10/30/2017

Un clásico

Air Supply. I can´t believe my eyes.

El link: https://www.youtube.com/watch?v=-DB8I0tG6GQ

10/21/2017

Culo

    Para algunos ciertas cosas forman parte de un todo mayor que las contiene. En el plano de las significaciones no te quiero contar: el diccionario (ese cementerio, como creo recordar que lo llamó Julio  Cortázar) se lleva las palmas de aquí a Japón.
    A ver, expresa el libraco que culo es anatomía, geografía humana, y para más señas punto trasero o delantero de objetos varios. Y hasta ahí. La verdad es que no se mete el camposanto en el alma del lenguaje, que si a ver vamos equivale a surfear en esas aguas tranquilas o ventiscosas de la vida real, monda y lironda, que hoy te besan y mañana te aplastan con sólo restregar medio con pulgar.
    Culo: art. Del lat. Culus. 1. m. Conjunto de las dos nalgas. 2. m. En algunos animales, zona carnosa que rodea el ano. 3. m. Extremidad inferior o posterior de algunas cosas. Culo del pepino, del vaso. Sanseacabó. Menuda definición para esta palabreja que lleva en las entrañas un ovillo de connotaciones, de imaginación, de picardía sana o malsana, de erotismo y de mil y un símbolos sin medida ni fin. El culo del mundo, pongo por caso. Hay que ver, me digo, “el culo del mundo”, tamaña frasecita apunta, fíjate, a unidades de longitud, cuestión pasada por alto, como si tal cosa, tanto por el humilde Larousse que descansa en un peldaño de mi biblioteca como por el respingado DRAE, ubicado allá a lo alto, entre otro de sinónimos y el de Ambrose Bierce. Se dice fácil.
    Ocurre algo parecido con el culo de una dama. Nada más alejado de la verdad que la ficción diccionaresca  -perdónenme la fea palabra-  que manda al basurero de la historia, del día a día y de la cotidianidad que bulle en cada esquina el hecho fascinante asumido por todo varón que se respete: pasa una señora de muy buen ver y entonces lo que volteas a ver es con justicia eso, el culo, el culo no del diccionario (frío conjunto de las dos nalgas) sino un ámbito mayor capaz de subsumirlo, de encerrarlo en un espacio superior que sin dudas lo engulle por completo, es decir, que culo va siendo aquí el todo y no la parte, la dama en cuestión de cabo a rabo, entera de pie a cabeza, cuyo movimiento de las caderas y completa humanidad vuelvo y repito, genera el chorro de adrenalina, el Vesubio hirviente, la carga de deseo más explosiva que se haya visto por los alrededores. Dime tú si me equivoco. Para qué decir sí, si no.
    En lo que a mí concierne  -biológica, antropológica, semántica y sinceramente hablando-,  desde la adolescencia un culo, todo él según la explicación de arriba, fue el responsable del Big Bang, de la sensualidad hecha carne y hecha huesos, sinónimo de mujer, léase hembra fértil capaz de detener la marcha implacable del universo. Vaya cortedad la de la realísima Academia, que será de la Lengua y de cuanto inventario disponga la ficción, etcétera, etcétera, etcétera, pero no de la vida que reverbera en todo grupo humano y demás hierbas. Pienso otra vez en el cementerio de Cortázar: es que tenía razón el muy bandido.
    Que entre culos te veas, bendito entre los hombres. Mascullando tal sentencia sé a la perfección que comprendes lo que hay que comprender, que culo es femenino aunque lo preceda el, que culo es ese tierno, dulce, trascendental término que acelera el corazón, que enciende fantasías, que conecta con los  dioses  -perdón, con las diosas-, más allá de lexicógrafos acartonados y otras zarandajas por el estilo. Enhorabuena. Así sea.

10/14/2017

Con la belleza, cara a cara

    Les he contado antes que me gusta sentarme en la terraza de un café y ver pasar la vida. Doy por sentado que todo café que se respete es un templo de peregrinaje obligatorio para aquél dispuesto a desmigajarse mientras a las cinco y treinta de la tarde cierta luz pinta de dorado el panorama.
    Semejante costumbre la cultivo desde adolescente. Si alguna vez he creído asimilar qué diablos significa el término contemplación, ha sido gracias a la experiencia con un libro, un cappuccino, un Partagás y una mesa bien ubicada para darle y darle a la lectura, alzar la vista cada cierto tiempo y observar cómo anda el patio.
    Y en esas estaba la otra tarde, junto a Camila, mi hija de catorce años. Tengo la fortuna inmensa de que esta chiquilla es mi irremplazable compañera de lecturas. Así como lo lees, sin quitar ni exagerar. Se acostumbró, a fuerza de mirar, a entrarle a la página en nuestros cafés predilectos. Teníamos algunos en Venezuela y tenemos algunos aquí, lejos, adonde vinimos a parar por motivos de trabajo (ésta es una historia que referiré en otro momento). Leíamos en silencio, metidos de cabeza en el Sweet&Coffee, echados en brazos del disfrute como bañistas arrojados a las olas: ella sus novelas que según dice la hipnotizan, yo un libraco gigantesco de Francis Scott Fitzgerald
    -“De lo que no es nuestro están hechas las estrellas”- dijo de pronto, levantando la voz más de lo normal, con la mirada puesta sobre algún lugar del horizonte. Me llamó la atención ese tajo en medio de la nada. Le pregunto qué le ocurre, qué le atrajo de la frase, por qué la coge así, con pinzas, y la expone para escucharla a quemarropa.
    -“Porque me gusta”- suelta como si nada.
    Créeme que no hay mejor respuesta. Simplemente le gusta y basta, se acabó. Mi interrogante iba de la mano con la necedad y fue Camila la encargada de hacérmelo saber, con sutileza, con imaginación, con una sentencia que resultó aplastante. Es que somos jodidamente cartesianos, en el peor sentido, y pretendemos la pulpa, los jugos, el corazón de la belleza sin detenernos en su olor, en su color, en su epidermis. En fin. Decía arriba que creo vislumbrar por dónde van los tiros a propósito del verbo contemplar, pero a veces, más de las veces que quisiera, soy un anodino sin redención, mendicante de pragmatismos que rayan en la estupidez.
    Darse de bruces con lo hermoso no merece de entrada los sablazos de la razón. Toparse con la belleza supone en un primer momento cierta operación para la cual necesitamos un arsenal de papilas gustativas. Y ahí las tenemos, y ahí mismo las hacemos a un lado. Cuando Camila saborea su frase, cuando cata el dulzor o el amargor del lenguaje, sólo existen ella y las palabras, el sentido, la sorpresa, el hecho que termina siendo mágico por donde lo mires. Así deben ser los encontronazos con lo bello, con lo valioso, con cuanto nos inspira e incita a hacer un alto para mirar y remirar. La belleza exige detenerse, asimilar el puntillazo, entregarse a la petite mort que, ya vemos, trasciende sexo y erotismo.
    -“Porque me gusta, papá, porque me gusta”- respondió. Y yo sonreí y guardé silencio. Esa fue su mejor explicación.

10/07/2017

Nombrando los días que van pasando

    La mayoría de la gente le pone nombre a las mascotas. Nada más normal que eso. Yo, ve tú a saber por qué, suelo nombrar a los objetos. Me gusta la filosofía y leo libros, novelas o ensayos sobre existencialismo, de modo que mi reloj se llama Sartre.
    Ser y tiempo, pongo por caso, es un texto clásico del conocido estudioso alemán, por lo que a mi escritorio lo bauticé Heidegger. Y así. Tuve una laptop llamada Newton, una bicicleta que respondía al nombre de Nastassja Kinski, y un buen amigo, a quien nos referíamos desde los años universitarios como Valentín, puso a su inodoro Stalin, sólo por seguir mis ocurrencias. Fíjate qué cosas.
    Ponerle nombre a los objetos pasa por colocarles cierta etiqueta diferenciadora. Los vocativos que otros pronunciaron con el objetivo de ordenar el universo, de llamar pan al pan o vino al vino, reconozco que tienen su razón de ser.  ¿Te imaginas que una silla no gozara de ese apelativo sino de, por ejemplo, ruiseñor?, y supón que al plumífero lo ubicáramos lanzando un chasquido como árbol. Fin de mundo, Babel monda y lironda en pleno siglo XXI. Sumo y sigo: piensa que una flor se denominara tuerca, y la tuerca coliflor, y la coliflor esperanto y ésta corazón. Ya nada tendría pie ni cabeza, el mundo sería más desquiciado de lo que ya es, lo cual ten por seguro, mi querido Watson, no es en lo absoluto poca cosa. Al diablo el lenguaje creado a base de esperanza comunicativa. Chao español, adiós chino mandarín, en fin. Pero no me negarás que ponerle nombre a los objetos, tal y como he venido haciendo todos estos años, se justifica gracias a una razón menos pragmática: bautizarlos en segundo grado, torcerle el cuello al cisne a ver si aparece una tortuga, asunto que hasta ahora en nada trastocó el orden imperante desde que empezamos a intercambiar gruñidos por frases con algún sentido. Sé que sólo yo practico semejante arte  -no te caigas para atrás: es un arte-  lo que, repito, en nada ha significado condición amenazante para el stablishment lingüístico, así que continúo en mis trece, sigo nombrando y renombrando para hurgar en las entrañas de lo cotidiano, en las profundidades del espíritu, en los intersticios de esa cosa que es la lógica, cartesiana o no, aristotélica o no, qué le vamos a hacer. Entonces un humilde cenicero resulta cierto guiño a lo Bogart o esa mancha de labial que decora el borde de la taza un lindo equivalente al mejor estilo Edwige Fenech. No sé si me explico.
    La otra vez servía un trago de whisky de mi botella Hemingway mientras encendía un Churchill que saturaba la estancia con ese olor inconfundible a Roger Vilain B, mi padre, todo humo y Churchill él. Tampoco sé si me explico, pero puedo jurarte que no es mal de morirse. Por otro lado, ponerle nombre a los objetos, a las cosas, a algunos hechos incluso, va de la mano con el psicoanálisis si quieres un mecanismo explicativo  -a mí me lleva sin cuidado-, pero quitándole parafernalia o vanidoso intelectualismo de academia. El sillón de la sala que llamaste Freud no es más que una enigmática proyección de tu tía Adelita, y no preguntes más. A la luz de mi lámpara, apodada Edison por razones obvias, pienso en todo esto. Y mi bolígrafo Cortázar, y Gandhi  -mis viejos anteojos-  y también Jack, la navaja que utilizo para destripar sobres, para descuartizar cajas que llegan por correo, terminan dándome razón.
    La nomenclatura que me dio por inventar, por cifrar en particular lengua un cosmos a lo largo de los años acaba siempre por arrojar sus dividendos. Nada que ver con Milton Friedman o Von Mises, es decir, pura y simple economía. Lo que puedo asegurar es que mi método está hundido hasta los huesos en el magma que todos llevamos en las entrañas. Una lenguarada como “a la luz de mi lámpara pienso en todo esto y mi bolígrafo y mis anteojos y también la navaja que me sirve para abrir los sobres” y blablablablablá, tal como escribí antes, dice mucho, para mí y para cualquiera. Pero “a la luz de Edison pienso en todo esto y Cortázar y Gandhi y también Jack, terminan por darme la razón”… dice más, infinitamente más, y me lo dice al oído, de forma única y por supuesto cargada de distintas pulsaciones, de mensajes secretos, de resonancias zambullidas en las cavernas de mis días.
    Ponerle nombre a los objetos terminó por convertirse en manía, en código críptico, verdadero lenguaje para entender y entenderme, con gran elocuencia, contundencia, exactitud. Dime si no vale el esfuerzo. Dime tú si no.