6/27/2014

Calle Bolívar, cine Principal

    La infancia suele ofrecernos el tiempo perfecto para ser felices. Me refiero a la felicidad absoluta, por supuesto, y no a esa otra que luego, años después, intentamos mordisquear de a ratos mientras dura la adultez.
    En mi caso ser feliz va aparejado al cine que, a cuadra y media de la casa, llevaba en las entrañas la posibilidad de darle un puntapié a la vida cotidiana. Bud Spencer y Terence Hill, Bruce Lee y la “Operación Dragón”, Mario Moreno haciendo de las suyas, todo esto suponía entrarle a las cosas por su lado menos rígido, más alegre, diferente por donde lo vieras de ese modo tan cargado de bostezo que tenían los días cuando sólo el colegio, los deberes, la hojarasca rutinaria  -pesada como una montaña-  se arrojaba sobre mí.
    Confieso con la nostalgia del caso que el cine Principal, lugarejo clave en horas de la adolescencia, invadió a su antojo el corazón de un puñado de manganzones ávidos de respirar otros aires. La Upata de esos tiempos, echada en brazos del V.H.S., de los patines en la plaza, del mundial México 86 o de las permanentes luciendo furiosas en las cabelleras de cuanta quinceañera se paseara por la calle, fue un pueblo que sin pena ni gloria daba cobijo a la anarquía en medio de sus inamovibles coordenadas: 8°1’00’’ de latitud norte y 62°24’0’’W de longitud.
    Entonces el cine latía a fuerza de sístoles y diástoles arrastrándonos por las aguas de la imaginación, haciéndonos intuir que en ese rayo de luz cabía también, aparte de la carcajada fácil o la evasión más oportuna, la mirada diferente que inventaba un mundo cuando menos más interesante, jamás antes contemplado.
    No era poca cosa. Me atrevo a sostener que para mi generación el cine Principal, a pocos metros de ese otro tesoro gigantesco que fue la plaza Bolívar, significa hoy pilar de valor incalculable a la hora de evocar aquellos años. Los primeros besos, las primeras novias, los primeros cigarrillos, los primeros tragos de un ron más que barato a pico de la carterita que corría de mano en mano entre los amigotes, las primeras piernas dibujándose bajo nuestras manos, las primeras, en fin, caminatas por la arena de una playa llamada descubrimiento. Ahí, en las butacas del cine Principal contemplamos mil y una películas, excelentes, buenas, regulares, malas y malísimas, y vi proyectado asimismo el despliegue de mi propio encuentro con la condición adulta.
    El cine de cinco, de siete, de nueve, todas las funciones colmaron los bolsillos donde danzaban entremezclados algunas monedas, un chocolate, una caja de chiclet’s o las simples manos vacías. Viéndolo bien, mi amor por la pantalla grande, mi interés por la forma en que una buena película da en el clavo al momento de poner la vida patas arriba y sacudirla, nace en la inmensa sala del Principal, hoy guarida de un supermercado chino en el que escasean la Harina Pan, los pañales y el aceite junto con los gritos destemplados de la muchedumbre porque la película había sido cortada. Joder, cómo pasa el tiempo. Hay que ver.
    Todas las veces que soñé con una chica, en las muchas o pocas ocasiones que tuve para sentirme a solas con ella, salir al cine y convidarla a ver “Flashdance” supuso el modo expedito de, llegado ese momento no apto para cardíacos, acercar mi mano a la suya y jugarme el premio gordo de la lotería. El cine fue más que el cine, y ahí, a oscuras, la película que iba siendo mi propia existencia, con sus esperanzas a cuestas, con la alegría del romance o la bofetada a punto, terminaba fundida con la historia de Richard Gere y Debra Winger en “Reto al destino” o con las ocurrencias de Buster Keaton en sus múltiples variantes. Coronar un amor a la saga de Robby Benson y Lynn-Holly Johnson en “Castillos de Hielo”, música de fondo de Melissa Manchester fue, lo reconozco a miles de kilómetros andados, el non plus ultra de un idilio tantas veces esperado.
    Siempre he tenido la sensación de que la realidad parece en ocasiones un plató de filmación. Y no es para menos: el cine, desde la lejana infancia, llegó a constituir el día a día, ese punto de fuga que es lo cotidiano como centro y señor de todas las verdades. La vida, ni más ni menos, como sucedánea de una obra de arte.  

6/24/2014

Mañana soñé contigo

    Mañana tuve una idea y ayer la voy a concretar.  A veces el pasado está a la vuelta de la esquina, entonces pisas el acelerador para avanzar, para hacer más corta la distancia entre el hoy y el ayer, de modo que la bruma desaparece poco a poco, las telarañas caen desvencijadas, el polvo abandona muebles y anaqueles.
    Pienso en el mañana, qué delicia, y las imágenes brillan con ahínco: los ochenta, mi infancia en los setenta, los Beatles una década antes, la caída de Pérez Jiménez, la dictadura gomecista, el siglo XIX y demás señas. Mañana tuve una idea y ya sabes, como todas las ideas ésta lleva el fuego de lo posible, el pleno ayer en sus entrañas. El otro día, martes de la semana próxima para hablar con propiedad, a un amigo se le saltaron las lágrimas recordando el porvenir, dejando adrede que la nostalgia invadiera algunas reminiscencias, tiempos que vendrán, épocas con el sabor picoso y añejo del futuro.
    Tuve una idea, mañana tuve una idea que estoy seguro cumpliré en el mediano plazo, en un pasado, fíjate, no muy distante, porque una cosa sí que es cierta, te duermes en los laureles y te lleva la corriente, te aplasta el tremedal, así que más vale pensar en el pasado, en tu pasado y lo que esperas realizar en él hasta desearlo incluso con los huesos, luchar a brazo partido, conquistarlo sin excusas vanas.
    En  más de una ocasión he escuchado que la esperanza es lo último en perderse. Sé muy bien que esta sentencia encierra una verdad cargada de utopía, saturada de entusiasmo. Imaginar la vida dentro de diez, veinte, treinta años, vislumbrar ese pasado luminoso, echar de menos el futuro que mañana mismo, ahí, a la vuelta de la esquina, era un presente con bastante gris y poco rosa, todo esto, digo, es el acicate para labrar a pulso épocas antañas, prueba tajante, inobjetable, de que lo mejor comienza apenas, de que lo pretérito se acerca indetenible y te muerde los talones, viene, te empapa con su promesa bien trajeada.
    Cada vez que hurgo en el futuro doy por sentado que la historia es un trabajo para fontaneros, es decir, mueves una tuerca aquí, das unos martillazos por allá, al punto de abrirle paso a la memoria como si fuese un desagüadero. Se forman espejismos, claro, zonas de incertidumbre quieta, inamovible, que el mañana se encarga de encajarte entre ceja y ceja.  La verdad sea dicha: de fontanero sólo un poco, de dinamitero todo. Construir los tiempos idos a fuerza de mandar al diablo esa parálisis metida de cabeza en el futuro pluscuamperfecto que viviste hace tantos años ya.
    Las décadas entrantes quedan para la historia, bolitas de naftalina haciendo de las suyas. Lo cierto es que si te empeñas el ayer ofrece su mejor semblante, previo plan de conquista al más cojonudo estilo de un orfebre. El futuro ya pasó, eso lo sabes, pero del pasado recoges en las manos la utopía y la distopía, lo posible y lo imposible, lo que sin dudas, escríbelo, llegará para ti, de manera que cinco lustros hacia atrás y plaf, accedes a tu particular nirvana, a tu realidad soñada, siempre y cuando el esfuerzo y el sudor y toda la parafernalia. Mañana tuve una idea y ayer la voy a concretar, créeme. Cuestión de empecinarse un poco y agarrar el toro de lo que se fue por los cuernos. Siempre guardé mis esperanzas en un pasado mejor, pues él nos pertenece como el sudor a los poros, el guante a la mano o el lomo de gato a la caricia. Mañana tuve una idea, júralo. Ayer la voy a cumplir. Punto.

6/09/2014

Buscadores de Libros

Camila, Daniel y yo disfrutando del último evento realizado en Orinokia por la gente de "Buscadores de Libros". No hay palabras para agradecer lo que hacen por la ciudad, por los libros, por contagiar su amor a la lectura. Enhorabuena.

6/03/2014

Dar en el clavo



    Hay una tienda en el centro que ofrece anteojos para todos los gustos: la vida haciendo juego con los cristales de su preferencia. Menuda apuesta la de este lugarejo.
    Uno hace cualquier cosa por alimentar la fe en el porvenir o por subirle decibeles a las ganas de comerse el mundo, lo cual está rebién, sobre todo si consideramos cómo anda el patio en este país de plagas y malezas. Uno se mira al espejo, claro, y espera que el rebote se parezca al perfil de la alegría, procura labrar un horizonte entre tanto ramaje que nubla la mirada, y lo cierto es que cuesta un ojo de la cara meterse semejante embuste. La vida cotidiana es un estertor llamado lunes, o martes, o miércoles, al punto de que cada quien, con su cada cual, saca sus cuentas a ver si va a parar con sus huesos a otra parte. La Venezuela del siglo XXI construyendo su futuro desde el retrovisor.
    En esa tienda del centro hay cristales para zambullirse en aguas de lo más tranquilas, el Caribe con palmeras al alcance de la mano. Lentes rosa para un sound track pink al más puro estilo del sueño que le vaya apeteciendo. Todo barato, todo a cien.
    El otro día me dio por probarme algunos y para qué te cuento. Rosados, verdosos, naranja fosforescentes, paz y amor en una tierra destrozada por reptiles, gorilas, tiburones del pónganme en el sitio, en el mero sitio, camarada, y mi talento acabará con lo demás. Estaba al fondo, sobre una repisa de madera: cristales de un negro mate que produjeron en el acto cierta melancolía, una extraña sensación punzante, muy triste, como jamás antes padecí. Par de anteojos cuchi, vivo retrato de lo que abunda hoy a manos llenas.
    Noté otros azulados, dando la impresión de hielo, de calculada atmósfera hundida hasta los huesos en algún invierno sueco, nórdico, de perfección primermundista tan ajena a disparates de por estos lados. Cogí otros con tono mandarina, cítricos, que me cargaron el alma de un sentimiento edénico, utópico, imposible de explicar aunque me cuele en el pellejo de Cortázar, de Lezama Lima o García Márquez. Lo veía y no lo creía. Lo vivía y me pellizcaba.
    Terminé abalanzado sobre unos lentes de vidrios incoloros. Reposaron sobre mi nariz, enfoqué, miré a través de ellos ansioso, con la idea de hurgar, de averiguar qué ámbito de la existencia cobraría otra forma de la gracia y el sentido. Nada. Nada de nada. El mundo siguió tal como hoy, en función de mis ímpetus y de mis emociones, de mis sonrisas o sudores. Pagué y salí con ellos puestos. Tuve que decidir qué y cómo observar. Tuve que dibujar el universo a mi manera. Fue lo mejor de lo mejor: había dado en el clavo, hallé por fin lo que tanto había buscado.