8/12/2011

De la ducha al karaoke

Hay quienes se las arreglan muy bien para espantar el fastidio. Hay quienes después de una vida ajena a la naturaleza, cuando llega la jubilación, optan por meterse a ecologistas, a verdes, a vegetarianos. Lechuguinas andantes, lo cual está de maravillas por aquello de que cada cabeza es un mundo. Mire usted cómo está el patio.
Hay gente "light" que toma digestivos luego del pollo a la plancha y verdaderos cerdos que acaban con todo el licor del vecindario. Está requetebién. Ya los latinos habían dado con la piedra filosofal trocada en verbo: bonum vinum laetificat cor hominis. El buen vino alegra el corazón del hombre. Qué verdad tan sabrosona y tan actual.
Pero nada como el canto. Los que tienen voz y cogen al toro por los cuernos porque sus gargantas sí que andan en línea directa con Orfeo, pasan. Serenateros de los buenos no es que se hallen en cualquier esquina, pero se encuentran, existen todavía. Otra cosa son quienes arrojan gallos, gemidos o falsetes acabando en chirridos hechos carne.
En la ducha están de lo mejor. Son artista y público, voz y oído, emisor y receptor, asunto de importancia capital cuando no existir es el estado que mejor les va, en esencia por la falta de consideración -maltrato estético en primer lugar- para con escuchas cuyas afecciones y suplicios arrancan en el pabellón de la oreja, atraviesan la cadena de huesecillos y van a parar al mismo espíritu. No faltaba más.
Otro gallo cantaría, pues, si quien alebrestado y dispuesto a arrullar con su trino de loro acatarrado fuese alguien con dos dedos de frente en cuestiones de la voz. Qué va. Sobran los dislates. Si la ducha resulta inofensiva entre otras razones por el soliloquio musical que se perpetra en ella, basta un rato en el bar de Eusebio, que tiene un karaoke, para descender a los infiernos.
Y aquí el problema toca a todos porque se hace público. El bar de Eusebio, que antes -tiempos idos, ja, porque todo pasado fue mejor- ofrecía lo suficiente para entrarle a la conversa y empujarse unos tequilas, hoy por hoy brinda además el abanico completo de la escala musical, si es que alaridos destemplados caben en tal nomenclatura. Un karaoke es el Omega, el punto último que la tecnología nos pone enfrente para meternos de cabeza en el mundo de los sueños. Un karaoke es el camino, la posibilidad al alcance de la mano para embolsillarse cinco minutos de gloria.
De la prehistórica ducha, tímida y ensimismada, al apoteósico bum del karaoke media el trayecto de un viernes cualquiera, de una noche entusiasmada, de jolgorio y tragos que son como el empujoncito que faltaba. El oficinista serio, el buen señor Rodríguez, o la gerente que no muda un nudo de su cara todo el santo día -bebe valeriana y masca chicle para espantar malos ratos- caen en brazos del aparatico, quién los viera, y el de Eusebio se transforma en el gran salón de la cantata.
De la ducha al karaoke media un malestar: el de quienes ni a piedra o palos soltarían su voz para jugar a Pavarotti y envalentonarse con las cuerdas vocales, precisamente porque se saben adefesios musicales, asunto que les hace pensar en la posible realidad de que ajenos estertores, gallos idos y voces desgañitadas tuviesen idéntico silencio. No, no, nada de eso. Todo lo contario. La noche es una orgía y el bar de Eusebio la iniciación para cualquier garganta.
La solución salta a la vista, claro está. Me toca coger los cachachás y mudarme de lugar, renunciar a la barra que fue confesionario, iglesia, lugar de cómplices empedernidos. Me toca dar la media vuelta y como buen soldado encender mi tabaco y montar la retirada, es decir, largarme, o sea, chaíto Manolito aunque provoque y tiente un AK-47 y pum, pum, volar media docena de huevos, qué se le va a hacer. Y lo que es peor y el colmo: ya Tobías, dueño de aquella tasca tan apetecible, ofreció el Paraíso sin que le temblara el pulso: "la próxima semana, a como dé lugar y porque sí, compro un karaoke", sentenció sonriendo.

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