3/23/2013

No comprendo


    Hay gente que vive en su mundo y todos bien. Conozco individuos cuyo día a día es un hueco lleno de aire, insignificante, y mientras ni se entienden ni nadie los comprende calzan puntos para llegar lejos con el flux de moda y la corbata a cuadros.
    Los políticos, pongo por caso. ¿Conoce usted gremio tan falto de significado? ¿Quién sospecha lo que encierran sus entrañas? Yo pretendo escribir más de la cuenta, deseo a veces inventar algún cuento medio interesante o sacarme de la manga cierto artículo poco convencional, y de inmediato caigo en el fracaso, nadie me publica. Escribo un verso con mucho potencial, “upsti corazón preato conti piernas labiocrom”, por ejemplo, y al instante aparecen problemas con la editorial. Un político dice cosas pero no dice nada, mueve la boca, lanza chillidos, ¿qué significan? Sin embargo  ganan elecciones, triunfan de lo lindo, le hacen cosquillas a eso que se llama éxito. Es que somos raros.
    -Upsti corazón preato conti piernas labiocrom. ¿Qué diablos es esto?
    - Un verso, un poema
    - Felicidades, pero en la revista no saldrá
    -¿Por qué no?
    -Porque no significa nada
    -¿No significa nada?
    -Pues no
    -Pues sí
    -A ver, ¿qué significa?
    -Eso, upsti corazón preato conti piernas labiocrom
    -¡Vete a la mierda!
    Ni qué decir de un escultor. Hacen cualquier cosa, un garabato sin imaginación, una bagatela con los materiales, y mientras el significado rueda por las alcantarillas más y más atención acaparan. Fin de mundo. A los pintores ni vale la pena mencionarlos, hay óleos que significan mucho menos que mi poema y véalos, se escriben tomos para explicar sus obras. Pero lo verdaderamente impresionante yace en la mirada, en los ojos combinados con el ceño algo fruncido. Toda una técnica, vea usted. Hay gente que se ubica en un café, en el púlpito del templo o ante un escritorio cualquiera y sienta cátedra. El vacío, el gesto insondable, una mirada filosófica, y jure que llegó el artista, preparen los sahumerios.
    Somos de lo más extraños pero yo sigo en mis trece. Aprendí a ser testarudo en la niñez. Upsti corazón preato conti piernas labiocrom. A mucha honra.

3/14/2013

Nalúa Silva Monterrey: una tejedora de la paz (conversación con Roger Vilain)

Dra. Nalúa Silva, Luis D'aubaterre, Diego Rojas, Carlos Espinosa y Roger Vilain. II Foro Ecos-Nord (Francia-Venezuela).


Nalúa Silva Monterrey (Caracas, 1962), Doctora en Antropología Social y Etnología por la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, profesora en la Universidad Nacional Experimental de Guayana, ha desarrollado, durante muchos años, un trabajo estrechamente vinculado con los indígenas de la región. Cofundadora del Centro de Investigaciones Antropológicas de la misma Universidad y con más de cuarenta publicaciones científicas en su haber, coordinó técnicamente el proyecto de demarcación de tierras para el territorio ye’kwana y es una apasionada luchadora por los derechos de los pueblos indígenas, así como por la conservación de la cuenca del río Caura.

Entrevista para el libro "Gente que hace escuela" (Caracas: Banesco, 2012).

Roger Vilain:  Hablemos un poco de su infancia, de su niñez. ¿Qué puede recordar al respecto? ¿Cómo evocaría esos años?
Nalúa Silva Monterrey: Mi madre es Virginia Monterrey López. De origen nicaragüense, vino muy niña a Venezuela, y mi papá es René Silva Idrogo, médico, guayanés, aunque nacido en Caracas. Mamá vino a vivir a Venezuela con una tía que estaba en Guasipati y se crió prácticamente aquí. Estudió enfermería y conoció a papá quien, aun cuando nació en Caracas, su familia es de Ciudad Bolívar. Ahí se conocieron.
RV: ¿Nació en Ciudad Bolívar?
NSM: Mi madre me echó a perder el gentilicio porque decidió ir a parir a Caracas, de modo que nací en Caracas el 18 de febrero de 1962. A los pocos meses mis padres regresaron a Ciudad Bolívar. Tengo dos hermanos del matrimonio de mis padres, y en realidad somos trece por parte de papá, que se casó siete veces. Él era un médico gineco-obstreta con una actividad profesional muy destacada, y también como político y como escritor. Escribió varias novelas, ensayos, y cultivó asimismo la poesía, aunque consideraba que era un género muy difícil.
Estudié en el Colegio Nuestra Señora de las Nieves toda primaria y secundaria, institución regida por las hermanas dominicas.
RV: ¿El quehacer intelectual de su padre influyó en usted de alguna manera?
NSM: Somos producto de la educación que recibimos. Pero la influencia no solamente vino de él. Mamá era una gran lectora. Mi abuela materna era una señora cuyo pasatiempo era leer. Entonces, durante mi infancia tuve alrededor gente leyendo. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía cuatro años, y aproximadamente a mis tres, recuerdo que antes de irse al trabajo, todas las tardes, papá me leía Platero y yo. Terminaba de dormir la siesta en su chinchorro y antes de irse a su consulta me daba un poquito de café en el plato y desde el chinchorro se ponía a leerme.
Luego, mis tías también nos compraban libros. Recuerdo una colección llamada Ariel Juvenil y mis hermanos y yo leíamos ahí los grandes clásicos de la literatura universal. Cuando empiezo a leer todo eso, cuando terminé de leer la Iliada, por ejemplo, me interesó saber si era verdad o no que existía Troya. Me puse a indagar en las enciclopedias y descubrí que Schliemann, el descubridor de Troya, era un arqueólogo. Fui interesándome entonces por la arqueología. Tenía, además, una preocupación que chocaba siempre con la cuestión religiosa: de dónde viene el hombre. Recuerdo que en cuarto grado le preguntaba a las monjas que dónde entraban Adán y Eva en relación con los hombres de las cavernas, que qué pasaba allí. Era una preocupación de niña. Yo soy una persona de convicciones religiosas firmes, soy católica practicante, creo en Dios, pero también creo en la evolución del hombre. Me intrigaba, ya de muchachita, cómo se podía compaginar la evolución humana con lo religioso.
RV: ¿Qué respondían ellas?
NSM: Cuando estés más grande lo vas a entender. Pero ocurría que nunca lo entendía porque pasaban los años y no había respuesta para esa inquietud. Después, a punto ya de culminar el bachillerato, le dije a mi padre que iba estudiar arqueología, pero él no estuvo de acuerdo: pensaba que me moriría de hambre. Me dijo: yo quiero que explores arquitectura. Es una carrera muy linda para alguien creativo, inteligente, tú sabes…
RV: ¿Nunca le pasó por la cabeza esa idea, la de estudiar arquitectura?
NSM: Nunca. Pero sucede otra cosa. Como mis padres estaban divorciados, nosotros pasábamos las vacaciones con papá y a menudo íbamos al campo, y ahí estábamos en contacto con los animales, con la naturaleza. Mi padre tenía un  fundo. Íbamos los fines de semana. Dormíamos en chinchorros, cazábamos. Nos relacionamos con gente de campo, aprendimos a vivir en esas condiciones. Para mí eso ha sido una influencia fundamental. Ese tipo de vivencias te va creando un perfil de personalidad. Todo esto con la alegría de un ambiente de camaradería, de juego, de vacaciones.
RV: Volviendo otra vez a la idea de su padre de que estudiara arquitectura, ¿qué ocurrió entonces?
NSM: Yo quería estudiar arqueología. Mi padre accedió, me mandó a Inglaterra, primero a estudiar inglés para luego entrar a la universidad.
RV: Se fue con la idea de estudiar inglés y luego arqueología. ¿Qué pasó luego del primer año allá?
NSM: Veo que el pensum que tenían para arqueología estaba netamente enfocado hacia las islas británicas. ¿Y qué iba a hacer con especializarme en eso, si yo pretendía regresar a trabajar a Venezuela? Entonces cuando termino mi curso de inglés en la Universidad de Cambridge, no continué arqueología, regresé. Entré entonces a estudiar arquitectura en la Universidad Central de Venezuela, como quería papá.  Terminé el primer año pero no estaba a gusto, no me sentía bien. Y me vine otra vez para Ciudad Bolívar. Quise estudiar antropología, porque la arqueología es una especialidad de la antropología, pero cambiarse de una carrera a otra era muy complicado. ¿Dónde estudiar antropología finalmente? Le escribí a las embajadas y algunas me respondieron enviándome las direcciones de las universidades en las que podría hacerlo, y les escribí  también.  Me contestaron de México, de la Escuela Nacional de Antropología e Historia.
RV: ¿Cuál fue su primer título en el área de la antropología?
NSM: Licenciada en Antropología Física.
RV: ¿Cómo se fue perfilando su interés, su vocación por los estudios antropológicos?
NSM: Por la preocupación sobre el origen del hombre. Hay una preocupación religiosa fundamental aquí, de dónde venimos, por qué somos lo que somos. Son preguntas que me hacía desde la infancia.
RV: No le convencía la explicación creacionista.
NSM: Yo no cuestionaba el asunto religioso, como no lo cuestiono hoy. La fe es fe. Cuando entro a la Escuela de Antropología digo: esto es lo que yo quiero. En antropología física podía ir a excavaciones, trabajar con los arqueólogos, y al mismo tiempo satisfacer mis intereses de acercarme al origen del hombre y a la evolución humana, que para mí hasta el día de hoy es algo que me fascina. Ahí, en México, viví cinco años.
RV: Usted ha hablado de su familia, de su madre, de su padre, de su abuela, sus tías, y se ha referido a ellos como la primera influencia a propósito de su vocación. Es una influencia puntual, concreta. Ahora bien, desde el punto de vista de su quehacer profesional, ¿quiénes la estimularon intelectualmente? ¿Qué experiencias al respecto la marcaron en profundidad?
NSM: En México las personas que estaban a mi alrededor eran gente excelente. Recuerdo al profesor de Antropología Física General, José Luis Fernández, un apasionado de la evolución humana. Nos estimuló muchísimo, nos puso a leer, a pensar. Recuerdo al profesor que nos enseñó a manejar huesos, huesos humanos, el doctor Carlos Serrano. Nos llevaba a las excavaciones. Con él pude excavar, por ejemplo, detrás de la Pirámide del Sol, en Teotihuacan. Recuerdo a Eyra Cárdenas, mi directora de tesis de licenciatura, muy preocupada por la genética. También recuerdo a un lingüista, Otto Schumann, quien fue el primero en darme a leer una etnografía completa, para que entendiera cómo viven los pueblos indígenas. Luego, cuando regreso a Venezuela, la principal influencia que tengo es la de Alexander Mansutti, quien después sería mi esposo.
Una experiencia que me marcó para toda la vida fue la del terremoto de México, el del ochenta y cinco. Yo lo viví. Vi lo bueno y lo malo de la gente ante una tragedia. Gente que es capaz de darlo todo por ayudar a los demás, y gente que es vil. Vi gente  totalmente perdida frente a un edifico en el que había muerto toda su familia. Fue una de las experiencias más impactantes de mi vida, y no me vine a Venezuela después del terremoto, yo me quedé ahí, porque dije: aquí es donde en este momento soy necesaria. (En este punto sus ojos se humedecen, su voz se quiebra por momentos).
RV: Una vez que regresa a Venezuela y se instala otra vez en Ciudad Bolívar, ya como antropóloga, ¿qué hace? ¿Cuáles son sus primeros trabajos?
NSM: Regresé a Venezuela aunque me habían ofrecido trabajo en México porque con la tesis de grado obtuvimos, mi compañera de tesis y yo, el “Premio Nacional de Investigación en Antropología Física Juan Comas”.  Al llegar empecé a trabajar en el Instituto Nacional de Deportes estudiando las características antropofísicas de los deportistas.
RV: ¿Qué otras labores desarrolló?
NSM: Empecé a trabajar en el Museo de Etnología (luego le cambiamos el nombre: Museo Etnográfico de Guayana). Me entregaron una colección de cestas indígenas, me pidieron que hiciera un museo con eso.  Tuve entonces que ordenar, previo entrenamiento para ello,  todas esas cestas, clasificarlas, estudiarlas.
RV: Prácticamente, entonces, fue la fundadora del Museo Etnográfico de Guayana.
NSM: Claro, sí, porque me entregaron las piezas y me tocó moldear todo aquello. Comencé a desarrollar las salas, no había dinero para nada. Freddy Carreño, quien dirigía el Museo de Arte Moderno Jesús Soto, hizo el diseño museográfico completo. Cuando empiezan las actividades, y cuando empiezo a trabajar los materiales con que cuenta el Museo, me di cuenta de que necesitaba más información y comienzo entonces a vincularme con los indígenas. Ellos permanentemente me piden cosas, colaboración, asesorías diversas. En ese momento había una gran efervescencia en el mundo indígena porque se preparaba la constitución de una organización nacional indígena, que era el Consejo Nacional Indio de Venezuela (CONIVE). Hasta ese momento sólo existían organizaciones indígenas separadas, y las ideas de una serie de líderes indígenas como Iris Aray o Noelí Pocaterra. Todos querían fundar una organización nacional. Me fui vinculando cada vez más con ellos hasta que un día vino René Ye’kwana, indígena también, me vio trabajando con la cestería y me dijo: a ti hay que enseñarte cómo funciona todo eso. Los ye’kwanas son un grupo con gran orgullo étnico, de su identidad, y entonces si vas a hablar de ellos, tienes que hacerlo correctamente. Tienes que aprender de su mundo, de su concepción de la vida, de su cosmovisión.  También me dice: vamos a llevarte al Caura. La cuenca del Caura es uno de los lugares de población ye’kwana más importantes. Tenía veinticuatro, veinticinco años, y acepté su ofrecimiento.
RV: Pudo realizar ese viaje, a la cuenca del Caura…
NSM: Sí, y con el tiempo se fueron estableciendo otros vínculos. Yo empecé realmente a trabajar para ellos, porque me encomendaban diversas tareas. Los he representado ante muchas instancias, nacional e internacionalmente. Por ejemplo, el Consejo Nacional Indio me pidió representarlos ante las Naciones Unidas, en el International Forest Forum. Las Naciones Unidas determinarían ahí qué políticas adoptar mundialmente en función de los bosques tropicales, y esto naturalmente los involucraba. La idea era respetar y defender los derechos de los pueblos indígenas y los bosques. En la Constituyente, por ejemplo, asesoré en materia de territorios indígenas, junto con Alexander Mansutti, quien llevó la mayor parte del peso en ese proceso. Y luego, los indígenas me piden que redacte un borrador para la Ley de Demarcación y Garantía de Hábitat. Lo hice. También me pidieron, la gente del Caura y las comunidades kari’ña del estado Anzoátegui, que los ayudara a montar el expediente para solicitar el reconocimiento de sus derechos territoriales. Fueron los primeros que se introdujeron en su momento. Inventamos una metodología particular de trabajo para cada uno de los casos que se estaban presentando, de modo que las mismas comunidades levantaran la información requerida a escala nacional. Bueno, he podido estar asimismo con los kari’ña, los hoti, y esas experiencias fueron nutriendo mi trabajo en el Museo, pues comienzo a hacer toda una red de relaciones en el país, tanto con otros antropólogos como con otras etnias indígenas.
RV: Aparte de la realización de su trabajo como antropóloga, supongo que la relación con los indígenas, sobre todo con la etnia ye’kwana, derivó en una relación fuertemente afectiva.
NSM: Por supuesto. René Ye’kwana era como mi hermano, él me llevó al Caura, trabajamos mucho juntos. De hecho, me integran en su sistema de parentesco, René me llama hermana menor. Entendí su sensibilidad, sé de sus esperanzas, de sus necesidades más importantes: la tierra, la salud y la educación.
RV: ¿Y su vida profesional, académica, continuó creciendo  en el ámbito universitario?
NSM: Tenía que seguir formándome. Siempre soñé con estudiar antropología en Francia, porque la antropología moderna en realidad se formaliza en Francia. En México estudié francés, y bueno, me fui a Francia a estudiar antropología social y etnología.
RV: ¿Cómo fue entonces esa ida a Francia, la experiencia académica allá, y el regreso nuevamente a Venezuela?
NSM: Conocí a Alexander Mansutti. Nos hicimos amigos, yo estaba haciendo mis trámites para irme a Europa. Llegamos a establecer otro tipo de relación, una relación afectiva, y empezamos a hacer planes juntos como pareja. Nos fuimos. Trabajé con Philippe Descola, quien fue mi director de tesis doctoral en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Allí daban clases Dumont, Godelier, Meillassoux, ellos fueron, entre otros, mis profesores. Iba a la biblioteca del College de France y en ocasiones venía Lévi Strauss, se sentaba, trabajaba, y yo casi moría de la emoción viéndolo sentado al lado mío en aquel lugar. He tenido el privilegio de estar con gente extraordinaria. Por eso soy muy quisquillosa con la excelencia. Yo digo que uno tiene que tratar siempre de ser excelente en lo que hace.
Bueno, estuve en Francia tres años, luego regreso a Venezuela, a Ciudad Bolívar. El Museo había sido cerrado, y entonces entré a la Universidad Nacional Experimental de Guayana y formé parte en 1997 de los fundadores, junto con Alexander Mansutti y Luis D’Aubeterre, del Centro de Investigaciones Antropológicas de la misma institución. La vinculación con los movimientos indígenas continuó, pues en realidad siempre se había mantenido. En un momento determinado me piden que sirva de traductora en un encuentro de los kariñas de las Guayanas. Guayana Inglesa, Francesa, Surinam, Brasil y Venezuela. Ya en el encuentro, obtuve la dirección de un investigador inglés, Marcus Colchester, a quien escribí,  comentándole que el territorio del Caura estaba en peligro de ser inundado porque se pretendía un trasvase del río Caura al Paragua debido a la construcción de una presa. Colchester había trabajado con los Sanema, ante problemas muy parecidos, y creamos un equipo para evitar la inundación del Caura. Iniciamos entonces un proyecto de demarcación de tierras para el territorio ye’kwana, de manera de crear las condiciones para que en un futuro los indígenas pudieran obtener el reconocimiento de sus tierras y, en consecuencia, seguridad jurídica. Eran 4,5 millones de hectáreas, equivalentes al 5% del territorio nacional. Lo llevamos adelante y logramos levantar el mapa. Luego, conjuntamente con la Universidad de Los Andes, logramos que este mapa se registrara como propiedad intelectual de los ye’kwana y sanema de Venezuela. Asimismo, en un trabajo pionero, aquí en la Universidad de Guayana, con los colegas del Centro de Investigaciones Ecológicas, con Judith Rosales, quien estaba empeñada en eso, con Hernán Castellanos,  Elio Sanoja, Nay Valero, Lionel Hernández,  tratamos de que el conocimiento científico fuese llegando a las comunidades indígenas, y para ello hicimos un  trabajo, y lo publicamos, relativo a la adaptación de textos científicos al idioma ye’kwana. Con el Centro de Investigaciones Ecológicas de la Universidad de Guayana hemos formado un equipo sumamente productivo en relación con la conservación de la cuenca del Caura y la lucha por los derechos de los pueblos indígenas, en alianza con las comunidades protagonistas. He aprendido muchísimo de mis colegas de la universidad, su influencia ha sido determinante, por su formación y vocación de trabajo. Además de mis compañeros del Centro de Investigaciones Ecológicas de Guayana, he aprendido de Sergio Milano, Ana Jorge, Luis Guzmán, Carlos Maytin, Glenda Rodríguez. Hay que decir que la Universidad de Guayana ha sido la que ha  dado la cara y ha mantenido una posición muy respetuosa y comprometida, de desarrollo sostenible, con las comunidades indígenas.
RV: Paralelamente a lo anterior, hace usted vida ciudadana organizada. Háblenos un poco al respecto.
NSM: Estoy vinculada a movimientos ecológicos, a ONG’s,  tenemos una organización llamada “Ciudadanos de Angostura”. Allí discutimos acerca de los problemas de la ciudad y presentamos proyectos en atención a cómo deseamos que sea ésta, cómo la imaginamos, cómo la soñamos, cómo la pensamos. Cada vez que notamos un problema, lo discutimos y presentamos posibles vías de solución. Somos muy activos en  ese sentido, sin ser denunciantes de oficio sino tratando siempre de aportar soluciones.
RV: Volviendo a su actividad profesional,  ¿con cuáles ONG’s ha trabajado en relación con el tema indígena?
NSM: Con la Forest  Peoples Programme, por ejemplo, con sede en Inglaterra, muy activa en  lugares en los que hay poblaciones indígenas que habitan en la selva. Me pidieron que formara parte de su directorio. Pude conocer qué ocurría en África, en Finlandia, en Rusia… en los pueblos indígenas que viven en zonas selváticas. Pudimos ayudar a muchas etnias, sin importar dónde estuvieran. Esa experiencia cambió mi visión del mundo. Marcus Colchester, fundador del Forest Peoples Programme, junto con la gente que te mencioné anteriormente (Alexander Mansutti, Descola, Godelier, mis profesores mexicanos y tantos otros) me marcaron profundamente.
RV: ¿Qué otros proyectos la ocupan actualmente?
NSM: Sin desvincularme jamás de mi trabajo en el Caura, que es un proyecto de vida,  desarrollamos ahora uno sobre el patrimonio cultural del estado Bolívar, para inventariarlo, y en ese marco me he interesado por la tradición oral, que es un área poco investigada  aquí. Otro proyecto es uno relativo a la soberanía y territorialidad. Otro, aún no formalizado, es el de la diversidad cultural: cómo se dan los procesos de generación de diversidad cultural y de identidad. Y otro que pretendo realizar alguna vez es una investigación sobre la percepción indígena del entorno.
RV: Frente a una frase como “gente que ha sido escuela”, ¿se siente aludida?
NSM: Esa frase está en participio pasado. Creo que todavía soy una investigadora activa que está trabajando, produciendo y que sigue haciendo cosas. ¿Soy escuela? Uno influye en su entorno, trata de apoyar a la gente y enseñar, en la medida de lo posible, lo que sabe. Que alguien sea “escuela” implica que genera una manera de ver el mundo, de pensar. Ciertamente, el trabajo que venimos desarrollando en el Centro de Investigaciones Antropológicas de la Universidad de Guayana es uno que ha orientado la actividad de otras personas. Entre todos hemos generado una visión compartida de lo  que son los indígenas, del desarrollo sostenible y eso de algún modo se convierte en una línea de pensamiento.
RV: ¿Qué la mueve a continuar trabajando en función de las causas que le son fundamentales?
NSM: Hay un compromiso con el presente, con el futuro, con la gente que está por venir, para que encuentren un mundo mejor, si es posible, del que tenemos ahora. Eso nos obliga a actuar en consecuencia.
RV: ¿Qué momento específico siente que vive hoy? ¿Es hora de balances o de continuidad?
NSM: Simplemente estoy trabajando activamente. Tengo muchas metas que quiero alcanzar y creo que vivo un momento de continuidad. No obstante, siempre, cuando terminamos un trabajo, se hace un balance para evaluar lo realizado. Aunque, repito, éste es un momento de continuidad para mí, creo que también hago balances, pero no como el fin de un camino sino para ver dónde estoy.
RV: Si le dieran a escoger una imagen para Venezuela, ¿cuál elegiría?
NSM: Un atardecer en el puente Angostura.
RV: ¿Una imagen, frase o recuerdo para definir su vida?
NSM: Una colega del IVIC me dijo que yo era una “tejedora de la paz”. 


3/13/2013

Oficios de la memoria


    Recordar es a veces una experiencia que puede sorprender. Estoy sentado en el café de siempre, con el libro a punto, el agua mineral, el tabaco enredado entre los dedos. Entonces, no sé por qué razón, me viene a la cabeza una imagen casi en blanco y negro: ella me encanta, me sorprende cada día. Soy un imberbe de apenas nueve años con la certeza de que esa niña, ubicada unos pupitres más allá, es el amor de mis amores.
    Me lleno de valor y una tarde calurosa, plena de sol en el patio del colegio, confieso la maraña de emociones que traspasa lo que soy con sólo imaginarla. Se lo digo con todas sus letras: “estoy enamorado de ti”. Entonces el golpe en la mandíbula. Lo que viene de inmediato es el desprecio que me obsequia con la sencillez de una sonrisa helada, que es casi una mueca, y la fiereza de un desplante, que es dar la media vuelta e irse. Recordar, digo, es una experiencia que hoy por hoy llega aumentada, impresionante, debido a que el presente hace quizás de lupa, de lente capaz de deformarla. La sonrisa de cuchillo, el hecho de encoger los hombros y continuar  su camino aparece en mi memoria como el horror de todos los horrores, como el dolor más hondo atravesando el cuerpo del joven que fui en aquellos tiempos.
    Pasan unos años. Estoy en mi habitación y acabo de ducharme. Frente al espejo invierto el tiempo necesario: lucho con el peine hasta que cada hebra parece ocupar el sitio que elijo para ella. Poco después la penumbra del cine se presta para la aventura furtiva del amor. Tomo su mano, la chica que yace a mi lado no es mi novia pero ardo en deseos porque alguna vez lo sea. Se llama Alejandra o Carolina, llevo par de meses transitando por la calle de la amargura en brazos del  enamoramiento y justo ahora, sin percatarme de cómo llego al cielo o de qué ruta he tomado para agarrarlo por asalto nos besamos. Estamos comiéndonos a besos en la sala oscura de un cine de pueblo sin importar la pantalla ni la gente alrededor ni el mundo en que vivimos. Por primera vez siento en mi boca una lengua que no es la mía, que entra y sale como pez y se pasea a sus anchas procurando cosquillas, sensaciones, adrenalina a chorros. Siento su saliva, su respiración, siento sus dientes mordiendo mis labios con sapiencia, poco a poco. Fui feliz como ninguno. El recuerdo cobra rostro de faena mil veces esperada, ansiada, compartida. Jamás antes siquiera había soñado con alegría parecida. Dos horas de besos sin descanso, dos horas respirando a medias, entregado al hecho de vivir por fin la vida de otros que besaban así sólo en películas. Ella, absoluta responsable de que por semanas el insomnio hiciera estragos en mis noches, de pronto estaba ahí, era real, de carne y huesos, y yo permanecía a su lado nada menos que entregado a la más apetitosa, a la más dulce tarea que pudiera imaginar en esos días.
    Jugamos al béisbol, viernes por la tarde. Mi turno al bate, tres strikes, se acabó. Ni siquiera alcancé a ver los lanzamientos. Debió ocurrir en el ochenta y uno o el ochenta y dos, cuando el béisbol, y asimismo el fútbol, formaban parte inseparable de la vida cotidiana. ¡Mariquita! Al poncharme escucho el dardo claramente dirigido a mí. ¡Mariquita, tres strikes, mariquita! Sentí el incendio, las llamas subiendo desde el pecho a la cabeza. Giré, corrí loco de rabia, llegué a tercera base donde me esperaba una mole, ancha, pesada, gigantesca, repitiendo varias veces la misma palabreja. El recuerdo llega otra vez cargado de sorpresa, transmutado, con la impresión de que llevaba a cabo una hazaña irrepetible. Me había atrevido, estaba desafiando a un ser más que temido por cuanto adolescente tuviera dos dedos frente. Cada embestida fue como un martillazo, cada voltereta por los aires como un suplicio parecido al de Jesús cuando aquellos matones lo golpeaban en esas películas que nos ponían las monjas acerca de ese hombre melenudo y tan extravagante. Llega el recuerdo en imágenes saturadas de heroísmo (me habían apaleado pero era un héroe, era mi propio héroe). Tenía magulladuras hasta en las uñas y qué diablos, qué importaba a esas alturas.
    Recordar sorprende a veces. No somos los mismos, claro, pero la historia de lo que has construido tiende a asomarse por ciertos ventanales y hacerte cosquillas en los pies. Ahí en el fondo hay literatura de la buena, hay capítulos que te encargas de conectar con otros, y con otros, en el intento de otorgarle pie y cabeza a lo que van siendo los años, el tiempo, la línea que sale del ahora perdiéndose en el punto de fuga del pasado.
    La gramática de los recuerdos guarda el hecho ventajoso de que puedes editar algunas cosas, de modo que sentado en el café fumas, coges un sorbo de la taza, te metes por completo en la memoria, en aguas que te parecen tuyas, plenamente conocidas. Entonces te vas explicando, reconoces esa sombra que rebota en el espejo, sabes que el libro que has vivido sorprende a cada paso y terminas diciendo qué coño, así andamos todos, así nos echamos de cabeza al lago pantanoso de lo que inventamos porque toda vida es realidad y es fantasía, es ficción al más puro estilo novelesco. Y qué maravilla que así sea.

3/08/2013

Aspirinas


    El otro día soñé que tomaba una aspirina y entonces ella limpiaba mi memoria. Desperté emocionado, fui a la cocina por un vaso de agua y la pastilla.
    Al amanecer ocurrió algo extraordinario. Salí como de costumbre a trabajar y cuando me vi frente a la puerta, introduje la llave y empujé, caí de bruces en el campo de béisbol que solía frecuentar con otros amiguetes para armar juegos, correrías y broncas hasta que casi anocheciera. Olvidé, claro, que estaba en la oficina: recordé una tarde hacía ya treinta y tres años.
    Continué con la aspirina en las mañanas. Entonces borré de un plumazo los rostros de mis acreedores. Cuando alguno andaba junto a mí sus perfiles, contornos y relieves eran los de una novia de la adolescencia o los de ciertos familiares llenos de buenas intenciones. Sumo y sigo: cada vez que cojo el carro para llevar a los niños al colegio termino por mandar al diablo esto que soy. De inmediato me transformo en amiguito de seis años con morral sobre la espalda y  deberes que entregar a la maestra. Jamás imaginé que una simple dosis de la Bayer suplantara a un Alzheimer selectivo, lo cual es una bendición tomando en cuenta el país que tenemos y la ciudad en la que deambulamos.
    La otra vez, sin ir muy lejos, abrí los ojos en plena madrugada y observé perplejo que la mujer con quien dormía no era la misma que compartía siempre mi cama. Guardé silencio, me fui a la sala, que tampoco era la mía, hasta que opté por calmarme, encender un cigarrillo, girar la manilla de la puerta y lanzarme en volandas a la calle. Sin reconocer esa ciudad vagué por horas. Olvidaba el pueblo al que pertenecía y en su lugar me daba cuenta de que atravesaba callejuelas vistas en una película de los setenta.
    Hay que ver. La memoria juega a veces al gato y al ratón y lo más perdurable, placentero, digno de completa permanencia yace dentro de nosotros como ser vivo agazapado en algún túnel de lo que vamos siendo. Por supuesto, lo más perdurable y placentero suele andarse abrazado con lo otro, eso que corre bajo el césped, aquello que más de una vez metemos debajo de la alfombra.
    Limpiar la memoria era recordar de otras maneras, es decir, asomarse al pasado vía una especie de jeringa que sólo inyecta lo prescrito, y lo prescrito es justo eso que te hace suspirar al echar la vista atrás. Pero ya no he regresado, lo confieso, de semejante modo a otros tiempos y lugares.
    Soñé que tomaba dos cucharadas de jarabe para la tos y el mundo volvía a ocupar su sitio, la aspirina y sus efectos quedaban en el baúl sin fondo de cuanto vamos anulando. Amaneció, corrí a la cesta de medicamentos para comprobarlo, bebí ambas cucharadas de pe a pa. La vida continuó como si nada pero un día de éstos, no faltaba más, vuelvo por las aspirinas.

3/01/2013

El miedo


    Recuerdo la primera vez que vi un pescado en la nevera. En el pasillo del mercado un lugar mínimo exponía, como yo los cuadros de ciertos cómics en mi habitación, cabezas de cerdo colgando de unos ganchos en el techo, pollos recién sacrificados, conejos despanzurrados boca arriba. Y justo en la esquina, a mi derecha, custodiado por trozos de jamón y quesos,  sobre un nicho de hielo granizado estaba él, inmenso, con los ojos abiertos y la boca no cerrada por completo.
    El pescado parecía estar vivo aunque yo intuía que era imposible. Sin embargo ahí lo veía, como recién salido del agua y listo para saltar de su cama antártica y masticarme, engullirme, hacerme presa de esas fauces sembradas de cuchillos como los que mi madre guardaba en la cocina. Yo sabía que no podía estar vivo, claro, aunque tampoco juraría que estaba muerto. Semejante incertidumbre, inasible para mi entendimiento, me convertía en el niño más asustado de este mundo.
    El pescado no dejaba de mirarme. Sus ojos abiertos, opacos, únicamente se ocupaban de mí, de mí y de nadie más. Darme cuenta de que yo colmaba el interés de aquel monstruo hacía que un frío helado me recorriera hasta las uñas. Mientras mi madre pedía queso, un poco de carne, salchichón o cosas así, yo me movía de un lado a otro, de un extremo a otro del congelador para descubrir con pánico que, me ubicara donde me ubicara, en cualquier punto de ese cuadrado minúsculo que implicaba aquel abasto el pescado siempre estaba viéndome: sus ojos abiertos me seguían, absortos, con ese brillo mate en la pupila que me recordaba a ciertos seres de ultratumba en las películas de horror vistas casi siempre a escondidas.
    Nada produjo tantas pesadillas como ese animal medio vivo o medio muerto escudriñándome desde su abismo en el refrigerador. Nada pudo quitarme el habla o entrecortarme la respiración al despertar sudoroso a media noche más que esa bestia dispuesta a devorarme. Ni las brujas de los cuentos, ni los fantasmas que vi en series de t.v. al deslizarme sigiloso hasta la sala cuando el resto roncaba a pierna suelta, ni las historias de Allan Poe que empecé a leer en la biblioteca de la escuela. Nada. El miedo palpable, hecho materia y escamas, el miedo en su estado puro era el pescado de ojos abiertos y dientes puntiagudos que acechaba mis pasos a lo largo de la tienda.
    Llegué a soñar mil veces con ese ser venido quién sabe de dónde. Al intentar dormir, al meterme a la cama, sentía que debajo navegaba el bicho con la boca semiabierta. Imaginaba que de un momento a otro rozaría sus aletas contra mí, prueba suficiente de que andaba a un palmo de mi cuerpo, a esas alturas convertido en una masa temblorosa. Sus ojos descubrirían mi escondite, me adivinarían debajo de las sábanas, hallándome por fin, condenándome a la perdición.
    Luego de bastantes años, en estos días pasé otra vez por el negocio de Don Pipo, el dueño, un  italiano calvo y barrigón que gesticulaba hasta con los codos. Todo ocupaba su lugar. La nevera, el olor inconfundible del local,  los pollos descuartizados, los cerdos colgados de esos ganchos, los conejos abiertos, acostados panza arriba y el pescado, el pescado ahí con su mirada sin tiempo ni memoria, observando, con los ojos abiertos hurgando vaya uno a saber qué.