10/31/2006

Lo que dicen los pies



A veces, si uno hace el esfuerzo, se percata de otras cosas. Yo, por ejemplo, salgo a la calle y me doy cuenta de pequeños accidentes, de cuestiones que pasan desapercibidas, de pliegues ínfimos que a la mayoría mantienen sin cuidado. Vamos a ver si me explico. En estos días tuve una magnífica idea: descubrir a la gente según el estado de sus pies, o sea, llegarle a la cara a través de los zapatos que encontraba a cada paso. No vaya a creer, es una tarea difícil. Si usted tiene enfrente alguna descripción, o conoce al padre o a la madre, o a un hermano, ya la cosa es menos complicada, dar con el posible rostro se simplifica a la enésima. Pero sólo con los pies, nada más que con los pies... Al principio tuve mil contratiempos. Únicamente lo hacía por darle rienda suelta a aquel primer impulso, no otro que encontrar una que otra singularidad, alguna conexión oculta entre las extremidades inferiores y los rostros. Pero después el asunto fue tornándose menos complejo, si es que tal palabra cabe a la hora de referirme a lo que me refiero. La verdad es que a determinados pies (en realidad a determinados zapatos. Vayamos contando las cosas como son) le iban como anillo al dedo tal o cual tipología facial, y lo mejor, lo sorprendente y divertido era que al alzar la vista me topaba con que no había equivocación: esa cara coincidía plenamente con la que segundos antes estaba imaginándome. Sorprendente. Ayer no más salí a dar una vuelta, y fíjese que terminé por repetir la práctica que ya iba siendo rutinaria. Primero fueron unas botas altas, ridículamente altas, sucias y no sé por qué insinuando mucha barba. Eran botas viejas, pero a la vez llenas de esa curtiembre como la que propician tierras calurosas, costeras, con bastante brisa. Conclusión: rostro sin afeitar, cabellos al viento, sin peinado definido. Con exactitud de máquina fue eso lo que hallé al subir un poco la mirada. Tal era la imagen del hombre que estaba ahí parado, como si nada, ausente de todo experimento. Lo mismo ocurrió algunos pasos después, a pocos metros del kiosko en el que compro los periódicos. Rojos y brillantes, de tacones altos, con dos dedos de marfil asomando por la punta, aquellos zapatos reflejaban el trasfondo romántico de una cara arcillosa, cuidada hasta la exageración. Cuando moví los ojos hacia el rostro, ya me era conocido. Lo había detallado, claro, antes de verlo. Pero lo verdaderamente curioso pasó esta mañana, mientras deambulaba por el centro y decidí entrar en una tienda cuya pared de fondo consistía en un inmenso espejo que abarcaba desde el rodapié hasta el techo. Me acerqué, pues el reflejo de zapatos que iban y venían como en una especie de danza especular resultaba fascinante. A los pocos minutos de contemplar modelos diferentes, formas de lo más atractivas y colores multiplicados por mil gracias a la ilusión de ese espejo que tan oportunamente había encontrado, vi un par marrón, inmóvil, de línea muy sencilla, deteriorado por el uso y el abuso. Reconocí los míos. Eran mis pies, es decir, mis zapatos. Entonces me imaginé, dibujé un rostro que de a poco cobró fisonomía. Cuando opté por dar con mi cara en el espejo descubrí que no era yo. Había otro en mi lugar. Desde ese día no he intentado descubrir a la gente de esa forma. Ya no practico ese ejercicio, lo cual por fortuna ha devuelto las cosas a su sitio. Ahora me miro en el espejo y soy yo mismo, aunque me cuesta muchísimo reconocer a los demás. No importa, dicen que la vida es así, que da sus vueltas y es extraña. Muy cierto eso, la verdad. ¿No le parece?.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hare mi comentario sólo por la primera parte, la segunda es muy filosófica para mí.
A mi me han dicho piropos por mis pies cada vez que tengo sandalias lo mas abiertas (enseguida, me los miro, y digo:¡caramba!), aunque mi papá siempre me decia que mis pies eran como una empanaditas. Además estornudo sin represión pero delicada y comicamente. Yo si creo que a la gente se le conose por sus estornudos.