8/30/2013

Filósofos

    La gente es rara. Hay quienes odian a los gatos porque sueltan pelos, por sus uñas afiladas que terminan arruinando alfombras o sofás, por esa forma destemplada de gritar su amor a medianoche en los tejados. A mí me parecen tiernas criaturitas que no hacen daño a nadie.
    Tengo un pariente que, vaya uno a saber las razones de semejante asunto, se parece mucho a su mascota. Ese señor es igualito a su perro. Yo no poseo ninguna, pero me he convencido de que llevo algo de felino, de que en lo más íntimo de nuestro fuero interno un gato y yo compartimos más que el hecho de pertenecer a un mismo reino, el animal, y a una misma clase, la mamífera.
    Aprecian estar solos, la curiosidad les chorrea por pelos y bigotes, se la pasan rumiando pensamientos que quién sabe de dónde los sacan, como buscando explicaciones para ciertos problemas de la vida. La verdad es que los gatos gozan contemplando el mundo, que a veces es durísimo con ellos, pobrecitos, lo cual me hace creer que hasta son buenos filósofos, cuestión que los eleva muchísimo más ante mis ojos, usted me entiende, por eso de que yo también disfruto de lo lindo al encontrar con quién hablar de Kant, de Platón o Schopenhauer. Hay que ver.
    En fin, que me entristece un mundo cuando una señora, por ejemplo, los espanta a zapatazos o los agarra por la cola para echarlos de la sala. Tamaña injusticia sí que me hace hervir la sangre, más aún considerando a tanto bueno para nada que deambula por el universo sin que un taconazo termine cayéndole en el parietal. Asombra esa capacidad para permanecer absortos, en plena reflexión sobre asuntos macanudos, dándose a la tarea contemplativa como si fuese la última, como si ahí hallaran el Yin y el Yan, el Logos absoluto, el Aleph borgeano, la respuesta a todas las preguntas y qué sé yo qué más.
    Los días que corren no son los mejores para ellos, sobre todo si sacamos la cuenta y nos ponemos a ver la cantidad de perros, hámsters o canarios que la mayoría prefiere antes que al silencio misterioso de un gato que se echa en un rincón a lamerse las patas y las garras. En el fondo lo comprendo, y es que la verdad sea dicha: un perro es un súbdito cualquiera, una mascota como las demás. Pero un gato es todo lo que a usted se le ocurra menos una compañía faldera, lisa y llanamente porque son librepensadores de la cabeza a los pies. Ya quisiera buena cantidad de intelectuales en este maltratado país, pongo por caso, gozar de la inteligencia y libertad de estos bichos maulladores. Son unos libérrimos a tope, claro, y enamoradizos y fiesteros y noctámbulos, casi diría que vividores al más puro estilo de un Horacio con su Carpe Diem y toda la parafernalia.
    Hay mucho que aprender de estos muchachos, por supuesto, cuestión que exige bastante paciencia y elevadas dosis de trabajo, pero al fin y al cabo se puede, siempre se puede. En eso ando últimamente. De resto, pues nada, me ocupo de las tonterías de siempre.

8/24/2013

No ha llegado aún

    “Hablando se entiende la gente”, dice el refrán.  Qué curioso, pero mientras más lo intento menos me comprenden, y viceversa.
    El lenguaje tiene sus recovecos, sus subidas y bajadas, guarda en medio de llanuras clarísimas cierta especie de vegetación frondosa que da al traste con el hecho particular, meridiano, que lo funda: comunicarnos. Entonces ya ves, cuando dices A otros terminan por entender B, y cuando ese individuo con quien compartes un café afirma C, resulta que captas todo lo contrario. Tú sabes, puedes ir teniendo pistas de a qué diablos me refiero. ¿Me comprendes Méndez?
    En cuestiones de la lengua y sus enredos existe un mundo habitado por seres de todos los pelajes. Entre ellos los mecánicos, pongo por caso. Llega la fecha de entrega luego de quince días con el carro reparándose porque el arranque estaba malo y zas, no, no se acabó el martirio sino que se requieren tres semanas más: es que el clima estuvo frío, al gerente le dolió una muela, hubo vientos fuertes y, para remate, la gigantesca mata de mamón de al lado del taller se vino abajo aplastando enseres, vehículos mal ubicados y demás objetos por el estilo. Qué carajos. Cosas de la vida, te dices, y entonces sacas pecho para aguantar lo que te espera. Los carpinteros, fíjate, también dan la pelea, y la dan fuerte, los herreros ni se diga, ¿y las aerolíneas?, ufff, se esmeran de lo lindo por llevarse todos los elogios. Pero los médicos, pobrecitos, una inmensa cantidad de médicos obtiene a pulso el  primero y el mejor de los lugares.
    Ocurre que se te hincha algo, o casi te asfixias por la tos, o los dolores de cabeza terminan por exprimirte los sesos, de modo que llegas al consultorio, lees la plaquita en la puerta (horario de consultas: lunes a viernes 8-12, 3-6), miras el reloj (9:45 am), preguntas por el fulano y la señora secretaria, peinadita y planchadita, solemnemente te informa que no ha llegado todavía. Lo de la solemnidad no es cuento: pone cara de haber chupado limón, se encarama al altar mayor de la catedral en que está segura que se encuentra y desde su púlpito baja la mirada, se inclina, te observa como a bicho raro y te lanza una frase a quemarropa. “El doctor no ha llegado pero va a venir”. Tú tratas de pedir explicaciones, de solicitar por el amor de Dios información menos abstracta, más cercana al pragmatismo que consiste en señalar la hora en que fulanito de tal hará acto de presencia y ella no señor, no ha llegado aún, es que no ha llegado pero ya vendrá, y tú dale, continúas, incluso haces señas, morisquetas, mímica para que se entere de que ya sólo quieres decir gracias, despedirte, solicitar la bendición divina y amén por los siglos de los siglos pero nada, es que oiga usted señor, el doctor no ha llegado, no ha llegado, es que no ha llegado pero espere porque por ahí debe venir. “Hablando se entiende la gente”, claro. Vaya cojones los de este refrán.
    Te vas, regresas en la tarde. 2:23 pm. Bañada en humo de sahumerios pontifica otra vez sin despegar la vista de la biblia, digo, de la revista Marie Claire, que Orijuela Pérez, o como se llame, no ha llegado porque tuvo un inconveniente. “Lo siento mucho, pero no ha llegado”. Miras de reojo la tablita de la puerta, observas por milésima vez el horario de consulta, entonces buscas, tratas, haces todos los esfuerzos por hablar, por entenderte con ella a punta de lenguaje, de refranes o de lo que sea y la sacerdotisa te detiene en seco: no ha llegado, señor no puedo hacer nada porque no-ha-lle-ga-do. Le preguntas si sabrá algo de su paradero, si vendrá algún día y alguna vez, si el hombre se halla en la ciudad, en el país o en el planeta, y entre bocanadas de incienso recibes otra vez lo tuyo: lo único que sé es que no ha llegado.
    Como el lenguaje hace tiempo dejó de funcionar para lo que supones que funciona, dices adiós, das la media vuelta y comienzas a desaparecer. Ella te llama, oyes esa voz como de trompeta salida del apocalipsis, se te acelera el corazón, hasta cierto punto te alegras porque quién quita, a lo mejor llegó justo cuando dabas la espalda y te largabas. Nítidamente escuchas la pregunta: ¿señor, regresará usted mañana? Nada, ahora sí, mañana sí, podrás mejorarte, podrás salir con las pastillas para la hinchazón, vas a quedar como nuevo. Respondes muy contento que claro, que estarás puntual al día siguiente, que necesitas tratamiento para lo que tienes. ¿Y cómo a qué hora llegará el doctor?, te atreves a susurrar. Ella, frunciendo el ceño y muy risueña, escupe sobre ti: ahí, mire, ahí, ahí en la puerta está el horario de consultas. 

8/15/2013

Mueblería Troya

    Para que ustedes vean, uno empieza el día con el pie derecho, poniendo en orden las ideas y los deberes, feliz porque el café de la mañana sabe a gloria, los besos de los hijos llueven como dulces, y bueno, resulta que el pasado o la nostalgia o los recuerdos, que al fin y al cabo son lo mismo, te cogen por el pescuezo a la vuelta de la esquina.
    Cada quien tiene su historia, eso lo sé. Hoy quiero compartir un poco algo de la mía. Una entre tantas, claro. Se trata de la Mueblería Troya, en Upata, o lo que quedaba de ella. Ahí, en ese lugar  de la calle Miranda pasé años de felicidad al por mayor, justamente porque la mueblería y el patio que tenía al fondo y la gente que la frecuentaba daban la impresión de que no eran de este mundo, es decir, rozaban algo cercano a lo que uno halla en los libros, en las historias que te atrapan de cabo a rabo al punto de que ya no puedes desprenderte del fajo que te comes con los ojos.
    De la Troya sobrevivía el viejo caserón y del patio, las pocas veces que logré entrar, ya adulto, y sentarme por ahí para ver cómo los recuerdos navegaban solos por el mar de la memoria, seguía en pie la misma atmósfera, el silencio hecho pedazos por la chiquillada, la luz idéntica a la que me sorprendía tarde a tarde cuando era muchacho, y las pintas, las pintas sobre un paredón desvencijado, sin friso ni color, que alguna vez hiciéramos para joderle la paciencia a los demás: “Kinen es un güebón”, “Yoni no es más pendejo porque no es más grande”, “Jean Claude tiene culo de mujer, “Mayed, deja la paja y busca novia ya”.
    Esta mañana fui a Upata muy temprano. La calle Miranda, como de costumbre, es un hervidero de transeúntes, de perros callejeros, de gatos que deambulan por los techos y de vez en cuando deciden pasear su elegancia por una que otra acera. A una cuadra de la plaza la Mueblería Troya, como los viejos robles, caía en medio de su orgullo y del calor, se venía abajo entre la polvareda, el gentío, los escombros y el edificio que la va a sustituir. Confieso que se me hizo un nudo en la garganta. Tres hombres derribaban su última pared en pie, la delantera, a golpes de mandarria, y yo sólo me detuve a observar cómo ese templo de la infancia, de pelotas, riñas, patinetas y ensoñaciones de todos los pelajes terminaba transformado en amasijos retorcidos.
    Pensé en todos. De pie, en la acera, vislumbré a los compañeros de esos tiempos (tengo la fortuna de que algunos son hoy mis amigos entrañables). Wagih F.Douaihy, propietario, quizás nunca imaginó qué regalo nos hacía al permitirnos, al soportar como el mejor de los estoicos las diabluras que inventamos día a día mientras disfrutábamos creciendo, viviendo, exprimiendo la niñez y después la adolescencia. Donde esté, tengo el pálpito de que hoy dejó escapar alguna lágrima.
    En fin, a mi edad he comprobado que la casa de los recuerdos, la mansión de la memoria permanece incólume aunque la aplanadora de los años se empeñe en lo contrario. En el fondo ese espacio sigue ahí, ocupando el lugar privilegiado que le corresponde: por encima del progreso, de la técnica que no sabe de nostalgias, más allá del desarrollo que tarde o temprano da el zarpazo, los recuerdos andan frescos, van y vienen a placer, quedan al alcance de la mano. Es lo que en definitiva importa. 

8/08/2013

A todos y todas, lectores y lectoras de este manuscrito y manuscrita

    El lenguaje se parece a un bisturí, sirve para abrir con precisión. A veces quien lo usa lleva a cabo una incisión perfecta, donde pone el ojo pone la bala, pero en ciertas ocasiones termina mutilándose a placer. Es lo que ocurre con el lenguaje gobiernero.
    Porque claro, existe un lenguaje gobiernero. Como ya lo han dicho los que saben, toda lengua está ahí para que utilizándola develemos el mundo, le echemos el guante a la realidad, de modo que es el instrumento con que intelectualizamos cuanto nos rodea. Y en ese trayecto de ñapa nos perfila, nos define de algún modo. Hay una jerga médica, otra jurídica, una relativa a los pedantes, otra hamponil, de alcurnia o barriobajera, y así. Cada quien se mete en el lenguaje como puede, o al revés.
    Cuando usted oye hablar a un político venezolano, por esas ondas viaja información de lo lindo. Tengo un conocido que sólo al escuchar treinta segundos a uno de estos ejemplares descubre su filiación ideológica, su edad, su estatura intelectual, su talante para perpetrar embauques o manifestar verdades, sus gustos culinarios, su partidito político, sus anhelos más ocultos, sus pretensiones inmediatas y sus niveles de caradurismo, todo sin márgenes de error. Resulta impresionante.
    Pero decía que existe un lenguaje gobiernero y como tal tiene sus características. ¿Alguna de ellas? Trocar lo cierto en mentira y el embuste en realidad. Por ejemplo: es cierto que proclamaron a Maduro Presidente pero es mentira que sin dudas haya obtenido los votos para serlo. Y así mismo, es embuste que Nicolás haya llegado de segundo y es una realidad que no estamos seguros de si de primero. ¿Comprende el trabalenguas? Exacto, sí, exacto, si le cuesta descifrarlo usted entendió al pelo: tal es el idioma revolucionario del siglo XXI.
    Hugo Chávez fue el sumo sacerdote. No por nada es Comandante Supremo y blablablá. Hizo de la lengua el pináculo mayor de sus logros universales. Chacumbele es el apelativo que Petkoff le regaló por su genio literario. Tranquilo, leyó bien, hablé de genio y de literatura: Chávez transformó una simple charla callejera en el Gargantúa bolivariano: disparates por donde la mires. Su hijo y heredero, el señor Maduro Moros, a la luz de esta verdad ha hecho esfuerzos por atrapar el testigo que le arrojó Rabelais en Miraflores. Sus millones y millonas, ese pueblo y hasta puebla que lo adora, todo ese mar rojo está más que a la vista y a la visto, de modo (o moda) que quien tenga dudas (y dudos, o lo que sea) va a tener que coger tanto odio como odia y largarse (también largarso) con su música a otra parte pues no volverán, ni volverón, y ni un paso atrás o pasa atrós, que no tengo idea de qué será pero forma parte de la jerga que nos toca, tú sabes como son estas cuestiones. Vaya viendo (y vienda) usted.
    Entonces nada, que envidio las habilidades de ese conocido mío, lince, águila, sabueso inequívoco a la hora de entrarle al toro del lenguaje por los cuernos y desnudar a tanto hablador de pendejada y pendejado. Yo hago el intento y en eso estoy, levantando la oreja, captando y ya verán, un día de éstos termino por entenderlo todo, por vislumbrar un montón, por ver la luz desde la lengua. En eso ando.

8/02/2013

Lo normal

   Un tío que era muy sano se pasaba la vida de lo más enfermo. Nadie pudo hacerle ver que su dolor de espalda o la amigdalitis permanente engordaban en su imaginación. Lo normal, pues, era estar mal de salud aunque fuese un rozagante como nadie.
    Me levanto, voy a la ducha, preparo el café, tomo el desayuno, manejo hasta el trabajo. Hay que ver el chorro de acontecimientos que ocurre con precisión de reloj suizo para que mi jornada laboral se dé todos los días como si nada. La complejidad terminará ahogándonos un día de éstos. Lo normal tendría que ser el caos a cada paso, porque se fundió la cafetera o amanecí con fiebre alta o se descompuso el automóvil, pero qué va, de lunes a viernes el escritorio, el cubículo del profesor, los seminarios y lecturas, la universidad monda y lironda.  Milimétricos ajustes para que exista una rutina en cualquiera de sus variantes infinitas.
    Todo es tan riguroso como inventado por un filósofo alemán. Caminar, el simple hecho de dar un paso seguido de otro, por ejemplo, exige que la trama sea mayor, sorprendente e inverosímil: mantener el equilibrio, eso que llamamos andar, supone una cascada de sucesos extraños, de hechos inauditos, incluso cómicos por lo extravagantes, como el líquido que cada quien lleva en los oídos a fin de trasladarse sin problemas sobre ambos pies en línea recta. El colmo de los colmos, diga usted si no.
    Tengo un pariente mitómano cuyo mayor logro es creerse de pe a pa lo que dice a los demás. Alguna vez sostiene que es bombero, otras que es explorador, las más de las veces afirma que es psicoanalista lacaniano y entonces el pobre acaricia a fondo la felicidad. Lo normal, claro, es pensar que el bueno de mi primo es un desquiciado por donde se mire, la excepción a la regla, pero lo cierto es que las excepciones abundan más que ciertas generalizaciones, por mucho que usted o mi abuelita den patadas y peguen todos los gritos al cielo.
    ¿Qué es más normal, la cosa en sí o lo que cualquiera supone sobre ella? ¿Qué es más verdadera, la realidad tal como la vislumbramos o el mundo según mi contraparte? ¿Cabe más en lo normal el universo de lo concreto o el abismo de lo imaginario? Parece muy normal que la Tierra sea plana, que la Luna sea un queso, que las nubes algodón, que el Sol se mueva a nuestro alrededor, que un mango caiga al suelo cuando se desprende de la rama. Lo normal, coño, sería verlo flotar, danzar plácidamente, dang, dang, de aquí para allá sin estrellarse contra el piso. Pero es que el mundo es una cosa seria, joder. Una cosa verdaderamente seria.