10/31/2016

No hacer el revocatorio

    El gobierno, a través de su brazo jurídico (el Tribunal Supremo de Justicia), cerró la válvula de escape a tensiones políticas de cada vez mayor calado. El desastre socioeconómico legado por Chávez y Maduro ha socavado las bases de la convivencia en paz y ha creado una situación desesperada que no deja hueso sano: todos sienten la trituradora haciendo de las suyas en eso que dieron en llamar calidad de vida.
    Maduro y sus secuaces, en alarde de jugarreta más cercana a la necedad que a movida inteligente,  suponen que no hacer el revocatorio es vía expedita para mantenerse en el poder. Creen que un leguleyismo impuesto gracias al chasquido de los dedos servirá de piso sólido a la hora de aferrarse con las uñas al sillón de Miraflores. Piensan que la vida política es directamente proporcional al veneno ideológico entremezclado con el alicate: arengas por aquí, el malo imperio por allá, y a la vez cerrar el puño de la represión donde vaya haciendo falta.
    Pobres seres. No hacer el revocatorio es continuar la abierta exposición del gobierno a la erosión desde todos los flancos, consecuencia obvia de la incapacidad, el abuso, la corrupción, el desfalco y el atentado criminal perpetrado contra la sociedad venezolana. Si el señor Maduro sufriera por un segundo el ataque de aunque fuese una dosis pediátrica de inteligencia, es decir, si alguna neurona descarriada y esquizofrénica llegara a convencer a su vecina de que hacer ciertas sinapsis redundaría en algo por fin bueno, el revocatorio quizás no fuese el coco que le desatornilla los esfínteres. Estoy seguro de que no hacer el revocatorio terminará por barrer al chavismo, incluido su desvencijado eco llamado madurismo.
    Y lo barrerá por simple causa de lógica elemental, no otra que el hartazgo de un país luego de casi dos décadas soportando  burlas y escupitajos. Repito: si Maduro amaneciera un día de éstos con el cerebro funcionando, entendería cómo nada, nada, nada y nada para únicamente sucumbir en la orilla. Su práctica, que es el hacer del gorila hojilla en mano, arrastrará al foso a su partido, porque la credibilidad, el respeto, la soberanía, la libertad o la independencia, con los que se llena la boca  -blablismo continuado a favor de pájaros preñados revoloteando aún en los sesenta-  son paja al cubo cuando sólo hay miseria y hambre alrededor. Monserga premiun para que los demagogos lleguen al éxtasis con ella.
    La historia no predetermina la acción de los hombres en las sociedades. Es al revés. Maduro, en su concepción chata de la vida y del poder, cree tener a Dios agarrado por las barbas. Jura que éste bajará en cualquier ratico, le dará una palmadita en las espaldas y lo convidará a tomar cervezas en la esquina. Nicolás tiene la certeza de que su comandante eterno, o  como diablos lo llamen, y en consecuencia él gracias a asuntos de herencia y demás hierbas parecidas, son los ungidos por la historia, por el destino, por la patria y por otras babosadas similares, de modo que su rol anda más que definido: construir el hombre nuevo, salvar la humanidad, reinventar el socialismo. Como se cree único y predestinado, ¿para qué perder el tiempo en  elecciones o revocatorios? ¿No son acaso éstos burgueses entramados para manipular a los pueblos?, es mejor mandarlos a la porra y hacerle un gran favor a Venezuela, que mañana, al alcanzar la lucidez que hoy no posee, agradecerá su mandato.
    No hacer el revocatorio, en fin, es la llegada al llegadero para el régimen, impronta que marcará el fin de un tiempo ojalá irrepetible para un país que jamás imaginó tanta ruindad. Los pueblos sí se equivocan y sí se merecen los gobiernos que tienen, cosa que los lleva a sufrir las consecuencias y quizás a aprender de ellas. Aprender de ellas, hay que subrayarlo. Amanecerá y veremos.

10/20/2016

Buenas lecturas

    Yo soy un despistado y mi amigo Pedro Suárez un centrado. Siempre he creído que a los centrados hay que llevarles la contraria, no vaya a ser que termine uno enloquecido por razones de orden y concierto, de organización y método, lo cual tiene poco que ver conmigo.
    El buen Pedro lleva meses recomendándome leer a Juan Tallón. Juan Tallón es un escritor español, dice, de ésos que llevan pegamento en las letras. Cuando despachas sus primeras líneas ya no hay forma de dejarlas porque terminas enganchado. Pues bien, luego de darle largas al asunto, una tarde tecleé el nombre del recomendado en el sabelotodo Google. Click, y de seguidas “Descartemos el revólver”, que es el blog personal del escritor digno del equilibrado Suárez.
    Yo no sé ustedes, pero mi tiempo es mío y de nadie más, es decir, mi tiempo libre por supuesto, y procuro ahorrarlo, mimarlo, disfrutarlo hasta más no poder, de modo que en cuestiones de literatura me gusta que pongan la bala donde ponen el ojo. Y me gusta además, como diría El Chavo, que le pierdan el respeto a las palabras sin perdérselo un ápice. Sin querer queriendo, para ser más preciso. Hay escritores de escritores, pero escritores en la línea de Guillermo Tell, cuya flecha da en el mero centro de cualquier manzana así ésta cuelgue de una rama o repose sobre una cabeza, la verdad es que hay bien pocos.
    Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Alfredo Bryce Echenique, Héctor Abad Faciolince, Arturo Pérez Reverte, Juan José Millás, Rosa Montero, Paul Auster, Arturo Úslar Pietri, Ibsen Martínez, son ejemplos de francotiradores al mejor estilo de un John Wayne, gente marcada por la tinta indeleble de esa pluma capaz de arrastrarte río abajo hasta sumergirte sin remedio. En literatura, como en cualquier oficio, al descubrir que el gato hace de las suyas en lugar de la liebre, se acaba de inmediato la función, y siempre es mejor que la función no pare, claro. Es que hacen falta  prestidigitadores.
    Leí a Juan Tallón por obra y gracia de mi hermano Pedro Suárez y debo reconocer aquí, en público, al desnudo, que ha sido una apuesta excelente. En asuntos de libros y otras monsergas afines  mi amigo es un sabueso con personalidad definida, próximo a las artes de un grande en sus quehaceres: el puntillizo Sherlock Holmes. Suárez, que ha tenido una experiencia para nada desdeñable en la actividad editorial, sabe cómo se cuecen las cebollas. Soy un despistado, he dicho antes, y un provocador, y le llevo la contraria todas las veces que pueda para rajonearlo y para gozar así del sabroso permofance del esgrimista en plena acción. Qué bueno es oírlo decir, por ejemplo, “mira el cielo azul de esta mañana” y entonces responder, hojilla en mano, “sí, el cielo encapotado resulta una maravilla a estas horas”. Joder por joder, Manolo, como diría el gallego aquél.
    Pues hoy le doy completamente la razón. Hice click click, le entré de bruces a las historias del Tallón, y aquí estoy, contándoles al punto la movida. Gracias, don Pedro, por los favores recibidos.

10/16/2016

Cuestión de feeling

    Ahora, mientras viajo, compruebo una vez más que los libros son como las personas, es decir, bichos cargados de manías, gestos, costumbres y demás aditamentos de su particular idiosincrasia.
    Ayer, mientras caminaba por una callejuela sembrada de flores y cafés, noté un puesto de libros usados. Me acerqué a olisquear, por supuesto, y contemplé con asombro cómo la Rayuela de Cortázar estaba ahí, en idéntica edición a la que reposa sobre el segundo estante justo frente a mi silla de trabajo, en Venezuela, pero sin el menor vínculo con ella. Para empezar, la Rayuela que he trajinado en casa suele guiñarme un ojo cada vez que paso cerca de ella por mi biblioteca, cosa que dejó impasible a este otro tomazo, imperturbable mientras anduve entre anaqueles y charlaba  con el dependiente.
    Si Freud hubiese ocupado mejor sus días psicoanalizando textos en vez de gente, la verdad es que ahora otro sería el cuento. Entenderíamos mejor la esquizofrenia que puebla el conglomerado lingüístico hecho literatura. Pero qué va, hoy en día bien pueden existir manicomios donde encerrar volúmenes completos, centros de rehabilitación hemerográficos, divanes especiales para ediciones acomplejadas y en fin, añade tú cuanta categoría te plazca al paradigma de esas mentes laberínticas que son los libros de cualquier pelaje.
    Tengo un ejemplar del Robinson Crusoe que se las trae. Cada vez que lo abro con intención de releerlo no paso de la página veintinueve, en esencia porque tiene un tic que no he encontrado en ningún otro habitante de mi estantería. Fue un regalo de mi madre, el primero que atesoré en la infancia, de modo que ya en el folio veintitrés, y con alarmante acento en el veintiséis, despierta en mí al Edipo que superé décadas atrás. Quién sabrá por qué razón llega siempre con esa jugada. Lo he encontrado en distintas geografías y latitudes, lo he visto en olorosas ediciones nuevas y en ancestrales librerías de viejo,  al punto de que me he puesto ahí a leerlo, de pie, a escondidas de los dueños, con el corazón transformado en nudo sinónimo de asfixia, y nada, entonces todo fluye, las páginas consisten en llanuras apacibles que pueden cabalgarse con la vista, lo cual comprueba que mi Robinson no guarda relación con estos fantasmas de sí mismo. Es que los libros también son un piélago de contradicciones.
    Por si fuera poco, la otra vez quise desmigajarme en brazos de “La noche boca arriba”, del buen Julio. El cuento, que ocupa su lugar justo al lado de una pila dedicada a Vargas Llosa, puedo alcanzarlo de un sencillo manotazo mientras leo apoltronado en el estudio de mi casa. Pero qué cosas, en estos días un francés entrado años, de pañuelo alrededor del cuello, de bastón con mango hecho de plata y de pipa entre los labios,  uno de esos dandis hoy casi extinguidos, tuvo la amabilidad de prestarme su ejemplar luego de escuchar  cuánto me apetecía releer por estos días esa pequeña obra maestra. Ve tú a saber por qué misterios de la vida el Cortázar que entre líneas suele darme palmaditas en el hombro cuando lo hallo en mi rústica edición de los sesenta y convidarme de seguidas a un gin-tonic, termina por sacarme la lengua y hacerme trompetillas en la aséptica versión de este tomito en tapa dura. Imposible apelar a la razón para explicarlo, pero la verdad sea dicha: cerré el fajo de cuartillas, despaché con prisa un vaso de agua y corrí casi aterrado a devolverlo.
    La locura de un libro hace juego con los desequilibrios del lector, eso lo sé, y sin embargo existe en todo ello un ámbito inquietante, una mancha oculta que sube a la superficie cuando menos te lo esperas.
    Quiero por fin llegar a casa, culminar el viaje, respirar tranquilo entre silencios cómplices hechos de letras, páginas blanquísimas o amarillentas  e historias sazonadas con el no sé qué que otorgan, digo yo, las polillas de mi biblioteca. Cuestión de feeling, eso es.