9/04/2012

Leer con el cuerpo




Tengo casi quince años trabajando en universidades y no exagero si digo que el grueso de los estudiantes lee muy poco, y lee muy mal. Me llama la atención el fenómeno pues se extiende por las cuatro esquinas de este país. ¿No enseñan a leer bien en la primaria? ¿Es un problema de falta de amor por los libros, es decir, no se da un acercamiento suficiente a ellos en los años de la infancia? ¿Tiene que ver con la ausencia de calado, de énfasis en las relaciones del muchacho y el lenguaje?
Quizás la respuesta implique una íntima combinación de reflexiones a propósito de tales interrogantes. No lo sé. Pero me ha dado por pensar en cómo le cogí cariño a las palabras y en cómo ellas terminaron siendo motivo de alegría y de diversión a cualquier hora. Sé poco de métodos o de la disciplina necesaria para insuflarle a alguien semejantes cosas, de modo que a mis hijos intento mostrarles el asunto desde otros horizontes, ésos que me embrujaron en la infancia.
Supongo que por ser único hijo la soledad pegaba menos si la acompaña de imaginación. Desde que tengo uso de razón me recuerdo imaginando: andar por la sala era a su vez meterme de cabeza en selvas africanas, en montes preñados de aventuras, en cazar tigres o elefantes y enfrentar peligros dignos de Tarzán. Los muebles, los cojines, los adornos, formaban parte de un mundo al que sólo yo accedía y de cuyas llaves era absoluto propietario. La vida cotidiana, el día a día, se entremezcló sin problemas con lo otro, con universos inventados cargados de maravillas. Salir o entrar de esas realidades que casi se tocaban no tenía ningún inconveniente. Creo que así fui leyendo por primera vez.
Leía en los objetos de la casa, en las paredes, en las sombras mohosas de la humedad pegada de los techos. Los carros tenían rostro y había que definirlos, dar con ellos. La ropa colgada en las vitrinas decía cosas. Tengo la impresión de que el clima de misterio derivado de esas experiencias creó una predisposición, incitó a curiosear más, despertó agallas dispuestas a continuar hurgando en otros ámbitos. Los libros, justo entonces aparecieron los libros.
Cada vez que leo un libro, incluso si hago el esfuerzo de pensar en los primeros, leo, más que con los ojos, con la piel, con los poros, con el hígado, con los riñones o con el corazón. Por eso leer a los cinco años funcionaba, abría paso a lo enigmático, a lo provocador, generaba chorros inmensos de emociones. Si no entendía lo escrito en esas páginas trataba entonces de inventarlas, de soñar imágenes a partir de mínimas partes del rompecabezas, de fantasear, de llenarlo todo de mentiras (mis mentiras), de asustarme o alegrarme, de meter el cuerpo en la lectura.
Pienso que quizás nuestra escuela enseña a medias la técnica, pero no la poética de la lectura, el perfomance de la lectura, que es donde a mi juicio se asienta el verdadero enganche, el disfrute total, el estado casi hipnótico que permite saborear con las uñas y los dientes lo que lees. Pocas experiencias, a mis cuarenta y dos tacos, como los momentos de felicidad que me han ofrecido los libros. Eso, por ejemplo, es lo que deseo mostrar a mis pequeños, a Camila y a Daniel, apoyado en la intuición y en el placer que sé que buscamos los humanos por naturaleza. Leer no es una maldición divina, tampoco un castigo escolar como ocurre en demasiados coles. Es todo lo contrario. Mi trabajo en la universidad, que pasa por dar clases, por investigar, por viajar, por dar conferencias, por asistir a congresos y, ¡oh maravilla!, por leer y escribir artículos y libros, me llena de una certeza que no abunda en mucha gente: la de vivir de un oficio que no considero un trabajo sino diversión pura, placer, disfrute a plenitud.
Si se enseña a imaginar más se enseña a leer mejor, de tal manera que es factible habilitar así un espacio en nosotros que de a poco va aproximándonos a los libros aún sin conocer las letras. En mí, imaginar empezó siendo la posibilidad secreta de andar por la calle o por las habitaciones de la casa y, de pronto, caer de bruces en trance, inventar relaciones entre una lámpara y un florero o entre el dentífrico y las pipas de mi padre. Imaginar fue el paso previo a enamorarme de cuentos, novelas o poemas. Leer el mundo como primera caricia al universo del lenguaje escrito, de la literatura. Ése quizás sea el detonante.

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