7/12/2010

La mujer de la mesa

Era guapa y morena, vestía falda corta, negra, y una blusa mínima abotonada hasta donde provocar hace de las suyas.
En la mesa del café, ya entrada la noche, Lucía camina sobre sus tacones altos y va y viene, paseándose por los alrededores, como diciendo mira tú, dame lo tuyo y aquí tienes lo mío. Una vez se sentó, me pidió fuego, y entonces habló de la noche, de los jaleos cotidianos y me preguntó qué hacía.
Miro pasar la vida, respondí. Cruzó las piernas y siguió charlando. Lucía, de veintiséis años, tenía una chiquilla de nueve y desde que la echaron de casa conoció el infierno traducido en día a día. La vida es un saco de gatos, pero siempre nos las arreglamos para fabricar nuestra historia. Soñaba con ligarse al tipo de su vida, más temprano que tarde y ya, porque vivir es un arte y exige cultura para eso, temple, cojones en su sitio. Pedí dos cervezas, y a la tercera ronda Lucía fumaba distendida mientras yo la escuchaba interesado, como si fuésemos amigos de años.
Ella escogió hacer lo que hacía, “a mucha honra, coño”, y recitó con voz dulce un poema de Carlos Ossa, que hablaba de putas y de sexo y de la noche como un cuarto oscuro inventado únicamente para ciertos placeres que media humanidad, juraba, moría sin haberlos sospechado. Me dijo guapo, ¿puedo pedir otra?, y yo le contesté que dos, que también una para mí.
Extendió su brazo delgado y largo, como pieza de Lladró, y cogió la cartera pequeñísima que había dejado encima de la mesa. La abrió, sacó un labial carmín, un espejo diminuto y un libro manoseado. Anda, ábrelo, página cuarenta y dos. Le pasé la vista y hurgué tres o cuatro líneas. En voz alta guapo, ¿qué te pasa?, también estoy aquí. Lo hice, descubrí la voz de un poeta ruso refiriéndose a entrepiernas, muslos, sudores y jadeos. Era largo, cargado de ese tono, de ese ritmo que puedes encontrar cuando te aplasta una obra literaria. Al terminar alcé la vista y vi sus ojos húmedos, vi su rostro encendido y el poema y Lucía me conmovieron hasta los tuétanos. Déjame leerte otro, y leyó otro. ¿Más cerveza Lucía? Pues sí, ya que insistes.
Si vienes luego, si te acercas por aquí voy a traer algunos de los míos, dijo. Iba a escribir su libro, tenía todo previsto. Anda, cuéntame un poco, permíteme escuchar uno de ésos, comenté. Lo hizo y disfruté con sus palabras, gocé el verbo de aquella mujer que recitaba de memoria. Le agradecí el gesto, le agradecí el favor, le agradecí el privilegio que me daba. Nada, guapetón, la próxima vez vamos a conversar de cine. Entonces encendió otro cigarrillo y pidió la última cerveza.

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