4/29/2011

Retrato de un hombre que camina por la plaza

El gato aquel
sentado
se limpia el lomo
psss, psss
me mira
se acerca
me da la mano
me invita un café
y comienza a hablar de poesía.

4/26/2011

El reino del unicornio

Fragmento número uno: concierto en la menor para piano, o del amor de Robert Schumann por Clara Wieck

Si hacía el esfuerzo y se inclinaba sobre la ventana, obtenía una espléndida vista de la calle. La neblina había aparecido brusca y se desparramaba como una mantequilla que devora todo cuanto toca. Justo en medio de la acera descansaba la silueta entrecortada de un perro echado, indiferente ante el paso de la gente.
Del bolsillo izquierdo de la camisa, doblado hasta formar un rectángulo perfecto, Nicolás extrajo un pañuelo que llevó hasta su nariz. Estornudó varias veces, lo que lo movió a subir el mango y cerrar un poco la ventana. Todavía un hilo de aire, como delgadísimo soplido, le daba directamente en la cara. Se mantuvo otros segundos cubriéndose con el pañuelo y luego dejó caer el brazo.
-Sí, sebastián se ha enamorado. Yo he estado antes así -pienso- y he sentido eso que te postra y que no te deja pensar en lo absoluto.
-La verdad es que si no te recuperas pronto, Sebastián, vas a terminar enloquecido.
Camina despacio, da la impresión de tomar en serio mis recomendaciones, de ref1lexionar todo cuanto le digo.
-¿Tú crees?-, responde como si nada.
La mujer de las flores, una señora entrada en años que tenía desde hace tiempo un puesto de venta del otro lado de la calle, alcanzó un manojo de rosas y los dejó sobre un periódico abierto, ubicado encima de una mesa muy pequeña.
-La rosas -se dijo Nicolás- ya son una expresión gastada. Y pensar que una mujer se desvive por ellas. Algún hombre las comprará emocionado, tomará un taxi, ¡a la avenida cinco con la doce!, gritará, y subirá las escaleras que conducen a la chica como quien trepa al mismo cielo.
Apretó el puño y sintió el pañuelo como una almohada entre sus dedos. Lo llevó otra vez hasta el bolsillo, del que lucía enganchado un bolígrafo dorado.
-Ni siquiera sabrá por qué lo hace: por mera costumbre, por divertirse un poco, quizás por amor.
Llevo las manos dentro de los bolsillos y puede ser esto una señal que me hace parecer más serio aún.
-Es verdad -me pareció que dijo por decir algo-, unos días más en esta situación y tienes toda la razón: iré directo al manicomio. ¿Sabes que los muchachos me toman por payaso desde que estoy así?
Sebastián se pasa la mano por la barba. Piensa en otras cosas, quizás esos recuerdos llenos de polillas, atascados en algún lugar de la memoria donde el paso del tiempo se parece a una cascada, a una mujer de espaldas que camina con una cabellera que le llega a la cintura.
Ya lo creo, pendejo, -susurro mientras golpeo la lata de cerveza con los dedos-. Tú escoges: o hablas, o te callas para siempre, o le dices algo bien pensado, o la invitas a salir, o le agarras una nalga, o te jodes para siempre.
Otra vez sintió deseos de estornudar. Respiró profundo y sus ojos se humedecieron; tenía las manos frías, enrojecidas. La ventana, ya cerrada por completo, fue cubriéndose de diminutas gotas de agua.
Sebastián se detiene, enseña los dientes de ratón enfermo mientras suelta una sonrisa desganada y luego se dedica a hablar durante un rato acerca de no sé cuáles relaciones entre el rostro de las niñas y sus particulares maneras de asumir una conversación con un muchacho.
-Ya he aprendido mi tarea -dice después-, y está feliz:

“Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde, animoso.

No hallar, fuera del bien, centro y reposo,
Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
Enojado, valiente, fugitivo,
Satisfecho, ofendido, receloso.

Huir el rostro al claro desengaño,
Beber veneno por licor suave,
Olvidar el provecho, amar el daño;

Creer que el cielo en un infierno cabe,
Dar la vida y el alma a un desengaño:
Esto es amor, quien lo probó lo sabe”.


Fragmento número dos: el arte de la fuga o los misterios ancestrales

A.- ¿Es una casualidad que esté aquí, junto contigo, y haya pensado en la mujer de espaldas, la que unos pasos frente a mí esperaba como yo su turno para entrevistarse con la directora de la biblioteca, y precisamente en este instante esa mujer aparece con el paso de pantera, caminando tranquila en nuestra dirección? Esa mujer es hermosa, está divina, y quizás por eso la recuerdo bien, pero aparte, ¿por qué tiene que asomarse?, ¿por qué está ahí enfrente, cubriendo todo mi campo de visión justo cuando pensé en ella hace un segundo?. B.- Uno llega a su departamento con ganas de leer, busca el libro donde encuentras la Noche estrellada, de Van Gogh, y de súbito sientes la corriente, esa especie de chasquido que no permite treguas. Y es en ese momento cuando crees conocer desde hace mucho el paisaje que el cuadro te ofrece, y estás completamente seguro de haber disfrutado de su brisa, de su temperatura, de su noche, de su azul, de su constelación. Entonces, colocas el scherzo número dos en si bemol menor, opus treinta y uno de Chopin, y ocurre igual, la locura de un piano salido quién sabe de dónde, y la sensación de que esa melodía y el cuadro de Van Gogh guardan más que una pertenencia al perímetro del arte.
Sebastián presagia una especie de pulpo a través de los sentidos, y piensa en Freud, y en Novalis, y en Goethe, y en Robert Desnos, y en Brancusi. Y Van Gogh y Chopin se cuelan como una ráfaga helada en una noche de relámpagos.
No hay espacio para la premeditación sino una hendija por donde atraviesa la paradoja que no existe o el ronroneo entrecortado de lo que de este lado nada más consistiría en un pálpito: ese fragmento, el hecho de que un piano deje de ser piano y la mano del scherzo sea la misma que intuyó un ciprés empinado hasta las estrellas, hasta la luna giratoria que se confunde con unos dedos y una melodía que en fin son una misma cosa.




Fragmento número tres: el nacimiento de Venus y Armando Reverón que juega dominó con Boticcelli

Esa taza de café,
y el humo, mira, y el humo,
y tu sonrisa, el humo largo,
y tu sonrisa, azul como
el humo; tu sonrisa larga, tu
humo azul, humo azulísimo;
tu azul, la sonrisa, mira, la
azul de todos los días,
largos y azules, mira,
tu azul y larga sonrisa,
de todos los días de siempre.


Sebastián se divierte con la luz, quiere hablar de la luz, comenta de seguido el cálido romance que sostiene con las hojas del samán que tiene enfrente, en la plaza de su pueblo.
-La luz... Nicolás, Reverón también estuvo aquí.
Nicolás siente un estado de letargo que no le permite conversar, y es por ello que se mantiene en silencio. Sebastián pretende hacer añicos el plácido momento de su amigo, y entonces dispara a quemarropa:
-La luz de esta plaza y la luz de estas hojas son las de Reverón. –Y el muchacho piensa en la primavera, ésa que ha visto en los libros y que ha escudriñado hasta el cansancio gracias a las fotografías.
-La primavera de otras partes -dice Sebastián- no puede ser tan hermosa como ésto.
-¿De qué coño hablas ahora, Sebastián. Te dije el otro día que vas a terminar loco de bolas. Mira a las mujeres, échate unos palos, mastúrbate siquiera, pero déjate de lo mismo, esa bendita manía de buscarle cinco patas a los gatos. Eso que le cuelga, esa vaina que le cuelga al gato de la vida, hermano, aparte de las meras bolotas, cabroncete hijo de puta, es únicamente el rabo. La vida tiene cuatro patas, Sebastián, cuatro malditas patas y no compliques más las cosas. Te vas a volver loco, te vas a volver loco.
-Hablo de la primavera -y con toda la pausa enfatizó-: de la pri-ma-ve-ra.
-Yo no conozco la puta primavera
-¿Ves que el único loco eres tú? ¿Qué será esto si no una eterna primavera?
Sin saber por qué, Nicolás recordó la ocasión en que enfrentaba alguna prueba, allá a lo lejos, en la Escuela de Arte: “la obra pictórica de este artista del Cuatroccento adquiere rasgos particulares por su estrecha relación con el humanismo y la filosofía neoplatónica”.
-Profesores degenerados -pensó de inmediato-, cómo patalean, cómo putean, cómo descalabran lo que se les pone enfrente en sus inmundos discursillos llenos de pedanterías.
“En la mayoría de sus representaciones, el carácter alegórico se identifica por múltiples singularidades en cuanto a lo que pudiera ser su sentido. Según su criterio, ¿cuál es el significado de esta obra?”.
-Pues sí, los voy a joder en su terreno, los voy a escupir, los voy a mear de cabo a rabo: la íntima relación entre este trabajo y el humanismo de la época, es clara. Un artista del siglo XV vuelve la mirada atrás y retoma los valores de la antigüedad grecolatina. Venus, Mercurio... personajes de la mitología griega, son traídos al presente... Hay que vincular la “primavera” con la actitud serena, dulce, sutil, que expresan los sujetos en la obra. La primavera es renacer, con lo cual Boticcelli es consecuente.
–Ya no más, verga. Basta de lenguaje amanerado, de mundillo académico, del que no tiene nada que decir, de quien a fuerza de rebuscamientos termina por expresar cada vez menos y por engatuzar a un puñado de inocentes.
-La primavera es renacer, la primavera es renacer, la primavera es renacer… De todo ese discursillo artificialmente barroco, pensándolo bien, me quedo nada más con esto. La primavera es renacer. Me gusta esa frase, me llama la atención porque es un martillazo, es una metáfora de la vida misma, del inicio con que empieza, es decir, de las andanzas primerizas que terminarán cuando den cuerpo a un ser minado por los años.
La primavera de la plaza, para Nicolás, no era otra cosa que la siempre díscola mirada de esa Venus, abrasadora mirada envuelta por un halo amarillento, luminoso, extraño por todos los costados. El resplandor de los samanes en esta ínfima plaza, el claroscuro que ya cobraba forma, otorgaba un peso de enigma irresoluble a aquella tarde, a la atmósfera que hacía ver densidades que no existen. “La primavera es renacer, la primavera es renacer, la primavera es renacer”: pues sí, la punta de un hilo en plena calle coincide con la plaza de este pueblo, a las cuatro de la tarde. “La primavera es renacer...”, luz por los cuatro costados donde hasta lo más oscuro llega a aporrearte los ojos.
-Y pensar que tú dices no conocer la primavera.
-Nicolás se encoje de hombros: ¿Qué quieres que te diga?, mierda, ¿qué quieres que te diga?



Fragmento número cuatro: de Beethoven a Tito Puente, o viceversa

No, Sebastián no terminó enloquecido. Sebastián echó a un lado la bendita manía de soñar a cada rato (la verdad es que Sebastián soñaba a toda hora, excepto cuando dormía) y ahora tiene un puesto de Salchichas en el Orinokia Mall.
¿Que qué tengo yo en contra de las salchichas? Absolutamente nada. Pero no me dirá usted que el cambio del pobre Sebastián no fue demoledor, un espectáculo como ninguno, la puesta en escena de esos perfomances que lo exigen todo para sí, y que cuando caen, caen con estrépito y sin perdón.
En el presente, lo que se dice en estos días, Sebastián sueña sólo mientras duerme, asunto que a su madre la tiene por primera vez la mar de tranquila, el non plus ultra de la felicidad, pues el pobre de su hijo, la verdad, ya iba dejando atrás todas las marcas como bebé, niño, adolescente y por último adulto extraño, extraño, de lo más extraño.
Sebastián piensa a veces en la primavera, claro, y también en Reverón, y en la niña de sus ojos, aquella del primer fragmento, aunque no la haya mencionado con nombre y apellido. Se llamaba Carolina, creo. Carolina Rincones Almabuena. ¿Extraño apellido, no? Almabuena. Esa fue la primera y última vez que conocí a alguien que se llamara así. En fin, que en el fragmento número uno Sebastián recuerda aquel poema, el de “creer que el cielo en un infierno cabe”, ¿recuerdan? Claro, no lo escribió él, no,no. Es un clásico, uno de esos poemas (y estará usted de acuerdo conmigo en que es una belleza), uno de esos poemas que eran de obligatoria memorización en la escuela por aquello de que el buen decir consistía en el preludio del buen actuar, vaya sacando pues sus conclusiones. Como si un poema, digo yo, hace a las personas mejores o peores.
Pero Sebastián no enloqueció, repito. ¿Nicolás?, nada, fue una excusa. Simple excusa para hablar de Sebastián, que hizo de la niñez el reino del unicornio, ese animalejo que en nuestra infancia sí que existió, con todo y cacho naciéndole en medio de esa cabeza equina.
Sebastián aprendió de memoria poemas, pero no para actuar bien sino para dárselos a las niñas, mire qué cosas. Y vio clarito el vínculo entre la luz de la plaza a las cuatro de la tarde y Reverón, mago de la luminosidad. Y conjugó los samanes de esa misma plaza, hay que decirlo ahora porque no lo dije antes, con el bueno de Alejandro Otero, que también hizo un samán y lo llamó Torre Solar y finalmente se abrazó con Reverón en eso de atrapar la luz y hacer con ella sólo aquello que los Dioses hacen, vaya usted a saber cómo, cuándo o por qué. Y Reverón-Boticcelli-samanes-Otero hablaron idéntico lenguaje. ¿Quién iba a decirlo? Reverón y su luz, Otero y su luz, Boticcelli y su luz, ah, y la primavera como telón de fondo. De Beethoven a Tito Puente, damas y caballeros, media un claro de luna a fuerza de timbales. Y es que Beethoven, si a ver vamos, parece que conoció a Puente. Fíjese, sin ir muy lejos: Tito Puente, Tito Puen-te. Un apellido de lo más sugestivo, puente entre dos mundos, puente entre universos, puente como los de Reverón y Otero o como los de Boticcelli, qué más da.
Van Gogh y su Noche Estrellada asoman las narices también en este entuerto. Porque la luz de Van Gogh es primaveral, o sea, encandila aunque se deje ver desde las siete peeme. Sebastián lo vio también, con esa claridad de antes de las salchichas. El fragmento número dos lo dice todo. La plaza de pueblo, que, para qué ocultarlo más, es la plaza Bolívar de Upata, tiene mucho de Aleph borgeano y entonces ahí están: desde Boticcelli, pasando por Otero, por Van Gogh y Reverón, y terminando en Beethoven, dígame usted, y en el Rey de los timbales, nada más y nada menos.
Pero lo dicho: Sebastián es un cuerdo vendedor que ha encontrado su lugar en este mundo. Más allá de sus sueños, cuando lo hacía despierto, quedan los recuerdos vagos, nostálgicos a veces, de la infancia y de ciertos universos enigmáticos que nos inventábamos cuando éramos niños, y que recobran su vitalidad, por supuesto, cuando dale que te dale, insistimos en vislumbrar escenas de lo onírico más allá del colchón y la medianoche. El reino del unicornio pasó a ser “El reino del happy fat”, que es como se llama el punto de Sebastián en Orinokia. Yo, de cuando en cuando, lo visito y pruebo sus especialidades (el submarino atómico, especie de perro gigante con doble salchicha y pan canilla grande, es una delicia por donde lo mires). Ya no hablamos de doncellas, ni de Venus o Afrodita, ni de luz a las cuatro de la tarde. Hablamos de la única filosofía que cabe en medio de papas fritas y cebollas picadas en rodajas: la filosofía de una cotidianidad que si te descuidas, pues te aplasta.
Y sin embargo vale la pena recordar, razón por la cual he escrito estas cuartillas. Porque la memoria está llena de olvido, como cantaba el poeta, y al revés, según dice la conseja, es necesario escribir, y eso he tratado. Sólo que me ha salido mal, no tiene usted que restregármelo en la cara. Eso de ponerse frente a una computadora y darle rienda suelta a los recuerdos tiene su encanto mientras lo hagamos, tranquilazos, al calor de un buen tabaco o mediante unas cervezas dándole a la lengua con algún interlocutor más borracho que uno, pero recordar y escribir, éso, éso, rediós, es una vaina jodida, mucho más que jodida, yo que se lo digo.
Del reino del unicornio se llega sin problemas al Reino del happy fat, valga la cuña. Acérquese uno de estos días. Sebastián, un unicornio disfrazado de gente normal y corriente, cuerdo como usted y como yo, prepara hamburguesas suculentas, sándwiches con pepinillos y jugos de papelón con limón para lamerse los dedos. Deje de una vez estos fajos. Anímese. Seguramente allá nos encontramos.

4/24/2011

Fernando Savater

Julio de 2005






Hablar de intelectuales no es, ni mucho menos, el mejor tema para entablar diálogos, en primer lugar porque existen otros de mayor frescura e interés, y en segundo porque, fastidio entre fastidios, la mayoría se cree, muy jactanciosos ellos, el ombligo de este mundo.
Pero como toda regla dejaría de serlo si no observara cuando menos alguna excepción, entonces hoy me atrevo a proponer el nombre de Fernando Savater, alguien que en el presente constituye sin lugar a dudas la antítesis del típico, engreído y aburrido hombre de pensamiento que pulula en nuestras sociedades. Su quehacer transita a lomo de inteligencia, de humor, de ironía, de buena escritura, de buena y mala leche, de esa humildad que nada tiene que ver con falsas modestias, lo cual siempre agradece el amplio abanico de lectores que de él se ocupan con fruición casi devota, quienes afirman, entre otras menudencias, encontrar en sus escritos muy posibles respuestas a aquellas interrogantes que, en tanto humanos, pues sin el menor empacho nos acribillan el sueño.
Esta semana, mientras paseaba los ojos por los anaqueles de un lugar interesante y extraño en Puerto Ordaz, mientras los letreros ("libros usados", "libros en cinco idiomas", "tenga cuidado, que lo estoy filmando") se dejaban entrever desvencijados y sin mayor cuidado, Savater, en otra de sus ocurrencias, de un salto y sin aviso pudo plantarse enfrente gracias a un título sin pena ni gloria: "El arte de vivir".
Con la apariencia de un librito de autoayuda, al hojearlo pude descubrir la charla que el autor llevó a cabo en Madrid con Juan Arias, periodista y buen conversador, ya hace algunos años, y en la que se expone en forma abierta y con la franqueza que lo caracteriza la lucidez y el sentido del humor savateriano, lucidez que propina un latigazo, un coñazo en la nariz, un martillazo sobre la conciencia de quien lee, para luego obligarlo a pensar, a tomar en serio las palabras. ¿Ejemplo? Ahí van unas, muy a contrapelo de lo que se advierte en estas geografías, dicho sea de paso: "la idea de que el Estado tiene que basarse en una homogeneidad y no en una armonía de diferencias es un disparate".
Como buen filósofo, Savater baja la lámpara y apunta hacia las grandes incógnitas que el hombre se ha hecho desde siempre. Los valores, la felicidad, la guerra, la muerte, el poder, la ciudad, la cultura, el viejo y el nuevo milenio, el amor, la religión, las diferentes formas de lo autoritario. En fin, el transcurrir de aquel señor llamado tiempo y sus andanzas terriblemente aplastadoras de narices, cuya acción, diaria y por eso común, no deja de empaparnos con la más helada de las aguas. Sumo y sigo: "La realidad cotidiana tiene ya tantas cosas sorprendentes que el hecho de preguntarme si existirá también el cuerpo astral me interesa menos, pues la verdad es que aún no conocemos completamente el nuestro, ese que palpamos con nuestras manos".
"Feliz sólo puede serlo el que es invulnerablemente dichoso", se lee en alguna de las doscientas y tantas páginas que bien pueden devorarse en dos sentadas. Y la felicidad, que es un estado al que Savater considera desproporcionado (prefiere hablar de algo así como momentos más o menos prolongados de alegría), de alguna manera se coló por completo en este libro. Este es un libro feliz tanto en el instante de su creación, de su hechura, como después de su paso por los brazos del lector, lo cual es ya mucho decir. Hay que tener claro, por si acaso, que hoy por hoy, basura literaria es lo que abunda.
Fernando Savater invita a la conversa descarnada, sabrosísima, obsequia un plato para degustar, para pensar lo cotidiano, pero también lo menos dado al día a día o a la molienda de la rutina fácil. La idea, con toda seguridad, es también reírse del mundo y de uno mismo, y no le falta sentido a la propuesta. Leerlo no será perder el tiempo.

4/18/2011

Piernas, lujuria, castidad


I


Siempre he sido así. O mentira, no siempre, no desde que tengo uso de razón. La memoria no me alcanza para recordar cuándo empecé, pero sí puedo decir, sin temor a equivocarme, que ya a los ocho, a los nueve años, me llamaban la atención los hombres, los hombres maduros, grandes, los hombres hechos y derechos, como le decía mi tía al primo Leandro cada vez que éste lloraba por cualquier barrabasada. Es que las hormonas o la psiquis, qué sé yo, tienen al toro cogido por los cuernos. De la niñez, de mi niñez paradisíaca recuerdo como si fuera ayer, es decir, llevo clavada la vez en que el vecino se bajó los pantalones y orinó como si nada. Fue un día en que mamá tardó algo más en regresar del trabajo, cargada de bolsas, de carpetas, de documentos en papel sellado. Lo vi orinar porque el baño de la sala estaba abierto, y no me ruboricé un ápice. Lo vi sacárselo, vaciarse, sacudírselo y luego devolverlo a las entrañas de los pantalones. Fue electricidad, un estremecimiento que apenas me dio algún susto pasajero. Había preguntado por ella, por María de la Concepción Bracho, mi madre, y le dije que no estaba. Me pidió el baño, entró, y ya saben lo demás. Vi lo que vi y la invasión de sensaciones, la corriente eléctrica, el temblor en todo el cuerpo. Cuando empezaron a aflorar los vellos tenía plena seguridad de lo que iba a ser en esta vida: una amante como nadie. Si algunos afirman que supieron siempre para lo que servían, yo debo decir que sirvo a la perfección para el amor. Cuando mis labios vaginales se pintarrajearon de negro, y al final el monte de Venus tapizó mi piel en la entrepierna, la virginidad que me amparaba tenía ya sus días contados. A mi primo Federico de Jesús Fernández Bracho lo miré con lujuria. Lo incité a estar conmigo. Sabrá Dios qué es mirar con lujuria para una niña de esa edad, pero juro que en el fondo intuía de lo mejor el significado de aquello. El pobre se horrorizó tanto que la erección le tardó un mundo, hasta que por fin terminé sintiendo el bulto que me produjo un golpe seco de adrenalina en el pecho. Ese golpe lo sentí como una premonición, como mil veces después sentiría expeler semen de tantísimos testículos, de las machorras bolas, es decir, nada menos que como una eyaculación. Federico de Jesús Fernández Bracho, pum pum, cogió fuerza y venció a la gravedad. Qué delicia. Mi primera vez y todo quedaría en familia, jajaja. Así como a María Virginia, la prima menor, se le aguaba la boca con sólo ver un chocolate, a mí se me hizo líquida la chocha, que era el nombre cariñoso utilizado por mi madre para referirse a los genitales femeninos. Mi chochita nadaba en un mar salado, pidiendo a gritos su barco de velas para hundirlo, para tragárselo, para esconderlo en sus profundidades. Entonces ocurrió el milagro, se instauró en mí la felicidad, supe para siempre qué era ser el centro del universo. Federico de Jesús Fernández Bracho, mi primo, no tuvo compasión de mí, porque a los dieciocho no se anda la gente con contemplaciones y la pasión anida en la epidermis, a buena hora. ¡Bendito sea mi primo, y que Dios lo tenga hoy en la gloria! Atravesó el himen y me atravesó el alma. Desde ese instante viví para los hombres.


II


Las Matemáticas tenía el típico bombillo rojo sobre la puerta de la entrada principal, pero debo decir que no era un prostíbulo cualquiera. Me explico: ya había cobrado cierta fama, por lo que unos me temían y otros se acercaban por curiosidad. La noticia corrió como la pólvora en el pueblecillo que para esos días nada tenía que ver con la agitada Upata de estos días. Federico de Jesús llevó en sus espaldas el peso de haber seducido a una niña. Pero eso no es todo: cargó además con la vergüenza de que esa niña, justo cuando era violada y apenas introduciéndole el miembro en plena boca, se lo arrancara de cuajo a su verdugo. Sí, literalmente de cuajo, porque todo el mundo imaginó que lo mordí con todas mis fuerzas, con toda mi rabia, con todo mi asco. La pobre niña tuvo esa ocurrencia, gracias a los dioses, de frenar en seco ella misma su suplicio. Pero no, no era un prostíbulo cualquiera porque estaba yo, que era el alma y corazón de ese nido de lascivia, de ese lugarejo del amor furtivo. Yo sí que sabía hacerlo de verdad. Verá usted, hago de todo, y en realidad disfruto como nadie el hecho de sentirme atragantada por ese miembro férreo que me descuartiza. Comienzo por enloquecer a mi amante, por desquiciarlo a fuerza de ganas, de deseo, de una erección incontrolable apenas comienzo a tocarme, a acariciar mis senos, a frotarme un dedo por la chocha, a ponerme el liguero y a sujetar las medias mientras él, fuera de sí, siente que la sangre se le ha vuelto lava. Es que estas bestias saben de echar pico y pala, pero no de amar. Son unas máquinas, nada más que eso. Estos seres llegan, se tiran unos rones, la ven a una sentada en la barra, se acercan, y lo demás es ir directo al grano. Si no fuera porque me alimento de sexo, ya habría enviado a estos bastardos al demonio. Pero vayamos por partes. Aquí los penes abundan: de eso trata mi historia. Las Matemáticas, no obstante lo que he dicho, fue mi sitio predilecto. Salía poco, en las noches estaba todo el tiempo pendiente de la clientela, jugando al gato y al ratón con todo aquél dispuesto a la entrega, mientras de día dormía lo suficiente para luego ir nuevamente por la dosis justa de placer. De Las Matemáticas he guardado el secreto más grande, también el más extraño, y ese hecho innombrable estuvo presente desde los tiempos de mi primo, el bueno de Federico de Jesús Fernández, ya lo he mencionado, que ojalá descanse en paz, vuelvo y repito. Fue ese instante el que marcó mi vida. A partir de ahí mi destino cobró el significado que da sentido a estas cuartillas.


III


Aquel hombre a medio afeitar, con el aliento impregnado de licor me apretaba las nalgas. Llegó a ser doloroso y se lo dije, a lo que el cretino sólo respondió dándole más fuerza. De todos modos lo gozaba. No sé si tengo algo de masoquista, pero la vulgaridad y hasta cierto punto la violencia redoblan mi excitación. Tenía el miembro que le iba explotar, ante lo que yo, histérica, disfrutaba sus vaivenes sumados a la presión de sus manos en mis ancas. Soy una yegua, le gritaba, tu potra, tuya en cuatro patas, soy tu perra. Sentía fascinación por ese glande envuelto en una película babosa, hinchado de sangre, adosado a un tallo sembrado de venas que como un hierro entraba y salía de mi chochita hirviendo. Lo trituré, lo mastiqué, literalmente acabé con él sin ningún problema. Fue el éxtasis total. Dormí unas horas. Sentí calor y fue por eso que terminé abriendo los ojos. Había amanecido por completo, serían las siete o las ocho. No me gusta despertarme así, tan temprano, porque conciliar otra vez el sueño se transforma en un quehacer muy dificultoso. Sin embrago lo intenté hasta que se hicieron las once. Me duché, cogí la pantaleta y me la puse. Encima me eché una camiseta blanca, larga, para salir y buscar algo en la nevera. Esa noche me inspiré y al final alcancé lo que esperaba. Debo decir que tengo buenas tetas. Mi talla es 38, lo que de antemano me da un margen de acción extraordinario. Cuando camino por las calles las dos razones que llevo colgadas en el pecho hacen las delicias de cuanto bicho masculino pasa por delante. Me excita que me miren, me embarga una sensación de lujuria incontrolable cada vez que un macho viene hacia mí y de pronto clava los ojos en estos melones como queriendo comérselos, como queriendo disfrutar esos manjares en el primer rincón que se atraviese en el camino. Juro que el noventa y ocho por ciento de los hombres sueña con unas tetas grandes, para nada extraño: chuparlas, mordisquearlas, colocar el pene en medio de ellas y sentir que por fin pusieron pie en el Paraíso. Eso lo sé y le he sacado provecho, no faltaba más. Aquella noche me decidí por sostenes transparentes, entre blanco y marfil, un color que hace resaltar mis pechos acanelados. Me puse bragas blancas, igual, transparentes, de esa tela que enseña el pubis afeitado a modo de rectángulo y cuyos vellos se extienden desde abajo y hasta muy arriba. Me encanta una chocha sembrada de pelos, pero reconozco que a muchos no les hace gracia semejante preferencia en estos menesteres, así que por lo general echo mano de tijeras, de la afeitadora, y asunto arreglado. En fin, que pantaletas transparentes dejan a la vista ese regalo de los dioses, esa fruta al alcance de la mano que va a devorarlos sin contemplaciones, que los hombres, pobrecillos, sueñan en la bacanal que inspiran mis caderas. Opté por el corset y por las medias negras. Aposté a lo clásico: zapatos de tacón y el pelo recogido en moño atrás, amplio, glamoroso, que de por sí evidencia abundante cabellera. El carmesí, que me ha sentado bien desde siempre, hacía de mis labios una vagina a flor de piel. Con razón siempre he dicho que soy un sexo con patas: es que me miro en el espejo y me gusta lo que veo, observo las redondeces, toco mis muslos, duros, paso el dedo medio por la chocha, acaricio mi vientre, y estoy segura de que si fuera hombre me encendería como nadie, me daría una cogida de los mil diablos, me haría de todo con esa verga inmensa que guardaría en la entrepierna. Soy capaz de levantar a un muerto, y precisamente eso es lo que me atrae de mí misma, eso que me hace poderosa, irresistible, dueña de voluntades ajenas que sin chistar ceden ante mis feromonas, ante mi carne, ante unas piernas de infarto y ante estas tetas de padre y señor mío. Así, sintiéndome la puta más puta entre las putas, con la piel de gallina por estar pensando en mil y un hombres, salí al salón y caminé directo hacia la barra.


IV


Me senté, pedí un trago de whisky. El cantinero sirvió el Something Special cargado, como me gusta. Tres cubos de hielo y de seguidas encender un cigarrillo. Marlboro, porque es fuerte y recio, como el vaquero que se deja ver sobre la cajetilla. Quién pudiera tirarse al tipo de esa caja. Qué macho. Qué huevos. Yo tendría todos los orgasmos de este mundo y a él lo haría acabar a chorros, si es que antes no lo mato de un ataque al corazón. Pero decía que fui directo hasta la barra, y mientras pedía el trago y sacaba el cigarrillo ya uno de bigotes, con jeans y camisa mangas largas venía en volandas hacia mí. Se sentó, me saludó, hablamos un momento, y yo misma, sin dejar resquicio para que nada pudiera entrometerse, tomé su mano y la coloqué sobre mi pierna. La dejó algunos segundos como si nada, inmóvil, para luego apretar un poco y regalarme una caricia que poco a poco se extendió desde la ingle hasta casi la rodilla. Entonces puso su otra mano en mi otra pierna, se paró frente a mí empujándome hacia él, y las caricias se hicieron más intensas. Fuimos a la habitación. Hice que se acostara boca arriba. Tenía el miembro erecto, impresionante. Lo tomé como a un juguete, lo acaricié, lo besé, lo saboreé. Le obsequié una felación mientras me masturbaba con su dedo. Saqué la leche condensada de la mesita de noche y bañé su glande con ella. Fue una delicia sorber de a poco el dulce que se chorreaba por ese pito que me pedía a gritos. Me senté sobre él, a cabalgarlo, pero se trataba de un caballo no apto para carreras de fondo. Justo cuando lo sentí venirse en mis entrañas, le arranqué sin más el miembro. Lo engullí de un bocado.


V


Lo último, lo más impresionante, eso que finalmente me llevó a execrar mi oficio y a transformarme en una asceta de por vida, ocurrió al día siguiente. Como de costumbre, fui a comer algo a mediodía. Las Matemáticas es un lugar mágico, por las noches la rocola, el humo, el bullicio entremezclados con risas de pasión, jadeos y canciones de Javier Solís hacen que al amanecer te reverberen los oídos. Y acto seguido, cuando amanece y sólo queda olor a sexo y a cerveza rancia la quietud es capaz de superar hasta el silencio de una iglesia. Pues bien, ya entrada la noche un hombre joven puso sus ojos en mí. El pobre era un manjar: apuesto por donde lo miraras. Fue verlo y encenderme. El tipo me prendió fuego, era yo una antorcha humana. Sentada como estaba, con la minifalda oscura y la blusa mínima, muy generosa a la hora de mostrar lo que tiene que mostrar, crucé las piernas a propósito. Pasó los ojos por ellas, noté sus ademanes, muy morbosos, su manera de decirme que esa noche de bestias sería para los dos. Ahí mismo, sólo con ver a ese ejemplar e imaginando el colgajo más allá de la bragueta, mi chocha se inundó de agua salada. Me sentí húmeda por dentro y por fuera, en el alma y en el cuerpo. Quise que me hiciera suya en ese instante, que me hundiera su carne en plena barra: haría de aquel bar un Coliseo, nosotros en la arena, los otros observándonos y Javier Solís al ritmo de nuestros vaivenes. Adoptamos la posición del misionero luego de una buena tanda de caricias, chupadas y mordiscos. Ni qué decir de los juegos con la punta de su lengua y mis pezones, con toda su boca y mi chochita. Me penetró por completo, y mientras iba y venía empujando su bate con fuerza abrí el coño para morderlo desde la raíz. Mi vagina lo tragó sin masticarlo. Sólo escuché un grito que se ahogó entre quejidos menores apagados en sollozos. Abrí otra vez el coño, mordí, volví a morder, lo abrí de nuevo, y ese hombre entró a pedazos en mi ser, llenó con su cuerpo todos mis apetitos. Trituré sus huesos, me embutí sus entrañas, con mi sexo arranqué sus extremidades inferiores, después el resto del tronco, y poco a poco fue quedando menos de él, hasta que de mi chocha colgaba apenas su mano derecha dando la impresión de despedida, de decir por fin adiós a este valle de lágrimas.


VI


Al salir de misa regreso presurosa a casa. Cuando amanece doy gracias por la vida, por un nuevo día, y entonces me dispongo a esperar, con paciencia y mortificación, que el reloj del campanario marque las cinco de la tarde para devolverme, entre repiques de campanas, otra vez a la casa del Señor.

4/15/2011

Venezuela: 1830 a nuestros días

Hablar de política, en el marco de una república, supone hablar de ciudadanos, y esta condición se fragua a través de los años sobre la base de un caldo de cultivo que debe incluir las posibles formas de gobierno, las instituciones, la sociedad como una red de relaciones cuyo punto de fuga es la libertad y los derechos fundamentales. Venezuela: 1830 a nuestros días, es una aproximación histórica al quehacer político venezolano desde la fundación de la República y hasta el presente. Sin duda, el período colonial dejó una impronta que no es posible soslayar: marcó a fuego cierta condición, cierta manera de entender lo social, un horizonte desde el que partió la aventura de lo construido hasta ahora, sobre el cual el tiempo y la tinta han corrido abrazados en un intento de comprensión de lo venezolano y, más aún, de lo hispanoamericano. La venezolanidad, así, fue atravesada por una doble línea, paradójica además, que Arráiz Lucca señala luego de su travesía por la trama de nuestras andanzas políticas, esto es, da cuenta en primer lugar del Derecho Indiano, del cabildo como “ámbito en el que los terratenientes del patio, y otros criollos con poder, ventilaban sus asuntos, y gobernaban sobre ellos mucho más de lo que cierta historiografía admite”, y en segundo, da cuenta además del caudillismo, ese modo de actuar que aún es observable en el ovillo político venezolano. El libro que esta noche tengo el honor de presentar, más que la relación histórica de unos acontecimientos, cobra el perfil de un análisis sociológico, es decir, construye desde la historia una fisonomía política que incorpora felizmente la reflexión y el escrutinio de algunos por qués, de cómo hemos sido para ser esto que somos, lo cual apunta hacia el futuro, toda vez que del presente, del aquí y ahora se abre un signo de interrogación que llama al debate, al diálogo entre tradición y modernidad, y entre ésta y los tiempos por venir. No es poca cosa. El libro de Arráiz Lucca, como la Rayuela de Cortázar, puede leerse de varias maneras. Es uno y es muchos. En este sentido ofrece posibilidades abiertas de aproximación, creando un juego entre obra y lector que trasciende la relación unívoca. Así, puede leerse a partir de una consideración sustentada en la necesidad de toparse con un manual de historia. Sería entonces un suscinto, ameno y logrado texto en función de esta apetencia. De igual modo es un libro de consulta. Los hechos, los datos, la madeja de acontecimientos se halla lo suficientemente explicitada, señalada, clarificada, al punto de facilitar ciertas búsquedas puntuales. En mi caso, opto por otra variante, encuentro un documento que reflexiona sobre, que argumenta a propósito de. Esto implica que la presentación de lo ocurrido, las relaciones concatenadas en el tiempo poseen el valor agregado de un atrevimiento que uno termina por agradecer: la tarea interpretativa, el hecho de que el autor fije posición, dé explicaciones, se entregue a la tarea de pensar. Cuando este elemento se encuentra presente, como en efecto ocurre aquí, el trabajo de investigación, el discurso académico, la apelación a la historia y sus afanes de objetividad (asunto este último poco menos que imposible) se transforman en una delicia. Ésto, junto con el manejo del lenguaje, hace del libro de Arráiz una pieza literaria. Decía que podemos leer la obra a partir de un horizonte amplio. El mío entonces rescata al autor que escribe un ensayo, con todas sus implicaciones, de tal manera que aparte de la información histórico-política, siempre presente en el volumen, resalto las consideraciones acerca del caudillo como personaje fundamental en la Venezuela del siglo XIX (que nace y va ganando cuerpo desde mucho tiempo atrás). Si a ver vamos, tomando esta punta de hilo es posible vislumbrar buena parte del entramado político actual acercándonos al caudillismo como fenómeno, remontándonos a su aparición y a su desenvolvimiento en la historia del poder en Venezuela. Si pretendemos analizar cómo fue la siembra republicana, cómo erigimos una República después de la separación de la Gran Colombia, es clave estudiar la presencia, el fenómeno del caudillo y su influencia en el país que se va haciendo. Éste es un valor inmenso que aplaudo en Venezuela: 1830 a nuestros días. Arráiz Lucca se pregunta, “¿podía no ser el caudillismo el signo de la Venezuela republicana, cuando lo había sido durante la Venezuela colonial?”, y afirma, “toda una generación de próceres de la independencia, pasando por encima de las instituciones, buscó el poder para sí, como si se tratara de una deuda que la nación había contraído con ellos”. En paralelo, de la mano del caudillo va surgiendo la idea de que éste, es decir el hombre fuerte, posee dotes de buen gobernante; nace la creencia, que atraviesa el siglo XIX, el XX y lo que va del XXI, de que ciertos personajes tienen en sus manos, por una extraña combinación de carisma, don de mando, militarismo y mano dura, las herramientas para lograr el progreso si se ubican al frente del gobierno. La profesionalización del ejército, que Gómez lleva a cabo durante su dictadura, acentúa de alguna manera semejantes convicciones toda vez que el imaginario caudillesco, ya elevado aquí a la categoría de mito, es recogido en el seno de la institución castrense, produciéndose entonces “prácticas que se tornaron en creencias populares. Me refiero a la disciplina, el orden, la obediencia debida, la verticalidad del mando, que fueron asentándose como valores fundamentales para el ejercicio del poder civil, cuando provenían de fuente militar”. El libro que Arráiz nos ofrece es una especie de disección anatómica del poder, y seguir sus pistas a lo largo de nuestra historia republicana brinda la no muy extendida oportunidad de disfrutar de una prosa suelta, fresca, magníficamente estructurada, junto con la aventura intelectual que supone escudriñar, desde la separación de la Gran Colombia, en el tejido político venezolano hasta llegar al país del siglo XXI. El caudillismo, los conservadores, los liberales, la Guerra Federal, los tiempos de Guzmán Blanco, la hegemonía militar tachirense, el advenimiento de la democracia, la Venezuela petrolera, los golpes de Estado, el Pacto de Punto Fijo, los años del bipartidismo, la crisis de la democracia de partidos políticos, la antipolítica, hasta las presidencias de Hugo Chávez, constituyen momentos cuyas tramas y puestas en escena guardan relaciones entre sí, lazos íntimos, vasos comunicantes que patentizan procesos y fenómenos aparecidos no por azares sin sentido sino todo lo contrario: la historia explica, y explica mucho, tanto así que más allá de preservar la memoria y posibilitar la conciencia de nosotros mismos, destila los vapores de eso que vamos siendo y de aquello que probablemente seremos. Ya para ir finalizando, sostiene el autor que “de la historia política venezolana puede decirse que está determinada por dos factores principales: el militar y el petrolero. El primero ha dificultado la instauración de una práctica democrática, aunque también puede decirse que ha sido expresión de un espíritu autoritario de tradición histórica. El segundo ha terminado por hacer del Estado venezolano un Leviatán que cada día deja menos espacio para la iniciativa particular, dificultándole gravemente a la nación la diversificación de su economía”. Nuestros laberintos, esto es, la imagen especular que la historia nos devuelve, es una guía, sirve entre otras cosas para vislumbrar caminos, trazar posibles rutas, mirar el horizonte. Hemos cometido errores, a veces costosísimos, hemos fraguado un país, esto es innegable, y entramos tardíamente a la Modernidad. ¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál es nuestro destino? ¿Cómo afrontar peligros para terminar logrando el desarrollo, el despegue, el acceso a mejores condiciones de vida para todos? He ahí una incertidumbre. Venezuela: 1830 a nuestros días ofrece algunas pistas, coloca enfrente una voz. Vale el esfuerzo de escucharla.