8/01/2010

Enfermedad

No sé si será peor a medida que pase el tiempo, si iremos al abismo como ganado al matadero o algún día pongamos freno. Lo cierto es que uno vive su rutina y en el medio aparecen aromas putrefactos, síntomas de la enfermedad que vive este país.
En estos días me encontré una cartera. Negra, pequeña, de piel, y entonces documento de identidad, Visa y Master, buena cantidad de efectivo. Pasta importante, diría un amigo a quien le excita el tintineo de las monedas.
Ahí, en el café que frecuento para ver pasar la vida, fumar tabaco y leer a pierna suelta sin que nadie se percate de que existo, un letrero daba cuenta del asunto: “Cartera extraviada, cuero negro, no muy grande, cierre dorado. Si la encuentra, por favor notificarlo aquí. Buena gratificación”. Hablé con Marcelo, el viejo dependiente, conversador como nadie, amigo de sus amigos y catador de vinos “porque es lo mejor que se puede beber en este mundo”.
-Viejo, yo tengo esa cartera.
Cogió el teléfono y al terminar dijo que mañana, a tal hora, estaría la dueña por ahí. Era alta, delgada, mayor, una anciana dulce y bien trajeada. Se alegró cuando Marcelo me puso frente a ella. Saludé y le devolví lo que había hallado. Cuando iba a largarme me llamó, noté sorpresa, algo de estupefacción o qué sé yo, “joven, venga, le voy a dar su recompensa”.
Uno sabe que las cosas andan mal, a estas alturas nadie va a decirme cómo se juegan las cartas aquí o allá, pero confieso que me entristeció, algo así como verificar otra vez lo que ya sabemos desde hace mucho: que vamos para atrás, que nada, que para construir un país y para crear futuro es preciso cambiar desde mil flancos diferentes.
-¿Mi recompensa?, señora, por Dios, nada más le doy algo que es suyo.
Es todo. Eso es todo. Debería ser así, me dice el doctor Jeckyll al oído. El hecho de que alguien deba recompensarlo a uno por devolver cualquier cosa, por decir oiga, tome, perdió esto, lo encontré yo y aquí está, huele mal. Si la ética individual supone que una realidad de ese calibre va de lo mejor, peor para quien piense de ese modo y actúe de ese modo. Pero cuando en la ética colectiva merodean concepciones parecidas, implica que el tumor dejó de ser benigno, y habrá que inventar algo o nos lleva el diablo sin que lo notemos.
Que la señora no pudiera creerlo, me espanta. Que no le entrara por ningún costado eso de que su regalo o su recompensa o como quiera llamarlo, está de más, y de que no viene al caso, y de que a cuenta de qué, y de que ya, mujer, deje el asunto de ese tamaño y qué bueno que tiene de regreso sus papeles y su viruta intacta, sinceramente hace que encienda ahora mi tabaco y piense en lo mierdecilla que va siendo el país donde hasta hace poco supuse que podían crecer mis hijos. Viéndolo bien, me dije: hay que ver. Por lo menos escribe para que te descojones. Y eso hago. Cada uno lleva su cruz, su voz, su airecillo de felicidad o no, colega, pero eso de asfixiar la capacidad de asombro y aceptar retorcimientos porque bueno, son los tiempos que vivimos, simplemente es como para mandar todo al carajo. Y no es que uno espere, como Penélope, sentado en un banco del andén, a que San Telmo diga vamos, todo bien, todo bien, cabroncetes, y suene la música y final feliz. No. Hay que transpirar y eso se sabe, y hay que joderse en San Telmo, por supuesto.
Otros tiempos, los que refería mi abuela, me dieron siempre la impresión de lejanía, de pasado cargado de claroscuros y telarañas al escucharla hablar cuando era adolescente. Y ella mencionaba a gente que no conocía, lugares que nunca había pisado, y hablaba de entereza, honradez, coraje, trabajo, esfuerzo, dignidad, cosas así, y me seguía dando la impresión de que semejantes comentarios traían aparejados un dejo de señalamiento, de dedo índice sobre el universo que estábamos fraguando. En fin.
-Señora, gracias, pero no.- Entonces le dí la mano y ella me dio un beso. Salí. Afuera el mundo continuaba dando vueltas.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Señora, sus comentarios NO son bienvenidos en este blog, absténgase de hacerlos, bien sea con nombre y apellido, iniciales, seudónimo o anónimo.

Roberto Echeto dijo...

Una belleza, bróder. Una belleza de verdad.

Estamos rodeados de malandros. Aquí hay más malandros que gente. Ésa es la médula del asunto. La gente decente no sabe cómo comportarse en este país.

En el camino perdimos la noción de que el bien se construye, se pelea, se conquista y se hace.

Un gran abrazo, hermano.

Melissa Adler dijo...

Es doloroso. La integridad y la decencia son interpretadas como signos de debilidad, cuando menos. El respeto hacia los demás es un defecto de los pendejos. Lo correcto no es normal; lo dañino y frecuente se hace norma.
Estamos mal, muy mal. Que bueno que escribas y describas tan bien siempre.

Un abrazo