4/26/2011

El reino del unicornio

Fragmento número uno: concierto en la menor para piano, o del amor de Robert Schumann por Clara Wieck

Si hacía el esfuerzo y se inclinaba sobre la ventana, obtenía una espléndida vista de la calle. La neblina había aparecido brusca y se desparramaba como una mantequilla que devora todo cuanto toca. Justo en medio de la acera descansaba la silueta entrecortada de un perro echado, indiferente ante el paso de la gente.
Del bolsillo izquierdo de la camisa, doblado hasta formar un rectángulo perfecto, Nicolás extrajo un pañuelo que llevó hasta su nariz. Estornudó varias veces, lo que lo movió a subir el mango y cerrar un poco la ventana. Todavía un hilo de aire, como delgadísimo soplido, le daba directamente en la cara. Se mantuvo otros segundos cubriéndose con el pañuelo y luego dejó caer el brazo.
-Sí, sebastián se ha enamorado. Yo he estado antes así -pienso- y he sentido eso que te postra y que no te deja pensar en lo absoluto.
-La verdad es que si no te recuperas pronto, Sebastián, vas a terminar enloquecido.
Camina despacio, da la impresión de tomar en serio mis recomendaciones, de ref1lexionar todo cuanto le digo.
-¿Tú crees?-, responde como si nada.
La mujer de las flores, una señora entrada en años que tenía desde hace tiempo un puesto de venta del otro lado de la calle, alcanzó un manojo de rosas y los dejó sobre un periódico abierto, ubicado encima de una mesa muy pequeña.
-La rosas -se dijo Nicolás- ya son una expresión gastada. Y pensar que una mujer se desvive por ellas. Algún hombre las comprará emocionado, tomará un taxi, ¡a la avenida cinco con la doce!, gritará, y subirá las escaleras que conducen a la chica como quien trepa al mismo cielo.
Apretó el puño y sintió el pañuelo como una almohada entre sus dedos. Lo llevó otra vez hasta el bolsillo, del que lucía enganchado un bolígrafo dorado.
-Ni siquiera sabrá por qué lo hace: por mera costumbre, por divertirse un poco, quizás por amor.
Llevo las manos dentro de los bolsillos y puede ser esto una señal que me hace parecer más serio aún.
-Es verdad -me pareció que dijo por decir algo-, unos días más en esta situación y tienes toda la razón: iré directo al manicomio. ¿Sabes que los muchachos me toman por payaso desde que estoy así?
Sebastián se pasa la mano por la barba. Piensa en otras cosas, quizás esos recuerdos llenos de polillas, atascados en algún lugar de la memoria donde el paso del tiempo se parece a una cascada, a una mujer de espaldas que camina con una cabellera que le llega a la cintura.
Ya lo creo, pendejo, -susurro mientras golpeo la lata de cerveza con los dedos-. Tú escoges: o hablas, o te callas para siempre, o le dices algo bien pensado, o la invitas a salir, o le agarras una nalga, o te jodes para siempre.
Otra vez sintió deseos de estornudar. Respiró profundo y sus ojos se humedecieron; tenía las manos frías, enrojecidas. La ventana, ya cerrada por completo, fue cubriéndose de diminutas gotas de agua.
Sebastián se detiene, enseña los dientes de ratón enfermo mientras suelta una sonrisa desganada y luego se dedica a hablar durante un rato acerca de no sé cuáles relaciones entre el rostro de las niñas y sus particulares maneras de asumir una conversación con un muchacho.
-Ya he aprendido mi tarea -dice después-, y está feliz:

“Desmayarse, atreverse, estar furioso,
áspero, tierno, liberal, esquivo,
alentado, mortal, difunto, vivo,
leal, traidor, cobarde, animoso.

No hallar, fuera del bien, centro y reposo,
Mostrarse alegre, triste, humilde, altivo,
Enojado, valiente, fugitivo,
Satisfecho, ofendido, receloso.

Huir el rostro al claro desengaño,
Beber veneno por licor suave,
Olvidar el provecho, amar el daño;

Creer que el cielo en un infierno cabe,
Dar la vida y el alma a un desengaño:
Esto es amor, quien lo probó lo sabe”.


Fragmento número dos: el arte de la fuga o los misterios ancestrales

A.- ¿Es una casualidad que esté aquí, junto contigo, y haya pensado en la mujer de espaldas, la que unos pasos frente a mí esperaba como yo su turno para entrevistarse con la directora de la biblioteca, y precisamente en este instante esa mujer aparece con el paso de pantera, caminando tranquila en nuestra dirección? Esa mujer es hermosa, está divina, y quizás por eso la recuerdo bien, pero aparte, ¿por qué tiene que asomarse?, ¿por qué está ahí enfrente, cubriendo todo mi campo de visión justo cuando pensé en ella hace un segundo?. B.- Uno llega a su departamento con ganas de leer, busca el libro donde encuentras la Noche estrellada, de Van Gogh, y de súbito sientes la corriente, esa especie de chasquido que no permite treguas. Y es en ese momento cuando crees conocer desde hace mucho el paisaje que el cuadro te ofrece, y estás completamente seguro de haber disfrutado de su brisa, de su temperatura, de su noche, de su azul, de su constelación. Entonces, colocas el scherzo número dos en si bemol menor, opus treinta y uno de Chopin, y ocurre igual, la locura de un piano salido quién sabe de dónde, y la sensación de que esa melodía y el cuadro de Van Gogh guardan más que una pertenencia al perímetro del arte.
Sebastián presagia una especie de pulpo a través de los sentidos, y piensa en Freud, y en Novalis, y en Goethe, y en Robert Desnos, y en Brancusi. Y Van Gogh y Chopin se cuelan como una ráfaga helada en una noche de relámpagos.
No hay espacio para la premeditación sino una hendija por donde atraviesa la paradoja que no existe o el ronroneo entrecortado de lo que de este lado nada más consistiría en un pálpito: ese fragmento, el hecho de que un piano deje de ser piano y la mano del scherzo sea la misma que intuyó un ciprés empinado hasta las estrellas, hasta la luna giratoria que se confunde con unos dedos y una melodía que en fin son una misma cosa.




Fragmento número tres: el nacimiento de Venus y Armando Reverón que juega dominó con Boticcelli

Esa taza de café,
y el humo, mira, y el humo,
y tu sonrisa, el humo largo,
y tu sonrisa, azul como
el humo; tu sonrisa larga, tu
humo azul, humo azulísimo;
tu azul, la sonrisa, mira, la
azul de todos los días,
largos y azules, mira,
tu azul y larga sonrisa,
de todos los días de siempre.


Sebastián se divierte con la luz, quiere hablar de la luz, comenta de seguido el cálido romance que sostiene con las hojas del samán que tiene enfrente, en la plaza de su pueblo.
-La luz... Nicolás, Reverón también estuvo aquí.
Nicolás siente un estado de letargo que no le permite conversar, y es por ello que se mantiene en silencio. Sebastián pretende hacer añicos el plácido momento de su amigo, y entonces dispara a quemarropa:
-La luz de esta plaza y la luz de estas hojas son las de Reverón. –Y el muchacho piensa en la primavera, ésa que ha visto en los libros y que ha escudriñado hasta el cansancio gracias a las fotografías.
-La primavera de otras partes -dice Sebastián- no puede ser tan hermosa como ésto.
-¿De qué coño hablas ahora, Sebastián. Te dije el otro día que vas a terminar loco de bolas. Mira a las mujeres, échate unos palos, mastúrbate siquiera, pero déjate de lo mismo, esa bendita manía de buscarle cinco patas a los gatos. Eso que le cuelga, esa vaina que le cuelga al gato de la vida, hermano, aparte de las meras bolotas, cabroncete hijo de puta, es únicamente el rabo. La vida tiene cuatro patas, Sebastián, cuatro malditas patas y no compliques más las cosas. Te vas a volver loco, te vas a volver loco.
-Hablo de la primavera -y con toda la pausa enfatizó-: de la pri-ma-ve-ra.
-Yo no conozco la puta primavera
-¿Ves que el único loco eres tú? ¿Qué será esto si no una eterna primavera?
Sin saber por qué, Nicolás recordó la ocasión en que enfrentaba alguna prueba, allá a lo lejos, en la Escuela de Arte: “la obra pictórica de este artista del Cuatroccento adquiere rasgos particulares por su estrecha relación con el humanismo y la filosofía neoplatónica”.
-Profesores degenerados -pensó de inmediato-, cómo patalean, cómo putean, cómo descalabran lo que se les pone enfrente en sus inmundos discursillos llenos de pedanterías.
“En la mayoría de sus representaciones, el carácter alegórico se identifica por múltiples singularidades en cuanto a lo que pudiera ser su sentido. Según su criterio, ¿cuál es el significado de esta obra?”.
-Pues sí, los voy a joder en su terreno, los voy a escupir, los voy a mear de cabo a rabo: la íntima relación entre este trabajo y el humanismo de la época, es clara. Un artista del siglo XV vuelve la mirada atrás y retoma los valores de la antigüedad grecolatina. Venus, Mercurio... personajes de la mitología griega, son traídos al presente... Hay que vincular la “primavera” con la actitud serena, dulce, sutil, que expresan los sujetos en la obra. La primavera es renacer, con lo cual Boticcelli es consecuente.
–Ya no más, verga. Basta de lenguaje amanerado, de mundillo académico, del que no tiene nada que decir, de quien a fuerza de rebuscamientos termina por expresar cada vez menos y por engatuzar a un puñado de inocentes.
-La primavera es renacer, la primavera es renacer, la primavera es renacer… De todo ese discursillo artificialmente barroco, pensándolo bien, me quedo nada más con esto. La primavera es renacer. Me gusta esa frase, me llama la atención porque es un martillazo, es una metáfora de la vida misma, del inicio con que empieza, es decir, de las andanzas primerizas que terminarán cuando den cuerpo a un ser minado por los años.
La primavera de la plaza, para Nicolás, no era otra cosa que la siempre díscola mirada de esa Venus, abrasadora mirada envuelta por un halo amarillento, luminoso, extraño por todos los costados. El resplandor de los samanes en esta ínfima plaza, el claroscuro que ya cobraba forma, otorgaba un peso de enigma irresoluble a aquella tarde, a la atmósfera que hacía ver densidades que no existen. “La primavera es renacer, la primavera es renacer, la primavera es renacer”: pues sí, la punta de un hilo en plena calle coincide con la plaza de este pueblo, a las cuatro de la tarde. “La primavera es renacer...”, luz por los cuatro costados donde hasta lo más oscuro llega a aporrearte los ojos.
-Y pensar que tú dices no conocer la primavera.
-Nicolás se encoje de hombros: ¿Qué quieres que te diga?, mierda, ¿qué quieres que te diga?



Fragmento número cuatro: de Beethoven a Tito Puente, o viceversa

No, Sebastián no terminó enloquecido. Sebastián echó a un lado la bendita manía de soñar a cada rato (la verdad es que Sebastián soñaba a toda hora, excepto cuando dormía) y ahora tiene un puesto de Salchichas en el Orinokia Mall.
¿Que qué tengo yo en contra de las salchichas? Absolutamente nada. Pero no me dirá usted que el cambio del pobre Sebastián no fue demoledor, un espectáculo como ninguno, la puesta en escena de esos perfomances que lo exigen todo para sí, y que cuando caen, caen con estrépito y sin perdón.
En el presente, lo que se dice en estos días, Sebastián sueña sólo mientras duerme, asunto que a su madre la tiene por primera vez la mar de tranquila, el non plus ultra de la felicidad, pues el pobre de su hijo, la verdad, ya iba dejando atrás todas las marcas como bebé, niño, adolescente y por último adulto extraño, extraño, de lo más extraño.
Sebastián piensa a veces en la primavera, claro, y también en Reverón, y en la niña de sus ojos, aquella del primer fragmento, aunque no la haya mencionado con nombre y apellido. Se llamaba Carolina, creo. Carolina Rincones Almabuena. ¿Extraño apellido, no? Almabuena. Esa fue la primera y última vez que conocí a alguien que se llamara así. En fin, que en el fragmento número uno Sebastián recuerda aquel poema, el de “creer que el cielo en un infierno cabe”, ¿recuerdan? Claro, no lo escribió él, no,no. Es un clásico, uno de esos poemas (y estará usted de acuerdo conmigo en que es una belleza), uno de esos poemas que eran de obligatoria memorización en la escuela por aquello de que el buen decir consistía en el preludio del buen actuar, vaya sacando pues sus conclusiones. Como si un poema, digo yo, hace a las personas mejores o peores.
Pero Sebastián no enloqueció, repito. ¿Nicolás?, nada, fue una excusa. Simple excusa para hablar de Sebastián, que hizo de la niñez el reino del unicornio, ese animalejo que en nuestra infancia sí que existió, con todo y cacho naciéndole en medio de esa cabeza equina.
Sebastián aprendió de memoria poemas, pero no para actuar bien sino para dárselos a las niñas, mire qué cosas. Y vio clarito el vínculo entre la luz de la plaza a las cuatro de la tarde y Reverón, mago de la luminosidad. Y conjugó los samanes de esa misma plaza, hay que decirlo ahora porque no lo dije antes, con el bueno de Alejandro Otero, que también hizo un samán y lo llamó Torre Solar y finalmente se abrazó con Reverón en eso de atrapar la luz y hacer con ella sólo aquello que los Dioses hacen, vaya usted a saber cómo, cuándo o por qué. Y Reverón-Boticcelli-samanes-Otero hablaron idéntico lenguaje. ¿Quién iba a decirlo? Reverón y su luz, Otero y su luz, Boticcelli y su luz, ah, y la primavera como telón de fondo. De Beethoven a Tito Puente, damas y caballeros, media un claro de luna a fuerza de timbales. Y es que Beethoven, si a ver vamos, parece que conoció a Puente. Fíjese, sin ir muy lejos: Tito Puente, Tito Puen-te. Un apellido de lo más sugestivo, puente entre dos mundos, puente entre universos, puente como los de Reverón y Otero o como los de Boticcelli, qué más da.
Van Gogh y su Noche Estrellada asoman las narices también en este entuerto. Porque la luz de Van Gogh es primaveral, o sea, encandila aunque se deje ver desde las siete peeme. Sebastián lo vio también, con esa claridad de antes de las salchichas. El fragmento número dos lo dice todo. La plaza de pueblo, que, para qué ocultarlo más, es la plaza Bolívar de Upata, tiene mucho de Aleph borgeano y entonces ahí están: desde Boticcelli, pasando por Otero, por Van Gogh y Reverón, y terminando en Beethoven, dígame usted, y en el Rey de los timbales, nada más y nada menos.
Pero lo dicho: Sebastián es un cuerdo vendedor que ha encontrado su lugar en este mundo. Más allá de sus sueños, cuando lo hacía despierto, quedan los recuerdos vagos, nostálgicos a veces, de la infancia y de ciertos universos enigmáticos que nos inventábamos cuando éramos niños, y que recobran su vitalidad, por supuesto, cuando dale que te dale, insistimos en vislumbrar escenas de lo onírico más allá del colchón y la medianoche. El reino del unicornio pasó a ser “El reino del happy fat”, que es como se llama el punto de Sebastián en Orinokia. Yo, de cuando en cuando, lo visito y pruebo sus especialidades (el submarino atómico, especie de perro gigante con doble salchicha y pan canilla grande, es una delicia por donde lo mires). Ya no hablamos de doncellas, ni de Venus o Afrodita, ni de luz a las cuatro de la tarde. Hablamos de la única filosofía que cabe en medio de papas fritas y cebollas picadas en rodajas: la filosofía de una cotidianidad que si te descuidas, pues te aplasta.
Y sin embargo vale la pena recordar, razón por la cual he escrito estas cuartillas. Porque la memoria está llena de olvido, como cantaba el poeta, y al revés, según dice la conseja, es necesario escribir, y eso he tratado. Sólo que me ha salido mal, no tiene usted que restregármelo en la cara. Eso de ponerse frente a una computadora y darle rienda suelta a los recuerdos tiene su encanto mientras lo hagamos, tranquilazos, al calor de un buen tabaco o mediante unas cervezas dándole a la lengua con algún interlocutor más borracho que uno, pero recordar y escribir, éso, éso, rediós, es una vaina jodida, mucho más que jodida, yo que se lo digo.
Del reino del unicornio se llega sin problemas al Reino del happy fat, valga la cuña. Acérquese uno de estos días. Sebastián, un unicornio disfrazado de gente normal y corriente, cuerdo como usted y como yo, prepara hamburguesas suculentas, sándwiches con pepinillos y jugos de papelón con limón para lamerse los dedos. Deje de una vez estos fajos. Anímese. Seguramente allá nos encontramos.

2 comentarios:

Juan Guerrero dijo...

Me agradó este ejercicio narrativo. Tanto por la cadencia en el discurso narrativo como por los músicos, todos clásicos...como el unicornio.

roger vilain dijo...

Qué bueno Juan, celebro que te agrade el asunto. Bienvenido a estos parajes.