10/28/2012

Hija y padre


Camila: ¡Papá, papááááááá!
Yo: ¿Sí? Dime, dime, aquí estoy.
C: Papi, ¿todos tenemos huellas dactilares diferentes?
Y: Sí preciosa, cada huella es distinta a las demás.
C: ¿Sabes algo?
Y: No, no lo sé, ¿qué ocurre?.
C: Dios tiene memoria eidética.
Y: ¿Memoria eidética?
C: Sí, sí, sí, memoria eidética.
Y: Ya olvidé, si alguna vez lo supe, qué es memoria eidética.
C: Es una memoria que puede recordar cualquier cosa. No olvida nunca. Es completamente fotográfica.
Y: Ya veo. ¿Y cómo es el asunto entre Dios y esa memoria?
C: Es fácil: ¿cómo crees que que va a recordar cada huella dactilar de tantos seres humanos, de tantos y de tantos y de tantos en el mundo, para no repetirlas nunca?
Y: Ah claro, ahora entiendo. Mmmmmm, estoy de acuerdo con usted, señorita. Estoy de acuerdo.
C: Más le vale, señor, más le vale.



10/27/2012

Las malas costumbres


    A veces las malas costumbres cavan un foso bastante profundo. Desde la niñez nos van arrastrando al llegadero: lo fácil, lo menos exigente, el mínimo esfuerzo. Así preparamos el terreno para el adulto que vendrá, cargado de poca transpiración y muchas agallas.
    Por lo general la pretensión del ascenso con alas cortas se extiende a todas las instancias. Queremos lo mejor de lo mejor y aprendemos que chasquear los dedos es la ruta más corta. Para hacernos ricos, para dar con la novia apetecida, para graduarnos de lo que sea, para todo. Me llama la atención cómo nos mandan a hacer el disfraz de Tío Conejo desde que nos ponen el primer pañal, y cómo nos esmeramos por superar al vecino en estas lides. “Por lo general”, he escrito arriba, “por lo general” (no vaya usted a sentirse señalado a propósito de cuanto llevo escrito hasta el punto y aparte que de inmediato voy a colocar).
    Me ha ocurrido por ejemplo que, hablando de filosofía, en un aula o en un cafetín media humanidad quiere saberlo todo haciendo nada. Es una particularidad muy nuestra que aparece con puntualidad de reloj suizo. Si se trata de Kant, la petición es explicarlo y ya, hasta ahí porque el tipejo se las trae. Es oscuro, es complicado, y como está el patio, con la inflación, el desempleo y los delincuentes en las calles, las cosas no andan como para coger quinientas páginas y leérselas cual si uno fuese ocioso. Igual pasa con Descartes, Nietszche o Freud. La idea es probar lo ya probado, masticar lo masticado, pensar por encimita lo que pensaron otros. Basta con tener enfrente lo que se dice de Kant, no lo que dice Kant. Y así.
    Reina la creencia de que hay que poner las cosas fáciles. Un profesor está para eso. Lo complejo da urticaria. Tenemos metida en la corteza cerebral la maña de que llegar a una meta, a cualquier meta, supone agarrar al toro de los caminos verdes por los cuernos y entonces leer filosofía va siendo como repasar Condorito en diez minutos que tengamos libres.
    Pues no. Rotundo no y quien no lo asimile que se termine yendo de vareta. Estudiar exige vérselas de frente con ideas abstractas, extrañas, intrincadas, que la mayoría de las veces no tienen un pelo de sencillas. Kant es todo menos pan comido. Russel igual. Y ante semejante escenario no hay forma de vislumbrar o entender qué diablos es el imperativo categórico si no lo enfrentas tal cual es. Coger el Tractatus implica zarandear a las neuronas e involucrar dos dedos de frente al respecto so pena de asistir sólo a una realidad que otro nos pinta pero que no hemos transitado. Para dialogar con José Ortega y Gasset hay que leer en directo a José Ortega y Gasset. No hay escape.
    Las malas costumbres están ahí, gordas, rozagantes, alimentadas por lo que vamos siendo. Somos Tío Conejo y nos encanta, aunque en el fondo, allá en el fondo, únicamente existan ilusiones.

10/25/2012

Íngrimo

Herido en el deseo
cuajadas
las ganas flotan sobre los espejos
a las once y treinta de la noche

10/18/2012

Sangre en el congelador


    El mundo es un sitio misterioso. Uno va por la vida tranquilo, sin molestar a nadie, sin dañar a la naturaleza, sin desear a la mujer del prójimo, y sin embargo es testigo de cuanto rollo se empeñan otros en montar. Hay de todo.
    Pero las cosas se complican, lo mío va más allá. Los enigmas que en vano he intentado resolver sacan la lengua, me señalan con el dedo y ríen a mandíbula batiente. La otra vez, sin ir muy lejos, terminé de almorzar y al ir a la cocina por los multivitamínicos la nevera yacía inerte, sin respiración. Un hilillo de sangre bajaba por las comisuras de las puertas. Quedé mudo, como quien dice patitieso. Fue al rato cuando llamé a los paramédicos quienes me informaron lo ocurrido: una embolia cerebral dio al traste con el aparato.
    Semanas después la radio del carro enfermó de una gripe tan fuerte que devino en pulmonía. La tos pastosa, como nunca antes, se colaba entre canciones de Shakira o la voz de César Miguel Rondón en su programa de las siete. No había remedio, mi radio, según las placas que ordenó hacer el neumonólogo que la trató, no estaba como para superar ese mal así que, benévolo, giré el botón hacia la izquierda, escuché el suave click del off, y acto seguido le cerré los ojos en un acto piadoso que no quisiera repetir jamás.
    Refiero lo anterior para decir de una vez que mis electrodomésticos gozan de vida. El microondas, el ayudante de cocina, la  parrillera Oster, todos, todos andan vivitos y coleando. En fin. Pero ni tiene que arquear las cejas ni sonreír de ese modo burlón. No faltaba más. Haga el favor de quitar ya mismo ese gesto entre sorprendido e indulgente: si afirmo que estoy rodeado de objetos cuya vitalidad es indudable, es debido a que cada experiencia me otorga por completo la razón.
    Para no abundar en más detalles, sólo diré que el mes pasado miraba la televisión y observé que respondía a mis pensamientos. Si imaginaba un lago en medio de la hierba, con árboles y flores, con cielo azul, pájaros y el viento tibio de las cuatro de la tarde, entonces justo eso aparecía en pantalla. Si soñaba algún atardecer, igual. Si pensaba en cuentas por pagar, en ciertas deudas que debo saldar en poco tiempo, Patricia Janiot arrojaba la posible solución de mi problema. Mayte Delgado, Claudia Palacios, Catherine Zeta Jones, Jorge El Curioso o los Backyardigans atendían con diligencia las ocasiones en que mis neuronas saltaban de un asunto a otro, y a otro, de modo que siempre terminábamos por acceder al diálogo fructífero, enriquecedor, relajante hasta el sueño profundísimo. Confieso que temí por la salud mental del LG pantalla plana, ya sabe, por eso de verlo convertido en receptáculo de mis manías, preocupaciones, proyecciones psicológicas en general, pero transcurrió el tiempo y comprobé con alegría que era de lo más feliz así.
    Tengo la certeza de que algunos objetos tienen tanta vida como jamás supusimos, bastante más que esa gente con mucho de tostadora, cafetera o licuadora en sus entrañas. El mundo es un lugar lleno de enigmas, ya lo he dicho, por lo que tampoco me asombro demasiado cada vez que llego a casa y noto cómo el mobiliario es también un puñado de duendes danzarines.
    No hay nada que hacer. Este planeta se las trae pero sin dudas vale la pena estar en él. En cuanto a mí,  lo disfruto cada día que pasa. ¿Qué me cuenta usted?

10/12/2012

La moda en bytes


    Conozco gente que no lee ni la prensa pero tiene libros electrónicos. Me parece del carajo. Que la tecnología, la virtualidad y demás adelantos por el estilo operen el milagro de que alguien, a los cuarenta y tantos, se disponga a pasar los ojos por Ken Follet, Paulo Coelho o V.C. Andrews, y ya no digamos que por Herman Hesse, García Márquez y compañía, es un golazo de cabeza.
    Pero los gusanos de la moda en bytes creo que hacen de las suyas. Coger un libro termina en acto de caché sustentado por el artefacto que le sirve de soporte, llámese Epson, Apple, IBM o qué sé yo, de modo que Cien años de soledad va a ser al intelecto lo que Channel Nº 5 a nuestra sensible pituitaria: un olorcito que durará poco.
    No me malentiendan: cada quien vive a su manera, lo que está requetebién, pero si de lecturas se trata (de formar lectores, quiero decir), más nos vale evitar caminos verdes y educar desde la escuela, desde la infancia, y enseñar a darle uso a las neuronas y a pegar un sujeto con un predicado en forma coherente desde muy temprano, lo cual quizás termine haciendo a tantos párvulos hombres y mujeres críticos, inconformes, rebeldes, librepensadores, digo yo, a lo largo y ancho  de la existencia, y que continúen, benditos sean todos los dioses, los e-book albergando  la biblioteca de Alejandría en pleno, cuestión que se agradece siempre, no vaya usted a creer que uno es del carbonífero en eso de las computadoras, los chips o la Internet.
    Lo malo de la moda es eso, que pasa de moda. Entonces Paulo Coelho se va justo por donde llegó, Follet retrocede hasta desaparecer, y García Márquez se confunde con un vocalista del Binomio de Oro. Tengo la impresión de que la educación es una vaina seria, asunto que si a ver vamos incide en la forma de caminar de algunos, de calarse un sombrero otros, y en lo que aceptamos o rechazamos a la hora de optar frente a ciertas encrucijadas de la vida. Nada menos. Así que no me vengan con milongas: un e-book es un e-book, cosa más mona, pero una buena maestra de tercero es la última Pepsi del Sahara, mira tú.
    Decía la otra vez Umberto Eco que en el siglo XVI Aldo Manuzio “tuvo la gran idea de imprimir libros de bolsillo, mucho más fáciles de transportar. Nunca jamás se ha inventado un medio más eficaz, que yo sepa, para llevar información. El ordenador, con todos sus gigas, tiene que conectarse de algún modo a un enchufe eléctrico. Con el libro este problema no existe. Lo repito. El libro es como la rueda. Una vez inventado, no se puede hacer nada mejor”. Y yo sostengo desde mi ignorancia que tiene razón el buen semiólogo, lo que me obliga de nuevo a suponer que vale más el gusano hecho tinta y  papel de una escuela en Guasipati, que los aromas tardíos de la señora Channel, liviana y efímera como toda moda que se respete. Qué se le va a hacer.

10/04/2012

Las palabras y los sueños



    Las lenguas tienen mucho de cambiantes, nunca terminan siendo un peso muerto o un fósil atrapado en el reloj. Una lengua es un misterio, pero también una respuesta. Es incertidumbre y es hallazgo.
    No hay cosa más extraña que cualquier lengua sobre la faz de la Tierra. Ellas son el mago y la chistera y de ahí saltan todos los conejos que usted pueda imaginar. A menudo se piensa que el español, pongo por caso, anda por ahí con la cara muy lavada, con la piel olorosa, sin arrugas, sin acné, idéntico a sí mismo. Nada más alejado de lo verdadero. No es que sepa bastante de asuntos como éstos, pero la vida me ha enseñado a mirar ciertas cosas al revés, a buscarles cinco patas a los gatos, y en las noches de un idioma, créanme, lo cierto es que muchos, muchos gatos no son pardos.
    La lengua se pone sus máscaras, tiene talento para el histrionismo, y por eso es que suele cambiar no sólo con los años sino también con el paisaje, con el contexto, con el decorado, con los usuarios. En ocasiones huele a hígado encebollado o a trufas cubiertas de arequipe. La otra vez escuché a un cheff hablar y las vocales tenían un sabor parecido al del pollo con puré y ensalada. Hace poco, mientras esperaba ansioso mi turno con el odontólogo, sentí las consonantes empapadas de anestesia, lentas, muy pesadas, algo así como erres tumbadas sobre el sillón del consultorio o zetas arrastradas, aturdidas, junto a los premolares.
    Da la impresión de que las lenguas son seres vivos que se apoderan del alma de quien las utiliza, se adueñan, júrenlo, del espíritu de las épocas. Hay lenguas que llevan por dentro sueños de libertad, como la que hablaba Locke, como la que habla Mandela, y las hay cargadas de grilletes, de cadenas oxidadas, de almas muertas como las de Stalin o Castro o Pinochet.
    De niño tenía la certeza de que la ese de sopa no tenía nada que ver  con la ese que se hallaba en postre. Que la ce de chocolate era alérgica a la ce de callos a la madrileña, que una eme como la de mantecado era deliciosamente diferente a la eme presente en mantequilla. Cuando niño había horas cargadas de un vocabulario dulce, un vocabulario que se deshacía en la boca y chorreaba como miel, y había horas en las que el abecedario ganaba el bostezo de la estupidez o la impostura de quienes pegaban una frase con otra para nunca decir nada. El niño que fui pasó semanas preguntándose por qué afirmaban que la hache era muda, por qué catamarán o pleistoceno venían llenas de aventuras y de incógnitas o quiniela y tenderete, mantuano y refrigerador no emocionaban. A veces oigo a gente nacida aquí y pareciera que no hablan español. Y a veces un inglés usa su idioma y escucho a un oriental o a un maracucho. Somos raros.   
    La lengua no es machista, tampoco imperialista o facha, pero suele echarse encima los olores de una época o cubrirse con la baba de cuanto usuario la lleva entre los dientes, vuelvo a repetirlo. Un asunto es cómo hablaban en el treinta o los sesenta y otro, bastante parecido, es cómo lanza frases un nuevo rico, un panadero o quien te vende el pescado ahí en la esquina. La lengua mordiéndose la cola, sumo y sigo. Cada quien se viste y se desnuda a fuerza de palabras.  Cada quien.