10/12/2010

Un libro en estos días

Octubre de 1999


Dándole vueltas al caudillismo intragable, al militarismo que espanta por los cuatro costados, al mareo populista de estos años, me vi otra vez con "El pez en el agua", de Mario Vargas Llosa.
Tildado de reaccionario por los carboníferos de una Latinoamérica que lleva décadas haciendo lo que esté a su alcance por hundirse con ahínco en el marasmo del atraso, el escritor peruano da con el perfil que ahora mismo, desde el vientre revolucionario, creen inventar quienes gobiernan.
Partiendo del sentido primigenio, de la obsesión fundacional que todo hombre con aspiración de iluminado guarda en las cavernas de su masa encefálica, los revolucionarios de nuevo pelo, esos que pululan en el ambiente venezolano de los últimos tiempos, suponen que están llegando por primera vez a la pila bautismal que limpiará a la muchedumbre de su pecado original: ser pobres. La pobreza, claro, -que tiene todo de consecuencia imperialista según su catecismo- saldrá con el rabo entre las piernas justo cuando el encantador, uno de esos con espada justiciera, esparza su fuerza vengadora y derrame su grito salva patria.
Entonces habrá que tener mucho cuidado, entonces la oligarquía, por ejemplo, como can asustadizo agachará las orejas y temblará ante la advertencia tantas veces postergada de una forma nueva relativa al mundo y su manera de ser mundo. Llegará, quién lo duda, el tiempo prometido, la fase final,
el paraíso ahora inesquivable .
Lo que el gobierno piensa que inventó hoy mismo en su afán de caída y mesa limpia, en verdad no es más que el sino trágico, enfermo de anacronismo, que la izquierda más atrasada del espectro político reivindica como luz al final del túnel, es decir, más estatismo, más centralismo, más gasto insostenible, más derroche, dilapidación y subdesarrollo, todo lo cual es puesto a punto gracias a la concepción reduccionista de que resulta muy bueno el Estado elefantiásico en contraposición al liberal porque, en fin, estamos mal por culpa de otros (el capital, los imperios, los traidores, los extraterrestres) asunto reversible sólo bajo la actuación de un gobierno revolucionario, encarnación de la justicia, de la verdad y de la historia. No faltaba más. A este falaz razonamiento Vargas Llosa planta el hecho de que sin abrirse a los mercados, sin aprovechar los beneficios de la globalización, sin educación y sin lograr un mínimo de instituciones que funcionen, ningún país sale adelante.
Así, "El pez en el agua" es un compendio de ideas que, sazonadas con recuerdos de la infancia y de la adolescencia, tejen el retrato de una forma invariable (la de los demagogos) a la hora de concebir los vínculos entre el Estado y la gente, o sea, entre aquél y el individuo, abanderados por una cantera adornada por el calificativo de revolucionaria, a la que se le sale al paso encaramados sobre un liberalismo que jamás ha existido desde el Río Grande hasta la Patagonia.
En tiempos como los que vive Venezuela, "El pez en el agua" ha resultado en mi caso el reencuentro (lo leí por primera vez hace algunos años, cuando el gusanillo de la política, al menos en el plano teórico, no me había infectado del todo) con la visión de un individuo que, aparte de novelista, describe como protagonista político la inoperancia de tal quehacer en Latinoamérica. La campaña electoral que Vargas Llosa llevó a cabo con la intención de hacerse presidente del Perú, le permitió explorar el monstruo en sus entrañas. Hacer política en esa nación, o en México, o en Guatemala o Venezuela, tiene aristas parecidas, enromes rasgos comunes, que son precisamente la punta del hilo tomado por el escritor para analizar los vaivenes de nuestro continente, y además para dejar sentadas sus ideas, sus propuestas, su noción de por qué estamos como estamos y qué pudiera hacerse en función del crecimiento, de la modernidad, del desarrollo.
Un país, hoy por hoy, puede escoger entre desarrollarse o permanecer en la ruina. Tal es el punto neurálgico que reverbera en los razonamientos desgajados a lo largo y ancho de las quinientas treinta y ocho páginas del libro.
Vale la pena leerlo.

10/05/2010

Qué cosas, Pablo

Fue más o menos a los trece cuando escuché por vez primera un trabajo de Pablo Milanés. En la Upata de ese entonces los que hoy son amigos de la infancia pasaban junto a mí bastantes horas zarandeando una pelota o echados en los brazos de algún árbol. Coincidíamos en la más importante de nuestras misiones, en la búsqueda sagrada de la aventura diaria que nos movía a sudar la gota gorda apenas arrojábamos los cuadernos luego del timbre final de la clase en el colegio, para entonces, liberados al fin, internarnos en un sitio medio desolado (traspatio de un viejo local que en su momento se llamó “Mueblería Troya”) donde éramos reyes y señores absolutos.
Hasta que llegó ese día. Un día como cualquiera pero con la particularidad de que una canción se metió en medio del balón de fútbol y la carrera en patinetas. Pablo Milanés, con todo y sus letras que las más de las veces constituían verdaderos enigmas, auténticos quebraderos de cabeza, hizo acto de presencia. No me pregunten cuál fue la melodía, porque por mucho que lo intento no consigo recordarla. De “Yolanda” probablemente se trató. Pero, la verdad sea dicha, a partir de ese momento algo nuevo se incorporó en nosotros, lo cual trajo como inmediata consecuencia la llegada de otros nortes, de otros hasta la fecha inimaginables horizontes. Confieso que, junto al descubrimiento de individuos como Julio Verne, Herbert G. Wells o ese personaje de los suplementos de antes, el invencible Kalimán, Pablo Milanés pasó ipso facto a ser parte de los mitos, de los dioses que uno va erigiéndose a medida que se interna en la niñez o en la adolescencia, especies de verdades suficientemente mezcladas con la dosis de mentira necesaria para que salgan a la luz seres cubiertos por un especial halo de misterio embriagador.
Me entregué, en ese tiempo, a la afanosa tarea de rastrear y de alguna manera conseguir los discos del tal Pablo, que era como cariñosamente lo llamaríamos después. La Nueva Trova Cubana se coló en nuestras pupilas, en nuestros cerebros y en nuestros corazones. Pablo y Silvio, Silvio y Pablo, ocuparon muy elevados lugares en el Olimpo particular de cuatro o cinco muchachos que empezaban a recorrer calles y a empaparse de esa cara ignorada de la vida, de sus vericuetos manifestados en taguaras, bares, calles solitarias y burdeles. Existía otro lado. Otra orilla estaba enfrente cuando las extrañas letras, contundentes, arrebatadoras, expresaban mucho más que mil discursos. En definitiva, una forma de cantarle a lo humano y lo divino, desconocida por completo, había aterrizado de golpe y nos llenaba las alforjas de azúcar y de miel. Un mundo mejor era posible. Descubríamos también en la música el espíritu inflamable de la poesía, del arte hecho tierra, hecho país, hecho patria.
Estuvo de moda, sí, la palabrita patria, pero sacándole el cuerpo al sabor ácido y amargo del chauvinismo castrador. Patria olía a cuerpo y alma sembrados en una geografía de afectos. Patria obedecía a razones cargadas de otras nociones como por ejemplo libertad. Ahora que lo menciono, las primeras ideas que de ella obtuve no las hallé en la escuela o en los insoportables textos de Moral y Cívica, ni en los de historia local, ni en las interminables peroratas almidonadas con fechas de júbilo nacional. Las encontré en ciertas canciones, en esos poemas musicales que nos abrían los horizontes y ensanchaban las ganas de vivir la vida a fondo.
Hasta que poco a poco mi andar (qué más quisiera yo, algo así como el que vislumbró Machado) reconoció menesteres, razonamientos posiciones y universos diferentes: más sinceros, más comprometidos, menos dados al gesto siempre listo, como he comprobado después, para la cámara y el flash. Con el tiempo la llama de la Trova se tornó apagadiza a la vez que me topaba, entre otros desencantos, con verdaderas groserías entre un decir y una realidad ubicada a millones de años luz. La Cuba de Mariel para nada reflejaba a la de Silvio. La ansiada libertad no parecía anclar en las calles de la Isla. Pablo Milanés y sus composiciones vagaban en un espacio escenográfico ya sin aliento, todavía hermoso en lo que guardaba como creación, pero falaz y mentiroso en el cuento de trasfondo. Así, mucho del mensaje original se trocó ante mis ojos en chasquidos de la lengua, en burda comidilla de salón y de micrófono, como bien lo grita a viva voz el señor Silvio Rodríguez con el chistecito de que “vivo en un país libre, cual solamente puede ser libre…”
Tendrá sus razones don Pablo (porque le da la real gana, bastaría en circunstancias diferentes) para hacer uso, ojo que de notable privilegio, e instalarse en Madrid (¿por qué no Miami, querido cantor?) abandonando de un porrazo la copia insular del Paraíso. ¿Cómo le quedará el ojo, digo yo, si a estas alturas se atreviera a tararear “amo a esta isla, soy del Caribe, jamás podría pisar tierra firme, porque me inhibe…”?


10/04/2010

Telefonía

Llegué al restaurante casi al anochecer. Habíamos quedado en vernos a las seis para hablar de los viejos tiempos, de cuando fuimos compinches de colegio y luego de universidad. Un accidente en la avenida produjo colas, trancas y una congestión de puta madre. Llegué tarde, claro, pero ahí estaba Raúl, exactamente como en los días idos, con la barba incipiente y con cara de muchacho a pesar de los años.
Un detalle: Raúl hablaba por el celular. Cortó en seco su conversación, cerró el aparato y ese rostro de niño grande se iluminó con una sonrisa que poco a poco reventó en carcajadas más que estrepitosas. Entonces, luego del abrazo y un sorbo a su cerveza, sonó el teléfono, por lo que de inmediato se instaló otra vez en una conversa interminable.
Toso, me froto las manos, carraspeo a ver qué ocurre. Nada. Mi buen amigo sigue con el móvil adosado a las orejas. Yo pido la segunda, la tercera cerveza de la noche, mientras Raúl le comunica al otro, o a la otra, que ciertos informes, que tales balances y cuales rendimientos porcentuales y dale que te dale.
Un teléfono hace las veces de interlocutor universal, y para qué la presencia de terceros. En un milisegundo, como colándome por una hendija, suelto las interrogantes de rigor. Le pregunto por la familia, a lo que el hombre asiente moviendo la cabeza. El celular aumenta el brillo justo cuando un golpe de luz le aporrea el lomo. Me distraigo escudriñando el aparato hasta que escucho un hasta luego, una despedida que me hace pensar en que ahora sí, vamos a tomar polares y a darle de verdad a la lengua, a la memoria, a regresar a aquella época de la pensión de doña Rosa, a la universidad, a ya usted sabe.
Suena de nuevo el celular. Raúl responde y se emociona porque resulta que a Carolina le aprobaron un crédito o algo por el estilo. Como un polizón, por segunda vez me cuelo entre el pabellón de la oreja y el teléfono de mi amigo, nada más que para preguntar por Raulito, el hijo, y por Patricia, la esposa, y por la señora Laura, la madre. Pero todo sigue igual y el tipo me responde que lo del crédito sí que lo alegra enormemente, que eso hay que celebrarlo, que, caramba, Carolina, nos vemos mañana en la oficina para decírselo a los otros y a ver pa’dónde cogemos en la noche.
Me doy cuenta de que el celular, antes plateado, ahora es de un negro mate que denota sobriedad. Trato de poner orden en ciertas cosas. Pienso un poco hasta que todo encaja: en realidad son dos los aparatos. Raúl anda por la vida con un par de teléfonos colgándole de la cintura. “Un cero cuatro catorce y un cero cuatro dieciséis”, explica con tanta autosuficiencia que no le cabe en el pecho.
Llamo al mesonero, que tiene cara de cualquier cosa menos de mesonero, y ordeno otra cerveza. Raúl sigue en el celular, desde luego, y es que a la pobre María Fernanda no le prende el carro. Hago un esfuerzo por escuchar la voz de esa mujer, medianamente percibida desde el lugar donde permanezco en mi asiento. La voz metálica de María Fernanda resulta entrecortada, aunque logro averiguar que no es un problema de gasolina, no, ni de batería, tampoco. En fin, que la pobre estará varada en Farmatodo.
A la octava cerveza la música de ascensor, esa misma que ponen en restaurantes como éste, resulta el colmo de la mierda. Le hago un gesto con las cejas, la boca y los ojos a mi interlocutor, algo así como una mueca que busca expresar cierto apremio, más o menos como diciéndole: coño, viejito, ¿y entonces? Raúl sonríe y con la mano dice ya va, ya va, ya va.
María Fernanda, viéndolo bien, tiene un nombre de lo más hermoso. Carolina también, por supuesto, no es que me parezca feo, pero vaya uno a saber por qué razón, a María Fernanda le puse un rostro entre dulce y tierno, es decir, entre acaramelado y fresco como una lechuga, mientras que a Carolina la favorecí menos con una cara entrada en años. Total, que mi compañero habla por el celular mientras apenas se da cuenta de que en voz baja, para no interrumpirlo demasiado, le pregunto si quiere otra cerveza. Me dice que no pase el suiche hasta que él diga, que no, María Fernanda, que esa es una pendejadita que se va a resolver ya, que por si acaso, revise otra vez los bornes de la batería.
Me voy, doy un sorbo largo a mi cerveza y me voy. Decido no pagar. Que lo haga él, que al fin y al cabo me convidó para esta vaina. Cuando levanto el brazo para despedirme, Raúl mueve de arriba abajo la cabeza, asintiendo, y entre dientes le escucho soltar un “bueno pues, saludos por tu casa”.
Ayer lo vi de lejos. Llevaba un celular, ahora versión moderna, manos libres, colgando de la oreja izquierda. Iba conversando de lo lindo.

10/03/2010

Gotera

Me dispongo a dormir y escucho la gotera. Mientras uno está despierto todo pasa, esos ruidos imperceptibles se mantienen en sus trece: viven en el subsuelo, se contorsionan a sus anchas detrás de la algarabía de nuestra vida cotidiana, como si no existieran.
Pero al apagar la luz surge otro mundo. No es que no hubiera estado ahí, vuelvo y repito, sino que ciertas cosas tienen su momento, esperan agazapadas -con la mano apretando el puñal- su hora precisa.
Es lo que ocurre ahora mismo. Escucho la gotera y supongo que ella también me escucha a mí, pues la relación que entablamos pareciera sostenerse en una mutua conversa soterrada, en la secreta concepción de que uno es percibido por el otro, y así.
Al principio es un tic-tac de lo más inofensivo, diría que incluso normal cuando se duerme en una habitación con su baño inmediatamente ahí. Total, que problemillas cuya solución requieren del plomero siempre están a la orden del día y ni modo, a buscarle la vuelta al sueño porque mañana hay que madrugar, mañana hay que ir al trabajo, mañana hay que estar muy despierto por lo de la presentación en la oficina.
Pero una gotera se las trae, claro, como un dolor de cabeza o como uno de muelas, que no es poco decir. A las doce de la noche una gotera que taladra el lavamanos tiene el efecto de un misil contra cualquier trinchera onírica. Ni todo el arsenal mundial puede acabarla. Yo, que cojo el sueño por los cuernos y cuando digo a dormir es a dormir, he contado las mil seiscientas treinta y tres, y todavía la noche es joven.
Entonces me levanto y cierro a más no poder las llaves del bendito lavamanos. Parece que he triunfado porque mi enemiga no da muestras de vida ante ese ataque sorpresivo, asunto que me pone feliz y, silbando, retorno a las cobijas. Al minuto la gota hija de puta marca mil seiscientos treinta y cuatro.
Agarro la almohada más voluminosa, construyo una especie de fortaleza para taparme las orejas, pero ella continúa sacándome la lengua. A estas alturas sé que se burla, casi puedo oír sus carcajadas, y cuando le respondo con insultos ella dobla sus esfuerzos y la siento con mayor estruendo. Gotera del Averno, encarnación del mal, degenerada entrometida.
Voy a la sala por el estéreo de mano y por unos discos. Me da la impresión de que una gotera así no resiste el trompeteo del señor Armstrong y, en efecto, cuando el señor Armstrong suelta el primer solo termina por enmudecer. Respiro tranquilo, soy el vencedor, ya puedo descansar.
Uno no es más pendejo porque no es más grande. A punto de lograr dormir y duplicando ese disfrute mientras lamía y relamía el sabor de la victoria, justo cuando me echaba en brazos de Morfeo, adivine qué. Nada insólito por estas tierras, nada que pueda impresionarnos: simplemente que se fue la luz. Así como lo lee: se fue la luz. ¿Imagina usted eso?, todo me había salido del carajo, mi plan de ataque contra la gotera había dado resultado, pero vivimos en la orilla del mundo y ser orilleros de este mundo, es decir, tercamente subdesarrollados por elección propia, da al traste con cualquier esfuerzo para superar perjuicios en el momento menos esperado. ¡El-co-ño-de-la-maaaaaa-dreeeeeeeeeeeeee! Y pensar que la tenía en mis manos, ahí yacía con el pescuezo apretujado la endemoniada bicha, que en ese mismo instante rugió como un volcán y gritó otra vez aquí estoy yo.
Ni qué decir lo que vino luego. El apagón me dejó a los pies de mi verduga, insuperable a la hora de cumplir su cometido. Conté y conté gotas, ovejas, chivos y hasta dinosaurios, pero nada. Me senté a un lado de la cama, lancé improperios, escupí fuego -no quiero mencionar aquí lo que pensé contra Eleoriente-. Con el ánimo rasguñando el piso fui al baño y traté de agarrar una a una cada gota para darle su merecido. A una de ellas estrellé contra la pared, a otra la hice trizas con el puño, otra cayó destrozada en el bidet, pero el ejército que formaban terminó sobrepasándome, su superioridad numérica marcó la diferencia.
Amaneció. Llamé al plomero y respondió que lo esperara a mediodía. Mientras, no aguanté y salí a comprar un lanzallamas. Arruiné el baño, por supuesto, pero la gotera dijo adiós. Llamé al plomero nuevamente para cancelar la cita. Me sentía orgulloso: después de todo, había resultado vencedor.


10/02/2010

El lado oscuro

Todos tenemos un lado oscuro. Yo, por ejemplo, me cuido de mostrar los pies: son una camada de adefesios, con cada dedo peor que el otro, qué se le va a hacer. Y tengo una amiga a quien le da por llorar cada vez que va a un restaurante y colocan esas melodías de fondo parecidas a un apéndice del limbo, sin cuerpo y sin alma, llegando al punto de empapar mantel y piso con un aguacero de lágrimas. Pero lo más extraño le ocurre a Olegario, mi perro, que en más de una ocasión se ha creído ave y le da por pegar brincos todo el día con el objeto de levantar vuelo.
El lado oscuro, esa mácula para muchos insignificante, trae a medio mundo de cabeza. Y más cuando el portador ejerce funciones públicas, por eso de que con facilidad que para qué te cuento irrumpe en la vida de terceros así como si nada. De modo que un político, por decir lo más sobresaliente, no sólo tiene el lado oscuro tan común a cualquiera de nosotros, sino que con seguridad va a restregárselo en la cara incluso a quienes no desean verlo ni en pintura. Estos tipos se las traen.
Ha habido de todo, la verdad. Gente con el lado oscuro de lo más iluminado, e iluminados cuya oscuridad viene muy a cuento. Estos últimos, seres mesiánicos por naturaleza, piensan que son la luz del mundo y no se percatan jamás, pobrecitos, de que las tinieblas casi los engulle por completo.
El otro día me dio por caminar. En esta ciudad que es todo lo que usted quiera menos un lugar apacible para andar erguido por las calles, salí a dar una vuelta al aire libre. Frente a la alcaldía (vamos a dejarla así, en minúsculas) un puñado de sombras me llamó la atención. El lado oscuro había vencido a la luz y se veía con claridad.
Las sombras pululaban, corrían apuradas, daban abrazos y reían. El lado oscuro brillaba con ahínco.
Compré un refresco y me acodé a la balaustrada de un pequeño tarantín para observar con calma. Es curioso advertir cómo en la alcaldía deambula esa ristra de sombras, tan cargada de luminiscencia y a los cuatro vientos.
Por lo general una alcaldía es una alcaldía, algo así como el lugarejo donde un saco de políticos personifica a la desidia. Por lo general, también, cuesta Dios y su ayuda vislumbrar el lado oscuro de estos funcionarios, en esencia por tanta opacidad elevada al infinito. Pero la alcaldía de esta ciudad es una joya entre mil, una perla, o mejor, un azabache como ningún otro. La oscuridad brilla y uno termina encandilado.
Despaché el refresco y pedí otro. Me llamó la atención un perro cojo que olfateaba bolsas de basura a poca distancia de donde me hallaba: apuró el paso, aturdido, y metió el rabo entre las piernas justo cuando estuvo frente al edificio oscurecido. Entonces me di cuenta de que esta alcaldía no tiene parangón, es tan negra y gris como un pedazo de cielo a punta de tormenta. Una alcaldía para la historia, que es mucho decir a cuenta de que refocila su mediocridad y aumenta su negritud cada instante, cada día, cada semana. La autarquía enquistada en cuatro paredes oficiales.
Como dije al comienzo, todos tenemos un lado oscuro, asunto que justifica sólo a medias el lado considerable de la alcaldía en cuestión. A lo que no hay derecho, mire usted, es a exagerar. Y de qué modo.