11/21/2011

El Chupacabras



Miércoles, diciembre de 2000




No digamos que el pueblo es sabio, pero aceptemos que guarda sus verdades. Y una de ellas quizás podamos encontrarla entre los seres que conforman su imaginario. Para muestra un botón: ahí está el ya muy famoso Chupacabras. En extremo peligroso, afirman los entendidos que es capaz de acabar con el macho mejor plantado de un rebaño de búfalos sin otorgarle el mínimo respiro. Pero hagamos un alto y pasemos, antes de darle continuidad a esta idea, a lo que verdaderamente me interesa: extenderles una invitación. En un ejercicio de memoria, de reconocimiento histórico, echemos un vistazo al pasado venezolano, a aquel siglo XIX en el que se origina la República. Acaso topemos, helados de sorpresa y con un terror digno de Hitchcock, con el vivo retrato de lo que vamos siendo; con el mismísimo monstruo que nos ofrece, hoy, la mitología contemporánea.
Desde el lejano 1830, justo el momento en que nos separamos efectivamente de la Gran Colombia, iniciamos un camino que, según supusimos, nos llevaría a un futuro cargado de prosperidad y que, lo digo con tristeza, en el presente ha dado media vuelta (paradoja entre paradojas: nuestro “avanzar” desde hace tiempo enfiló hacia el pasado). Al intentar remontar, pues, el río de lo que hemos venido siendo, es importante empezar precisando que el comienzo del período republicano en nuestro país se caracterizó por el exacerbado culto de los personalismos, por el populismo desbocado en la clase dirigente, por las incontables rivalidades que no dieron lugar a la paz, a la reflexión requeridas para llevar adelante un proyecto de nación, y pare usted de contar. Los ideales de un Andrés Bello, de un Simón Rodríguez, habían sido lanzados por la borda. Pero si volvemos un instante al presente, a este minuto en la vida del país que tenemos, y nos preguntamos cuál podría ser el paralelismo de un día como éste, cinco de diciembre, en relación con el boceto ofrecido algunas líneas antes, sin realizar un gran esfuerzo saltará a la vista que (y nada más refiriéndonos al mundillo electoral), los principales contrincantes de la más vergonzosa batalla política se sustentan en idénticas actitudes, en idéntico piso, en el mismo espíritu.
Cuando en el siglo XVIII se experimentó un mediano crecimiento económico producto del aumento en los precios de los productos agrícolas (¡oh azar que siempre nos atiendes!), la deplorable e infortunada situación acaecida a partir de 1830 dio al traste con esta mejoría. Análogamente, hoy cinco de diciembre, mientras leemos la prensa, el desastre de gobierno que padecemos golpea con los pies lo que pudo lograrse en los tan cacareados cuarenta años. (Hay que reivindicar, y resulta urgente aclararlo desde ya, lo que conocemos, a falta de mejor nombre, como período democrático venezolano. Sólo una ignorancia atroz, criminal por donde se mire, es capaz de desconocer lo bueno que en él se generó, muy aparte de la asquerosa actuación que la mayoría de las veces protagonizaron los partidos políticos, sólo por dar un ejemplo de lo que podemos reprocharle).
Lastimosamente, todavía no rompemos con el estado de cosas que existía hace más de ciento cincuenta años. En esa época nos movíamos en el ámbito absoluto de las emociones: la gente de a pie, recién salida de una guerra independentista, sin escuela, sin formación, sin saber leer ni escribir, era manejada por el pequeñísimo número de líderes que para el momento mantenía el poder. Su razonamiento consistía en uno elemental: éste es bueno, aquél es malo. Éste me beneficia, aquél no me beneficia. No hay que esforzarse demasiado para darse cuenta de que también hoy, cinco de diciembre, mientras posiblemente disfruta usted de su café, el espejo de este viaje temporal nos devuelve la exacta imagen que a través de él reflejamos: unos personajes que sufren profunda falta de preparación, y que actúan, en general, bajo los impulsos del instinto. La ausencia de una educación política que funcione como debe ser (que, en fin, siempre ha sido el gran problema a resolver) nos aplasta casi tanto como antes. Manuel Caballero, en uno de sus muy buenos libros titulado “Las crisis de la Venezuela contemporánea”, expone que somos un pueblo culto. No estoy de acuerdo. Y no lo estoy sencillamente porque cuando lleguemos a ese nivel nuestras razones actuarán, y en mucha menor cuantía nuestras pasiones.
La retrospectiva encuentra ahora una de las esencias fundamentales que ha macerado, que ha labrado al quehacer político venezolano: el caudillismo. Si en el XIX se erigió, se fortaleció e imperó, tampoco en el presente ha desaparecido. Probablemente la figura del caudillo como fenómeno latinoamericano explique esa tendencia que mostramos en cuanto a la aceptación, casi siempre resignada, de un gendarme necesario. Cada quien, a su manera, lleva un caudillo adentro y este martes cinco de diciembre, del año 2000, es casi seguro que los más visibles (Chávez, Chávez, y más Chávez) saturan con sus miserias y ridiculeces las páginas de los diarios. Ellos personifican, de un solo golpe y como por arte de magia, la salvación misma; son los héroes de cartón que nuestra psiquis reclama, y para complacernos han transformado lo que son y lo que los rodea en la triste, pobre y perjudicial representación de un templete.
También, en el pasado postindependentista, vivimos tiempos de revoluciones. No sé cuántas se dieron en ese siglo (alguien ha dicho que una cada año y medio), pero lo cierto es que en el diciembre que transcurre no podemos negar la vendimia de una revolución que produce la más espantosa de las carcajadas. Consideremos, y dejémoslo hasta ahí, el parapeto de las Escuelas Bolivarianas y la farsa del Banco del Pueblo. De igual modo, las diferencias de clase estaban a la orden del día, el abismo entre ricos y pobres no podía ser más profundo. ¿Acaso en estos días no ha recrudecido? ¿Acaso la boliburguesía es un cuento de camino?
Así como antes encontramos refugio en la heroicidad del pasado, en el talante épico que una generación de hombres nacidos aquí gestó, hoy, cinco de diciembre, los bufones que gobiernan repiten el mismo hecho en el intento de velar y distraer la atención de la mediocridad y el hazmerreír que en poco tiempo han construido. Y así como antes fuimos tutorados por constituciones perfectas, pero siempre con el país a sus espaldas, diciembre nos sorprende sin la consecución de mayores y radicales diferencias. Nuestra constitución de estreno permanece en el hiperuranio, irrespetada hasta el cansancio, toda vez que el Presidente y su pandilla hacen con ella lo que les viene en gana.
Por último, el siglo XIX no deparaba crecimiento, esperanza de mejores condiciones de vida a la inmensa mayoría de la gente salvo que un golpe de suerte ocurriera (lo que los llevaba, en consecuencia, a probar fortuna incursionando en la revolución armada o en la aventura del oro que apenas nacía en las selvas guayanesas). La verdad sea dicha: hoy martes, cinco de diciembre, los venezolanos creen como nunca en el azar, en la astrología, en la ayuda que llegue desde afuera. No propiciamos, y por lo tanto no existe, una conciencia del trabajo creador, del sudor y del esfuerzo individual como la única vía para salir del foso en el que nos hallamos.
La capacidad que ha demostrado este gobierno para desaprovechar oportunidades doradas, para acabar con lo que encuentra a su paso, para dividir y fomentar odios de todo tipo, es sorprendente y más que peligrosa. Sorprendente por la naturaleza de Midas, de Rey Midas patas arriba, éste es un gobierno que todo lo que toca va a parar al basurero; peligrosa porque Chávez nos acerca, con el fuego de su incompetencia, nulidad y torpeza, a un barril de combustible. El monstruo, el mito de un ser que siembra la desolación, el Chupacabras del que hizo las delicias toda prensa amarillista que se respete, está de vuelta. Sí, el pueblo guarda sus verdades, deja al descubierto sus misterios, y en ocasiones a plena luz del día.


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