4/12/2019

La memoria de lo que seremos


                                                                                                 
                                                      Para Camila
    
    Hoy vengo con el pasado y el futuro metido entre ceja y ceja. Mientras hojeo la última novela de Paul Auster  en el Sweet&Coffee  de la Foch, Camila hace de las suyas con una biografía de Malala. Se concentra, se toma en serio cuanto lee, de modo que la observo de reojo, miro sus gestos, casi puedo tocar la paciencia con que se desmigaja entre párrafos  y letras.
    Lo disfruta a plenitud, hecho clave cuando se trata de leer. Coger un libro, acostumbrarse a ello, llenarse hasta los tuétanos de cariño y pasión por lo que encierra y por lo que te puede brindar si buscas  la conexión necesaria es un asunto que requiere placer, mucho placer de por medio. Jamás alguien podrá echarse en cuerpo y alma a la lectura -lectura de verdad, con la piel, los dientes y las uñas metidos de lleno en la batalla por el goce en medio de un cuento cualquiera-  si no ha vivido en carne propia el vértigo de lo que implican las historias bien contadas, los versos que golpean el fondo de ti mismo o las ideas que como ensayos, pongo por caso, terminan incendiando tus certezas.
    Entonces pienso en las veces que le he escrito. Desde que llevó pañales he rasguñado el papel con ella en la mirada. Hoy, como ven, he vuelto a las andanzas, así que no me pidan demasiado: soy un padre con ganas de charlar, de decir oye tú, mira esto  y aquello y a quien tengo enfrente es nada menos que a mi hija. Dénse pues por enterados.
    Tengo la impresión de que los artículos que escribí antes para ella encierran una constante, llevan una línea meridiana: de alguna manera Camila se reflejaba en mí. En lo físico, en lo espiritual, en lo intelectual. Hoy no es que semejante condición haya desaparecido por completo -créeme, chiquilla, que me fascina que en ti haya algo de mí y que en mí encuentre tantísimo de ti- sino que en el presente ha modelado mucho más su arcilla, esa que la hace justo lo que hoy va siendo y deja entrever cuanto se consolida. Su idiosincrasia, su forma de entender el mundo, las vueltas que da antes de decir sí o pronunciar no.
    Fíjate que he escrito “lo que hoy va siendo”, y es eso lo que me arrastra a hablar de ella. Sabe de sobra cuánto me gusta cómo compartimos, es decir, esos modos que nos permiten, a través de la literatura por ejemplo, movernos en un plano que no puedo explicar del todo, que procura y permite la más hermosa conexión, que me da paz, equilibrio, felicidad a tope, lo cual sé que también comparte de pe a pa. Ya no es la niña con quien hacía de ciertas tardes una historia novelesca. Ahora miro pasar sus ojos sobre las páginas en este café que es trinchera para ambos y veo la escena que me acelera el corazón, veo a una chica sensible, a sus quince años, que mastica palabras, muerde y selecciona lo que otros pueden decirle,  da un puntapié o un abrazo a ciertas propuestas que nacen ahí, en el fajo de cuartillas que guarda entre las manos, para después incorporarlo todo a sus formas de estar, de sentir, de respirar, de razonar. No sé si soy claro, pero es lo de menos. ¿Lo de más?, el hecho de que ambos podemos comprendernos a partir de silencios que expresan demasiado en un instante que asimismo es fogonazo.
    Te gusta la música, cariño, y te gusta el cine, te gustan los libros, que has aprendido a escoger en función de tu real gana, y cada vez que te descubro en ese plan imagino el adulto que serás en una mirada prospectiva. Entonces pasas las horas, los días,  sumergida en el escudo que te labras a prueba de necios, mediocres o vulgares, que de todo hay y a borbotones. Porque tienes que saberlo, la literatura o la pintura son acero contra la miseria, en cualquiera de sus expresiones, y que se vayan al infierno quienes las vislumbran lejos del aquí y del ahora,  ajenos al sudor o los jadeos de la vida cotidiana, monda y lironda, que a todos nos aplasta.
    Me contenta verte deshojar las margaritas, no como si fuesen cuentas de rosario sino todo lo contrario: a punta de darle cabida a esto otro que resulta clave para una vida plena, o sea, el arte, el pensamiento, lo que va fluyendo por debajo de las cosas que en verdad importan. En fin, eso que a falta de un nombre mejor dieron en llamar cultura. Afinas la mirada, apuntas, disparas, y tus balas van directo al corazón, a lo que eres, a cuanto serás, lo que no es poca cosa tal como anda el patio en estos días.
    Ya ves, hoy me ha dado por decirte, por pensarte en voz alta y en modo papel. Modo tecla, para ser exacto. No me pongo cursi -aunque quién sabe- ni tampoco ridículo -creo yo- en medio del oleaje embravecido, entre vaivenes con sístoles y diástoles aceleradas, y si me equivoco quieran los dioses que al leer  sonrías y pases el explosivo que llevas como inteligencia justo por la línea de flotación que sustenta esto que escribo. Es una delicia, si supieras, imaginar que me lees y acto seguido frunces el ceño, achinas los ojos, preparas la carga y al final heme aquí, volando por los aires.
    Hago un ejercicio futurista y apareces hecha mujer, con el toro cogido por los cuernos. Así me gusta soñarte, libre, indagadora, capaz de pegar un sujeto con un buen predicado y decir tus verdades más allá del contexto y del individuo bien plantado o el bueno para nada que se te ponga enfrente. Entonces ya lo sé, aprecias la belleza, eres capaz de disfrutar con lo mínimo, con las pequeñas cosas que adornan el ancho mundo, no de color rosa pero tampoco sucursal de los infiernos. Este es un filo punzopenetrante  que llevas muy adentro. Úsalo, porque vivir es descubrir que aunque tengas la edad que tengas, a la vuelta de la esquina hallarás almas superiores que iluminan incluso sin saberlo  o pobres diablos capaces de hacer daño a cada paso.
    Aprendes a sentir, lo que a veces importa más que comprender, y aunque en la escuela te enseñen lo contrario así caminas con los ojos abiertos, los de la plenitud, donde caben incrustaciones espirituales que no viene a cuento intelectualizar aquí por razones más que obvias. Esa es una buena forma de lavarse el alma y tú lo haces, y lo seguirás haciendo, refinando la técnica –vaya nombrecito, ¿no?- hasta que te conviertas en la chica de ese futuro que te espera.
    Como decía, me acerco a la memoria de lo que serás y viajo en el tiempo. Te observo, tranquila, ya con líneas de expresión sobre tu rostro, sonriente e inquieta, toda tú de pie a cabeza. Es la memoria de lo que seremos, por supuesto, lo que al fin y al cabo es el otro lado del espejo, como Alicia en el país de las maravillas, que tanto te gustó desde pequeña.
    Memoria de lo que seremos, claro, y de cuanto vamos siendo  ahora.  Memoria de eso que alguna vez también fuimos.     

4/05/2019

Lección de jazz


    Uno va por la calle y piensa. Hay quienes llevan entre ceja y ceja los sinsabores del día: el triste sedimento que dejó en el alma alguna conversación perdida o la mala cara que va poniendo el jefe mientras le pides un aumento. Qué sé yo.  
    Lo cierto es que la calle trae a cuestas sorpresas más parecidas a cuanto sin querer se te va poniendo enfrente. A ver: caminas tranquilo por la avenida al salir del trabajo y ahí está, aparece esa persona en la que pensaste cinco minutos antes. Caminas por la vereda en el parque Metropolitano y entre la brisa y la buena vibra del espacio en el que estás, de una vez resuelves el quebradero de cabeza que te traía patas arriba. Tal cual, como en un chasquear de dedos. Y así.
    La calle es una construcción que deja lelo cualquier acercamiento desde el ámbito que se te ocurra. Puede ser metáfora estupenda de aquello capaz de engullirte como si fueses un tequeño andante, puede resultar el frío hacer de funcionario público sobre un plano citadino desde su despacho en el ministerio tal, puede ser también el hervidero que sin dudas es en horas pico y hasta bien le cabe el argumento de que una calle que se respete, que se erija como tal, lleva en las entrañas a un Pedro Navaja en carne y hueso o en potencia. Sumo y sigo, ponle tú el ejemplo que te venga en gana.
    Para mí las calles son una especie de concierto en vivo donde tienes asegurado el pase de primera a un lugar privilegiado. Lo que soy yo, busco una butaca en cierto café de la platea, cosa que te permite ver mejor y escuchar en dolby stereo. Entonces la vida cotidiana que se abre de piernas, que muestra sus más profundos horizontes, llamarada en la que cada quien, a su manera, ejerce un solo de algo, improvisa, protagoniza su descarga en fresco musical que se empina con crudeza y que te aplasta.
    Te descuidas y Duke Ellington, poeta que llegó a escribir más de dos mil piezas, destroza el piano con la Blanton Webster Band  ahí donde un ciego se detiene a escuchar mientras la señora que lleva bolsas en las manos observa de reojo y continúa como si nada. Cruzas a la izquierda y John Coltrane desdibuja la neblina. Pides otro café y notas a lo lejos cómo se acomoda Billie Holliday frente a un micrófono desvencijado y canta, suelta la voz como una diosa y repite contigo el ritmo, la cadencia de minutos en los que hasta el pensamiento parece nacer de alguna partitura. Respiras hondo, enciendes tu tabaco, acaricias con los dedos el lomo del libro que dejaste sobre la mesa y ves a Django Reinhardt arrancarle lágrimas a unas cuerdas de guitarra.
    La calle es el escenario que da vida a cuanto llevas dentro, eso que termina estrellado en la calzada, materializado en el burdel, convertido en piel, deseo y lujuria cuando lo vislumbras frente a ojos de mujer. La calle como sombra y como espacio desde el fondo que vas siendo.