daniel, les digo que la memoria tiene sus cosas raras, de modo que es muy posible vislumbrar no sólo objetos, frases, juegos que apenas transcurrieron hace poco, sino también afectos, amores, impresiones, angustias, dolores o felicidades desencadenados por la chispa del humo de esta pipa o la imagen del estuche que un artesano del cuero ecuatoriano devolvió a sus viejos esplendores. Es lo fascinante de la condición humana: no estamos sujetos al aquí o al ahora, al contexto inmediato que nos esclaviza. Tenemos la oportunidad de echarnos en brazos de otros enigmas, como el de la nostalgia, pongo por caso, y saborearlos,  y sumergirnos hasta el cuello en eso que ya no tenemos a la mano.
    Doy unas chupadas, miro a mis pequeños entregarse a sus lecturas y entonces me elevo entre una nube azul, entre volutas. Voy al lejano sitio del ayer donde permanecen aún determinadas sensaciones. Ahí mi padre enciende otra vez aquella pipa y piensa y sueña quizás con asuntos parecidos a los míos. Sonrío y me digo que nada hay más parecido a la felicidad. Entonces continúo leyendo. Con Camila y Daniel sigo leyendo.