11/16/2018

Autoayuda


        Más de uno tiene la costumbre de poner de patitas en la calle a ciertos textos que llaman de autoayuda y créeme que, de entrada, discrepo.
    Supongo que la autoayuda en cuestión pasa por meter en el saco de los best-sellers psicológicos a cuanto libro indique cómo hacerse rico en cuatro días, ganar un millón de amigos o vivir sin preocupaciones en este valle de lágrimas. Vuelvo a discrepar.
    Sucede que el bicho humano es dispar y entiende A cuando otros dicen B, y viceversa. Lo que soy yo, prefiero llamar pan al pan y vino al vino: textos de psicología en sus casilleros, literatura monda y lironda en el suyo. Dicho esto, confieso que jamás he podido entender por qué diablos la autoayuda guarda tanta mala prensa. Es más, a estas alturas no concibo  -ya tengo canas en la barba, mira tú-  ninguna literatura alejada de la ayuda. Y de la autoayuda para ser exacto. Hablar de autoayuda, claro, es hablar de Fitzgerald, Hemingway, Borges o Cortázar, por el sencillo motivo de que no soy el hombre que soy, para bien o para mal, si la flecha envenenada de Rayuela no me hubiera atravesado hace una punta de años. ¿Me comprendes Méndez?
    No tengo la menor idea del plano en el que ubicarás a Leo Buscaglia o a Wayne W. Dyer, pongo por caso, pero de lo que estoy segurísimo es de que más psicólogo que ambos es Chesterton, acompañado por Montejo, Cadenas, Stevenson y Gary Romain. Nadie mejor que semejantes caballeros para meter el ojo por los recovecos del alma y salir con las manos llenas de pegotes y líquidos chorreantes que luego comparten con nosotros hasta reventarnos el espejo en plena cara. Y así.
    No sé si me explico, pero jamás de los jamases he regresado indemne luego de El cumpleaños de Juan Ángel, Pedro Páramo o La piedra lunar. Digo más: cada vez que los abro lo hago entre otras cosas por razones de autoayuda, que no es poco afirmar, dime tú si no. Para soportar cuanto me rodea, para soportarme a mí mismo, para curarme de males de cualquier pelaje y para atragantarme de fuerza vital, que tampoco es concha de ajo. Fue en un libro donde me ayudé (o autoayudé, si lo prefieres) a aguantar, a seguir, a dar un paso y otro y otro luego de la muerte de mi padre, y es en la literatura donde me autoayudo todos los días desde que tengo uso de razón.
    Cuando entro a una librería y observo en los anaqueles el rótulo de historia, filosofía, literatura y la consabida autoayuda se me erizan hasta las uñas y me da la impresión de que el mundo va por allá mientras yo pululo por aquí, lo cual no es que sea trágico ni mucho menos. Toda literatura que se respete es de autoayuda, para decirlo de una buena vez, por lo que si no termina siéndolo, anda entonces más cerca de la trigonometría o de la gimnasia rítmica que del noble arte de utilizar el lenguaje para crear mundos. Entonces ya, hasta aquí. Y a ver si me he explicado. A ver.

11/09/2018

Hija de la gran puta


    Me cuenta el dueño de una librería-café recién estrenada en la ciudad un asunto que termina por ponerme los pelos de punta.
    A veces cuanto imaginamos se ubica sobre la línea de flotación de eso que llamamos realidad. Yo, que ando por la vida buscándoles cinco patas a los gatos, sé bien de lo que hablo, por lo que te juro que si poseo algo para rato es mi capacidad de asombro. Andar buscándole la quinta pata al gato supone cuando menos darse de bruces con lo extraño, con lo agarrado por los pelos, con lo jodidamente increíble, y no siempre para bien.
    En una ciudad donde no sobran las propuestas a la hora del hecho literario, de la plástica o de la música, mi amigo invirtió dinero, energías y tiempo en una librería distinta. Mi amigo se atrevió con un café-librería que es también un sueño a base de deseo porque otras cosas pasen, relativas a la creación, a la poesía, al arte por donde metas el ojo, en fin.
    Su idea cuajó en un espacio magnífico para el encuentro, el abrazo, la conversa, donde es posible tomarte un café o empinarte una copa mientras hojeas algún libro y al fondo suena el último disco de tu banda preferida -el libro lo compras o no, te lo llevas o no, pero siempre queda la posibilidad de echarle un buen vistazo, incluso de leerlo ahí mismo si te sobran tiempo y ganas-. Lo cierto es que mi amigo apostó fuerte: lo menos fácil si se trata de ganarse unos centavos, cuestión de vida o muerte si pretendes labrarte el pan de cada día. Pero hubo fortuna, o buena suerte o qué sé yo. Su idea cuajó, como lo dije arriba, de modo que las cosas marcharon rumbo a horizontes más abiertos, cálidos, prometedores.
    Hasta que ocurrió lo que colinda con el disparate. Pasó lo que  tiene que pasar si el realismo mágico comienza a chorrear por los poros de lo cotidiano. Tenían razón García Márquez, Carpentier o Úslar Pietri: aquí no hay que inventar el universo patas arriba porque éste se construye a sí mismo, brota en los árboles, sucede desde la normalidad monda y lironda. Ocurre que un buen día la librería fue denunciada a las autoridades por un vecino purista, uno de esos individuos salidos de un cuento sombrío, gótico por todos los costados, para quien una metáfora, un párrafo connotativo o un sencillo verso libre son el enemigo, el infierno, sinónimos de perdición.
    La librería fue señalada, acosada y por último multada, porque en ella se leyó una noche poesía. Sí, cáete de la silla, levántate, sacúdete el polvo y créetelo. Ahí se leyó poesía, se celebraron cánticos en honor a Neruda, a Machado, a Szymborska, a Montejo: alguien tomó la palabra, dejó en el aire su pulsión erótica, o su nostalgia por otros momentos y otras tierras, y así. Entonces el cancerbero de la libertad, la inquisición estúpida que respira en pleno siglo XXI  levantó sus orejas y apuntó, tirando del gatillo.
    Que un lugar donde reinan la literatura, la música, la charla y las ideas termine nada menos que con una multa elevadísima por la razón de que micrófono en mano se lanzaron poemas al viento, porque la poesía erótica dijo presente, porque las palabras culo o semen o tetas atravesaron el aire sin alcabalas de por medio, es cuando menos una aberración. La realidad saltándose a la torera los más elementales gestos en favor del espíritu libre, de la civilización. Un mundo a contrapelo de la humanidad, que es, dime tú si no, por supuesto y sobre todo arte, belleza, experimentación, apuesta por lo que en verdad vale la pena y ruptura constante. Eso: ruptura a cada instante. Pero otra vez alzó cabeza la policía del pensamiento, a la vuelta de la esquina, haciendo de las suyas. Otra vez y aquí no ha pasado nada. Hija de la gran puta.