Recuerdo la primera vez que fui a un cine,
en los setenta. Tendría yo siete u ocho años. Recuerdo también que pasé los
días previos sumergido en una emoción que resultaba nueva para mí, que
descubrí, conocí y soboreé aquella vez y que me ha acompañado hasta hoy con
puntualidad de reloj suizo cada vez que espero ansioso un hecho, un encuentro,
un momento de relevancia o significación.
Desde esos días me dio por imaginar muchas
veces que la vida era una puesta en escena, que la calle era un set de filmación al que acudíamos
puntuales, quizás sin saberlo, actores, directores y demás. Suponía que al
conversar con otros, al jugar con un amigo, al caminar tomado de la mano de mi
madre por la acera, dábamos vida a una película que alguien en algún lugar
estaría viendo como yo en aquella noche de cine.
Esa sensación sufrió matices, fue
evolucionando, y ya en la adolescencia comencé a pensar que en la pizzería, en
el liceo, al intercambiar miradas con una muchacha o cuando pedía un refresco
en la tienda de la esquina, un inmenso ojo se desprendía de mí y volaba por los
aires observándolo todo, captándolo todo, averiguándolo todo. Era mi versión
particular de hacer películas: a partir de ese ojo que no dejaba escapatoria a
nada ni a nadie podía asumir el rol de director, controlar lo que ocurría,
sentirme todopoderoso. Cortaba escenas, las repetía si llegaba a considerarlo
necesario, ponía cámara lenta, en fin, pegaba los ladrillos de lo cotidiano a
mi manera. Era asimismo un modo de parecer adulto, menos invisible e
insignificante. Era un poder que sólo yo tenía y que con seguridad iba a gustar
a las chicas. Era, para no decir más, un jovencito con suerte.
Llegué a creer que la vida era como una
película. Esa convicción se mantuvo durante años. Entonces por mi mente apareció la idea
de hacerme cineasta. Mi madre gritó al
cielo, mi padre sonrió como si nada, con su pipa entre los labios. Iba a
dedicarme al cine, iba a vérmelas en serio con una cámara, es decir, con ese ojo
que todo lo observaba y que salía de mí desde la infancia. La vida era como el
cine, sí, a diario participábamos de una función, o de otra y otra.
Hasta que viendo otras películas y pateando
otras calles y otros lugarejos hice el descubrimiento mayor. Vagabundear por
ahí, besar a una chica, tomar cervezas con los amigotes o bailar merengue en
una fiesta distaba años luz de una mínima condición cinematográfica. La vida
era la vida y punto. La vida era un saco de gatos y era urgente organizarla,
ponerle orden y concierto, insuflarle sentido, labrarle pie y cabeza. No había director ni guiones ni maquilladores.
Estabas tú y tu soledad. El cine era exactamente lo contrario: te lo entregaban
con inicio y fin. El cine venía estructurado de agencia, de paquete, en una
película el trabajo estaba hecho, tú lo entenderías o no, lo exprimirías o no,
pero ya existía ahí un horizonte predeterminado. No, la vida no era como el
cine, la cuestión lucía al revés, el cine era como ella, si acaso, y notarlo
exigía vivir a fondo, vivir de sol a sol, vivir mirando con el cuerpo y tocando
con los ojos. Al descubrirlo me asusté, me encogí de hombros, pensé que el cine
y la vida guardaban menos cosas en común de las que suponemos. Diga usted si
no.
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