7/30/2016

Maduro y su mundo

    Voy en el carro, enciendo la radio y, para variar, Maduro está encadenado. A punto de oprimir el off escucho parte de la cháchara: el Presidente despotrica de los conquistadores y da vítores a Guaicaipuro, a Tamanaco, a  otros nombres indígenas.
    Me viene a la memoria un episodio protagonizado por la vena autóctona chavista. Recuerdo entonces el derribamiento de una estatua de Colón y los intríngulis nacionalistas que le hicieron coro. Mala cosa. Uno se pregunta qué atravesará las neuronas de Maduro cuando reniega de España y a continuación alaba el mundo prehispánico. Debe jurar que nuestra identidad (menuda palabreja cuando se trata de un colectivo) se asienta en la cosmovisión kariña, en el universo yanomami o en la sensibilidad goajira.
    Hay aquí una confusión que sólo se cura leyendo, es decir, echándose en brazos, sin complejo  alguno, de eso que dieron en llamar cultura. Lo que Maduro guarda entre ceja y ceja es un particular modo de expresión racista, una mutilación tan peligrosa de lo que en el fondo nos conforma que resulta siempre en el chauvinismo más atroz. De lo escuchado en la radio al nacionalismo de un inquisidor hay pocos pasos. En verdad, somos cuanto arroja en nosotros la cultura precolombina, pero somos también Sócrates, Platón, Aristóteles, la tradición latina y medieval, así como el Renacimiento o los logros de la Ilustración, hasta llegar a este Occidente que, lo afirmemos o neguemos, termina por engullirnos y acogernos en su vientre. Somos indígenas, negros y europeos, lo cual es una bendición por la razón sencilla de que, bien asumida, nos libra de esa hemiplejia cultural típica de pseudorrevolucionarios tercermundistas.
    Toda nación se fragua (reto a cualquiera a demostrar lo contrario) gracias a encuentros, desencuentros, amalgamas producto de traiciones, cuchilladas y fragores regados de pólvora, ante lo cual Venezuela no es la excepción. Es mentira que las culturas prehispánicas fueron ajenas a la guerra y a la imposición de unas sobre otras mediante el uso de la fuerza. En lo que hoy es nuestro país hubo sangre de por medio a lo largo de su constitución, y no por menos los incas o aztecas, nada más que por dar un par de ejemplos, merecieron el nombre de imperios. La idea del buen salvaje carcome las sienes del señor Maduro, y si hay algo nocivo a este mestizaje fabuloso que protagonizamos es la demagogia nacionalista con la que se llena la boca: sandeces ideológicas que caricaturizan cuanto ha venido creándose en el magma histórico de nuestro ser. Es bueno mantener a buen resguardo tal verdad, pues ya sabemos que no existe vacuna contra la barbarie o la idiotez colectivas. Aunque haya alcanzado elevados niveles de civilización, un país jamás se encuentra por completo a salvo de la locura fanática (desde la pureza racial hasta la posesión de la verdad única religiosa) y de, en fin, el complejo de superioridad cultural. No es verdad, preciso es recordarlo con todas sus letras, que lo español deba ser execrado o violentado, como no es verdad que sólo hemos bebido de una única fuente a la hora de mirarnos en el espejo de la historia.
    Somos pueblos que hoy por hoy pertenecemos a una hechura múltiple en el crisol de las razas, costumbres y maneras de concebir el universo, siempre en constante ebullición. Estamos hundidos hasta el cuello en el caldo del mejor cultivo: el de la universalidad, esa que cuaja una ciudadanía más allá de fronteras, pasaportes, cédulas de identidad y, como quisiera Nicolás Maduro, nacionalismos que a la larga o a la corta únicamente sirven para segregar odios, originar falsos conflictos y transformar la convivencia en una orgía de malentendidos permanentes.
    Haría bien el Presidente en acercarse a la historia con mayúsculas y mojarse los pies (y los axones y dendritas) en sus profundidades. Hacerlo supone percatarse de cuánto sufrimiento puede ahorrarse una sociedad cuando desaparecen reduccionismos patrioteros y en su lugar afloran horizontes cargados de tolerancia, minimizando la posibilidad de fanatismos a diestra y a siniestra.
    Le guste o no le guste a muchos, los españoles, al igual que lo peor y lo mejor de Occidente, produjeron esto que algunos llaman venezolanidad, y no son ellos, por cierto, los responsables del desastre que hoy se traga a un país de mil caras, convirtiéndolo en el hazmerreír del continente gracias a los disparates de un gobierno que sembró miseria e involución durante  diecisiete años haciendo de las suyas. Es preciso asumir el pasado con altura de miras, sin complejos empequeñecedores, y desde el presente sumarnos a la modernización, abriéndonos al ancho mundo y aprovechando para ello nuestras ventajas comparativas, que son bastantes. Yo estoy orgulloso de ser venezolano, o lo que es lo mismo, de hablar español, de llevar en las alforjas el Siglo de Pericles, el Siglo de las Luces y lo más granado de Occidente, de comer tortillas, frijoles, arepas y saberme atravesado por lo indígena y a la vez lo universal. Yo, lo que soy yo, estoy contento por aquella raza cósmica, la de Vasconcelos, en que deliciosamente chapoteamos.

7/03/2016

El gramático

    Hay quienes pierden la capacidad de asombro, mala cosa. Si abres bien los ojos te sorprenderás  a cada paso, lo que es mucho decir en tiempos de desencanto, postmodernidad y demás palabrejas rimbombantes.
    Un profesor de la Facultad resulta vivo ejemplo de lo que digo. Es catedrático de Gramática Española, por lo que se pasa el día viviendo el lenguaje, según afirma, al punto de que su relación con nuestra parla llega a niveles inexplicables. Te darás cuenta en un momento. Mientras habla con alguien, el tipo mide a su interlocutor en estricto sentido académico, cosa aburrida hasta las narices, digo yo, pero que él goza como niño ante juguete nuevo. Si la gente no tiene puta idea de su pasmosa habilidad, peor para ella y mejor para él, porque el profesor vive el lenguaje, repito, y vivirlo implica degustarlo en mente, cuerpo y alma, lo que no es concha de ajo, como descubrirás en este instante.
    Si tú, que eres una mujer guapa, pongamos por caso, dialogas con él en un café, en el supermercado o en los pasillos de la universidad, el gramático hace de las suyas desnudándote sin pudor, es decir, te quita las ropas lingüísticamente, te desabotona la blusa desde un pluscuamperfecto, te desliza la falda a partir de una esdrújula sin tilde o te remueve el bikini porque dijiste precioso con ese. El profesor sufre lo que a su manera le ocurrió al bueno del Quijano: de tanto darle a lo que más le gustaba terminó víctima de su quehacer favorito. El Quijote, loco por donde lo mires; el catedrático, preso en un corsé gramatical que para qué te cuento.
    Llegó a construir una escala estructural en función de los errores ortográficos que pronuncias y el streep tease que te monta apenas comienzas a equivocarte. Escucha tus errores, los coge al vuelo mientras surfeas en vano oraciones y párrafos hasta que no tienes escapatoria: acabas en pelotas por acumulación de desaciertos. La oralidad hecha zona de caza, campo de batalla para atrapar meteduras de pata ortográficas. Menuda habilidad la de este personaje.
    Si se te escapa un te, de mandarina o yerbabuena, qué demonios importa eso, y lo sueltas así, libre de acento según manda la RAE, júralo que bajará el cierre de tu pantalón. Si el error es de mayor monta  -pides una sopa del dia seguida de pan cacero y vejetales mixtos con aseitunas negras-  vas a quedarte sin esa linda minifalda roja que llevas a juego con la cartera. Y si continúas dándole con las patas al idioma, pues terminarás en meros cueros.
    Una vez fui a su oficina a pedirle un libro que le había prestado y lo hallé embelesado. “Los senos de la morena que acababa de salir”, comentó, “es que no son para menos”. “Cómo te explico… esa mujer tiene las tetas inversamente proporcionales a haalcol, a bino tinto chileno, a dextresas inteleptuales para desembolberse en la vida”. No entendí un pepino, me encogí de hombros y salí.
    Pero hoy lo afirmo sin que me tiemble un pelo: el gramático terminó siendo maestro de la desnudez. Si otros lo han sido porque trabajaron como ángeles (ahí está  Goya y su divina Maja, ahí tienes a Herman Puig fotografiando cuerpos femeninos como Dios los trajo al mundo), el gramático se transformó en virtuoso de muslos perfectos al son del dequeísmo o curador de primera línea en el museo lingüístico del erotismo, todo gracias a la sinrazón morfosintáctica, ortográfica y demás especies de la desabrida academia en cualquiera de sus manifestaciones. Semejante profesor, que escucha como si nada aberraciones de la ortografía, logró levantar templos de sensualidad sustentados en María o en Laura y sus disparates idiomáticos. Quién lo hubiera dicho, se cuenta y no se cree. Es que te juro algo: yo jamás lo hubiera sospechado.