10/24/2013

Somos grises

    Uno cree que la vida de los otros es intensa, enigmática, poco aburrida y menos chata que la de nosotros. Me pongo a leer las aventuras de ciertos escritores  -sí, para algunos transitar por este mundo era aventura en carne viva-  y hay que ver, la pirotecnia cotidiana parecía metida en ellos hasta lo más hondo.
    Últimamente he tenido sueños raros. Apenas cierro los ojos siento que puedo atravesar paredes. Gracias a semejante condición, ah, y a la de lograr ser invisible cuando se me antoje, salgo a merodear por las calles, a ver el universo como me provoque, a hurgar en las casas vecinas. Voy y vengo a mi real gana, puedo asomarme a la noche de algunos personajes pero qué va, lo que descubro me deprime sin ningún tipo de atenuantes.
    La que vive enfrente tiene más problemas que razones para sonreír, pobrecita, y yo que la juraba flotando en nubes de algodón, asépticas, rosadas por todos los costados. La escuché el otro día  en plena charla con su amante y no pude un minuto más, salí espantado de la habitación. Ya en otro momento, me armé de valor y espié al señor X, escritor, ensayista para más señas. Conclusión: su vida es un desastre. Todas las veces, y juro que no exagero un ápice, con cada uno de mis elegidos resultó siempre igual, patético, mediocridad por donde te asomaras. De una imagen cargada de misterios, de experiencias vitales que suponía por completo estimulantes, derivó una realidad tan venida a menos como el día a día tuyo, o mío, o de cualquiera. Nada que hacer. Preferí sacarle el cuerpo al mundo de lo onírico y con ello, qué más da, renunciar a todos mis poderes.
    Entonces hallé el equilibrio. No me refiero, claro está, a considerarme dueño de mandalas equis o de mantras ye que sólo yo conozco o manipulo, en lo absoluto, pero la verdad sea dicha: he abierto un poquitín los ojos, me he acercado más al fondo del asunto, que al fin y al cabo es como captar distinto, como ver el patio con otros ojos y otra sensibilidad, vislumbrar, pues,  de modo diferente eso que dieron en llamar género humano. No está mal después de todo.
    Somos grises de cojones, pequeños como insectos, con el ego desmesurado típico de quienes creen tener a Dios cogido por las barbas. Eso es. Sobresalir en algo, observar destreza consumada en determinados quehaceres, brillar en ciertas ocasiones sólo es evidencia de cuán tercos podemos terminar siendo. La vida promedio de cualquiera, en el fondo, es tan oscura como la de Juan, Alexis o el portu de la esquina.
    Así que no hay que tragar cuentos. Yo, que pude atravesar tapias, murallas, hacerme invisible con únicamente roncar a pierna suelta en una cama, soy manojo andante de problemas financieros, laborales, psicológicos y sentimentales. Mi inteligencia, normal tirando a baja, no ayuda demasiado y esto refuerza lo que digo: cero intensidad, nada de aventuras descollantes o existencia inflamada al rojo vivo. Acaso sueños destripados, huidizos como hormigas que escapan de algún dedo empeñado en aplastarlas. Vivo al día y eso me basta. Logré captar el lado oscuro de mi lección, no otro que sacarle punta hasta a las piedras, o lo que es lo mismo, darme de bruces con la mínima sorpresa que flota en el café, en el aire, en el licor de la copa, y bebérmela sin tregua ni respiro. En fin, que ya me estoy pareciendo a Coelho y eso espanta. Ni por el carajo.
    Cuánta paradoja, en una ocasión busqué colarme en la habitación de una mujer, es decir, pretendí burlar rejas, paredes y hacerme invisible, pero no, aún así choqué de frente contra muros, columnas y obstáculos de todos los pelajes. Tiempo después, fíjate, me dijo guapo, ven, por lo que hallé las puertas abiertas de par en par, incluidas sus piernas. Es que somos ciegos, claro, y torpes, pero lo interesante, lo que ya jamás olvido es que en el momento justo alumbra el sol, el tuyo, el que hasta cierto punto llevas apagado adentro, y el de todo Cristo. Es la maravilla. Lo demás es cuento, créeme. Puro cuento y se acabó.

10/18/2013

Gente de película


                                                                                                                                                                                       A Pedro Suárez


    De muchacho me daba por imaginar que la realidad era en verdad una película. Caminaba por las calles, compraba en los abastos, y a cada rato suponía que un ojo gigantesco a modo de lente cinematográfico seguía mis pasos filmándome, tomando panorámicas de la ciudad, empaquetando en celuloide la rutina que me tocaba despellejar con la navaja del absurdo o del humor.
    Soy un animal prehistórico en eso de las tecnologías, pero reconozco que entre una cámara y yo existen más coincidencias que razones para suponernos mutuamente excluyentes. Así como ella registra el universo desde el horizonte de su óptica particular, uno también lleva el mundo adentro, trazado en imágenes, como si desde el estómago un trípode y una handycam se elevaran hasta los ojos capturando la vida en tecnicolor.
    De niño me pasaba que al entrar en un lugar, pongamos por caso un restaurante al que a veces me llevaban mis padres, de pronto a dos mesas terminaba su postre Ursula Andress. Y al rato Jackeline Bisset cruzaba el salón tomada del brazo de un señor que siempre me parecía (todos, todos me lo parecían) indigno de semejante mujer salida quién sabría de dónde. En la plaza, en la parada de utobuses, en el café que existió toda mi infancia a media cuadra de la casa: Alain Delon, Juliet Binoche, Sophia Loren, Woody Allen, Julia Roberts, Stephanie Zimbalist, a cada uno de ellos vislumbré un día cualquiera entre la gente, el tráfico, el ir y venir de la Upata que me tocó transitar años atrás.
    Repito entonces que tengo mucho en común con una cámara de cine aunque jamás he visto una de cerca. Nunca estuve en un plató de filmación y fíjense, juraba que abrir los ojos, salir a la escuela, hacer los deberes, jugar con el perro o telefonear a un compañero formaba parte de un entramado mayor, integraba escenas que todo lo abarcaban, que un director  -acaso Hitchcock si el asunto paraba los pelos, quizás John Ford cuando había trifulcas al estilo vaqueros de por medio-  grababa con paciencia de artista en pleno oficio y ya lo saben, prohibido dedicarse a molestar. Cada quien vive su película particular y la mía era una que duraba veinticuatro horas al día. ¿Algo hilarante en las calles? “Chaplin debe andar muy cerca”, me decía. ¿Enredos truculentos mientras mordía un pan en la cantina del colegio? “Moe, Larry y Curly tienen que estar haciendo de las suyas”. Y así.
    Con el tiempo uno aprende que la vida no es como una pantalla por mucho que lo deseemos, lo cual va poniendo las cosas en su sitio hasta que por fin hallamos nuestro lugar en el set de los adultos. Para que no nos llamen locos, por supuesto. El otro día una estudiante disparó en voz baja: “profesor, usted es igualito al Dr. House”, y juro que la nostalgia me agarró por el pescuezo. Retrocedí una pila de años, me vi comparando al tío Max con Marcelo Mastroianni, a la prima Lola con Catherine Deneuve. Sólo me dio por sonreír, por recordar. No  he sido el único con semejantes ocurrencias, por lo visto. Luego de un buen tiempo el abanico se abrió como una rosa y el gremio de los escritores hizo acto de presencia. Borges deambuló por el mercado de mi pueblo, Cortázar, Dostoievski, Ítalo Calvino, Garmendia y Úslar Pietri fueron avistados cuando menos una vez. Ya a punto de cumplir los dieciocho y en plena  Tropicana, burdel upatense al mejor estilo de “La casa verde”, creí ver a Vargas Llosa Polar en mano sobándole las piernas a una dama.
    Pasaron décadas, quedó atrás una montaña de lunas. Como he dicho antes, la vida no es como una película, y ahora agrego que ni como una novela, pero aún así todavía dejo la puerta semiabierta para charlar con los fantasmas. Anteayer cené con un amigo, conversamos  -por lo general éste es un deporte que me gusta practicar con regularidad-. Al terminar, ya listos para subirnos al carro y largarnos, noté a un señor de pie en un balcón del centro comercial. “Mira a Salman Rushdie”, le dije. Él sonrió desconcertado, le conté entonces el por qué de semejante comentario, mencioné alguna anécdota infantil y noté otra vez su sonrisa a medias, gesto de complicidad que únicamente la amistad ofrece sin trámites mayores. Era Salman Rushdie, claro, estoy seguro de que el tipo del balcón era el mismo Salman Rushdie.

10/10/2013

Día de la Raza, o como se llame

    Junto a mi mesa conversan dos tipos mayores. Alzan la voz, gesticulan, piden más café, y por mucho que me escudo intentando escapar de esas diatribas con No digas noche, de Amos Oz, un comentario hace saltar mi taza, los libros, el cenicero y la botella de agua mineral.
    Tengo la costumbre de vivir y dejar vivir. Tamaña máxima la aprendí de mi padre hace una punta de años, de modo que entre ceja y ceja llevo la convicción de que cada quien con su cada cual, cada oveja con su pareja, cada loco con su tema o cada luna con su medianoche. Lo contrario es cercenar la más íntima de las necesidades, que es la de privacidad, y es darle un hachazo a la libertad en el mero centro del occipital. Conmigo no cuenten para eso.
    Pero a veces se entremezcla la gimnasia con la magnesia y qué va, el cóctel resulta intragable a cualquier hora, lo que me hace fruncir el ceño, levantar como zorro las orejas,  detenerme a propósito del bodrio que mis vecinos tejen a quemarropa. Entonces ya ven, este sábado comento en voz alta para ustedes. Y es que el mundo chorrea belleza, enigmas que bien valen el recogimiento y la contemplación, pero también miserias, escupitajos cargados de prejuicios y resentimientos que, como está el patio, hay que despacharlos rápido sin darles tregua ni respiro.
    No sé de qué iba la charla en su contexto general y me interesaba un pepino, pero alguien habló de Venezuela, y luego de América, y de España, y de ahí surgió la acusación, la palabra genocidio -que por supuesto no ha sido lavado todavía, decían-; de ahí se materializó el prejuicio, el dedo índice, la imbécil creencia de que todo el mal que nos agobia hoy tiene certificado de nacimiento en la Conquista y comienza en aquellos días llenos de espadas, de sotanas y de cruces.
    No conozco un sólo país ajeno a la pólvora o al cuchillo, a la violencia demencial en cualquiera de sus manifestaciones. No existe sociedad humana virgen, de espaldas a mil avatares en que las injusticias no se abracen con la sangre, con la explotación o la traición, con las más bajas pasiones a la hora de anexarse territorios, defender dioses, imponer cosmovisiones y enarbolar mejores formas de matar o pisotear. Así que no me vengan con cuentos: dos buenos señores dándole a la lengua, consumiendo café plus con cremita premium de cereza y chocolate derretido al canto, que pagarán su cuenta al pelo y seguro  también sus impuestos, que pobrecitos, lancen como si nada cuatro inocuas pendejadas producto de una charla típica de ociosos en un cafetín de pueblo, vamos, no debería ser para tanto. Pero lo es. De percepciones así, de sentirnos dueños del circo y sus alrededores, de tanto suponer que Dios ha bajado, que lo tenemos agarrado por las barbas, que nos brinda una cerveza helada mientras asiente dándonos palmaditas en el hombro, nace la creencia de que somos superiores, de que nos ultrajaron y hay que cobrar venganza antes o después, pero cobrarla.  A partir de disparates como ése aparecen las más alocadas supercherías  sobre nosotros y sobre el lugar que ocupamos en la trama dura y caníbal de este mundo, que por cierto no es ningún lecho de rosas.
    Nacionalismos de todos los pelajes, complejos de superioridad  o de inferioridad letales, ideas de pureza racial o cultural y otros delirios por el estilo, Hitler, Stalin, Milosevic, Pinochet, Castro, Pol Pot, Nerón, sume y siga y dígame, coño, si no hay que educar en serio para poner de patitas en la calle a cuanto huela a suposiciones parecidas, a asépticos diálogos como éste, a tantos tirios y troyanos incapaces de meterse en la historia sin gríngolas ideológicas con pies de barro, incapaces de advertir que existe otro, que hay alguien distinto a ti y que es maravilloso que eso ocurra.
    Por supuesto que  España conquistó, y lo hizo a la fuerza y a la bruta, con saña y crímenes de por medio. Negarlo es una absoluta necedad pero lo otro, alimentar odios, resucitar rencores, culpabilizar y no olvidar, hoy por hoy, es una imbecilidad tallada a fuego lento. A las alturas del año que vivimos la España de la Conquista forma parte de la historia, la historia con mayúsculas, y quien pretenda ahora  hacer lodos con aquellos polvos es un tarado que únicamente se cura con lecturas, con libros, con eso que dieron en llamar cultura. Lo otro es bolsería y bajeza humana, buenas para escupir sandeces y peligrosísimas si hallan tierra fértil en la que materializarse. Al carajo con ellas. Siempre.

Un clásico

Close your eyes. Michael Bublé. Dejo el enlace:

http://www.youtube.com/watch?v=Chio1TqKFRk

10/04/2013

El rosado y el ahora


    En este país somos los primeros en algunas cosas. En mujeres bellas, por ejemplo. ¿Quién se atreve a dudarlo?, en más pícaros por centímetro cuadrado o en gente que se cree la más feliz del mundo.
    El otro día leía el periódico y hay que ver, somos unos tigres en inflación por las nubes, unos linces en asfixiar la libertad económica o en inseguridad en las calles, somos los campeones en corrupción, en descalabros de cualquier ralea y otras lindezas por el estilo. Complete usted la lista y cáigase para atrás.
    Recuerdo con nostalgia aquellos primeros tiempos de estos últimos fenomenales quince años en que un súper pensador, una caja de machetes llamada Jorge Giordani pegaba gritos a propósito de la década plateada, que ya venía, y la dorada, que Venezuela tenía a tirito, todo en perfecta armonía con Chávez vociferando el cuento de la potencia. Sin que le temblara un pelo repetía mañana, tarde y noche que este país hoy hecho un moñongo iba a ser una potencia, económica, tecnológica, pesquera, zandunguera y cuanto disparate le atravesaba los sesos mientras alternaba arengas con bailes, cuentos, chistes e insultos a quienes le recomendaban menos litio y más estudio.
    Resulta que ya somos un motor fundido. La Venezuela de este nuevo siglo camina para atrás a paso de vencedores, lo cual es tan verdad que si te descuidas un segundo terminas aplastado, pateado, vuelto una maraña de escombros por cuarenta mil razones aunque fíjate tú, tenemos patria, comandantes supremos, espadas que caminan por América Latina y bandidos dispuestos a continuar llenándose los bolsillos a cuenta del erario público, que al fin al cabo también les pertenece, no vayas tú a ponerte necio. Tengo la impresión de que Giordani, Jorgito Rodríguez, un bebé de pecho como Pedro Carreño o ese estadista que es Nicolás Maduro agarraron al toro de los problemas por los cuernos y éste acabó seccionándoles la femoral, pobrecitos los bienintencionados. Hay que llamar a los bomberos.
    Estoy en la consulta médica, respiro, respiro otra vez, me obligo a aguantar porque ya saben, esperar tu turno mientras llega el doctor Pérez o la doctora Aguerrevere supone armarte de una paciencia que no tienes y que no te da la gana de tener. Entonces lo observas sobre la mesita: el periódico del día, el único que existe en esa sala de los mil demonios, el diario Vea, gobiernero, embustero, nido de plumíferos que escriben todos masajeándose el ombligo. Bostezo y lo abro. Venezuela es tierra rosadita, es una fantasía que el comandante ha hecho realidad únicamente para ti. No tiene parangón. Es el paraíso que te niegas a aceptar por malagradecido, por imperialista, por esa carga de odio y desamor que te inyectó el capitalismo. Por algo la Central Intelligence Agency, alias CÍA, te corre por la venas y andas por la vida untado de pitiyanquismo, de oligarca hasta debajo de las uñas. El diario Vea es la luz, y la luz a veces encandila. Cuando te acostumbres notarás las maravillas, verás qué país tan súper del carajo la revolución ha modelado a tu medida.
    Mientras tanto llega Aguerrevere. Dejo el periódico en su sitio. Venezuela continúa tan gris como antes.